Desde los primeros desarrollos de Freud, el síntoma se distingue de la inhibición. Mientras esta última se vincula con el yo (moi) y se inscribe en el registro imaginario, el síntoma no es un asunto del yo, sino la manifestación de un conflicto que involucra la satisfacción pulsional. Por eso, en el síntoma siempre hay algo del goce en juego.
Esta compleja relación entre el goce y el síntoma fue central en la enseñanza de Lacan, quien introdujo el concepto de nominación para abordarla. El síntoma no se limita a señalar una falla, sino que también intenta responder a ella, incluso si no lo logra. Es decir, el síntoma implica estructuralmente una falla, una falta de armonía entre el cuerpo y la satisfacción.
Freud ya lo anticipaba al describir al síntoma como “extraterritorial” respecto del yo: algo que no pertenece del todo, un elemento extraño. Lacan retoma esta idea para sostener que el síntoma anuda al cuerpo algo exterior, un goce que no le es natural. En esta insistencia por lo espacial –extraterritorialidad, exterioridad– se capta la dimensión de lo real: el síntoma es índice de lo que no anda.
Pero que el síntoma anude, no significa que civilice. El goce, en tanto exceso, ex-siste al cuerpo y al sentido. Y en ese sentido, el síntoma no se reduce a una categoría psicopatológica. No es un error del sistema, sino un modo en que el sujeto sostiene un lazo con lo real. De ahí que Lacan afirme que no hay sujeto sin síntoma, más allá de cualquier diagnóstico clínico.
¿Y la nominación? Entra en juego a través de la función del Nombre del Padre. No hay inconsciente sin esa operación simbólica que anuda, y es en ese punto donde se establece la consistencia estructural entre síntoma e inconsciente. Nominar el goce es una manera de amarrarlo, de darle una forma –aunque siempre parcial– a aquello que desborda al cuerpo.
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