Lacan concibe la creación como aquella operación mediante la cual el orden simbólico, en su autonomía, alcanza al infans y lo desnaturaliza. Esta autonomía no niega la función del Otro, esencial para la entrada del niño en el mundo humano, sino que más bien subraya la preexistencia del campo simbólico, cuyos límites definen lo propiamente humano.
Es precisamente el Otro —al interpretar el llanto del infans a través de la palabra— quien hace efectiva esa creación. No se trata de nombrar algo previamente dado, sino de instalar algo nuevo: un deseo, una demanda, un sentido. Ese acto de significación no es una acción motriz, sino un gesto simbólico tal como Freud lo indicó, que opera una torsión en el campo de lo real.
Por medio de esta acción, lo simbólico irrumpe en lo real, perforándolo, abriendo una hiancia a partir de la cual se instituye un borde: es la operación inaugural que permite la constitución del sujeto. Esta perspectiva, que guarda resonancia con la lectura que Kojève hace de la negatividad hegeliana en La idea de la muerte en Hegel, se dirige sin embargo hacia otro horizonte.
Lacan, inscripto en el campo abierto por Freud, se distancia del humanismo hegeliano y de toda concepción idealista del sujeto. Lo que enfatiza de la incidencia del significante no es la unidad que prometería un saber total, sino la fractura misma: la hiancia que delimita al sujeto como falta. Como él mismo afirma: “Lo que es humano en la estructura propia del sujeto es esa hiancia, y es ella la que en él responde. El sujeto no tiene contacto sino con esa hiancia”.
Este vacío puede pensarse de distintos modos. Es, por un lado, la dimensión por la cual el sujeto sólo puede ser definido como falta-en-ser, lo que excluye toda ontología plena del sujeto del inconsciente. Y es también la hiancia que atraviesa a la sexualidad en el hablante: allí donde no hay complementariedad posible, lo sexual se constituye como síntoma.
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