Si pensáramos lo simbólico como una operación que “coloniza” progresivamente lo real —tomando cada vez un campo más amplio de él—, nos ubicamos en una concepción del saber cercana a la propuesta de Thomas Kuhn en La estructura de las revoluciones científicas. Allí, el saber se concibe como una serie de paradigmas que se suceden, cada uno superando e integrando al anterior. En este modelo, el saber avanza acumulativamente, y lo simbólico parece absorber paulatinamente lo real, reduciendo su opacidad a medida que progresa.
Sin embargo, existe otra perspectiva radicalmente distinta: pensar que lo simbólico, al incidir sobre lo real, no simplemente lo captura o lo traduce, sino que lo funda. Es decir, produce algo nuevo, algo que no existía antes, más allá de una mera nominación. Esta forma de concebir la relación entre saber y real se alinea con el gesto inaugural de Freud al fundar el psicoanálisis. Como lo subraya Lacan en Posición del inconsciente: “el inconsciente de antes de Freud no es pura y simplemente”.
Esta afirmación implica que es el acto freudiano, su posición, lo que da lugar a una existencia lógica inédita. No se trata de que Freud haya descubierto algo que ya estaba ahí esperando ser encontrado, sino que su intervención simbólica funda un nuevo orden de sentido. Es el Otro —como lugar estructurante— quien pone en acto la potencia creadora de lo simbólico, otorgando existencia a lo que antes no la tenía en términos lógicos.
Desde esta perspectiva, el saber —en particular el saber inconsciente— no se construye sobre la base de un progreso lineal, sino a partir de rupturas y discontinuidades. El inconsciente, como saber no sabido, obtiene su estatuto precisamente al quebrar la noción clásica de que todo saber, por definición, debe ser consciente o conocido.
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