Lucas Vazquez Topssian
En El malestar en la cultura (1930), Freud señala que toda cultura se funda sobre la renuncia pulsional. Esta renuncia, exigida por el Otro social (la Ley, las normas), genera culpa. Y esta culpa es muchas veces inconsciente: no es por algo que el sujeto haya hecho, sino por haber deseado, incluso sin saberlo. Se trata de una culpa inconsciente, ligada al superyó. Esta culpa se puede leer como una deuda simbólica con el Otro: se le debe haber renunciado, se le debe obediencia, se le debe un sacrificio.
En Tótem y tabú (1913), en el mito del padre de la horda, el parricidio del padre originario genera una culpa transmitida entre generaciones. Los hijos matan al padre, lo comen y luego lo veneran mediante la instauración de la Ley y el tabú del incesto. Esa culpa heredada es una deuda simbólica que se paga a través de la Ley: el superyó, la moral, la prohibición del incesto.
Lacan retoma y reconfigura esta noción en su lectura estructuralista del sujeto, donde podemos rastrear aspectos de "la deuda".
En el seminario "Los escritos técnicos de Freud" (1953-54), y más claramente en "El seminario 4: La relación de objeto" (1956-57), Lacan presenta la deuda simbólica como aquello que surge del ingreso del sujeto en el campo del lenguaje. Se trata de la deuda con el Nombre del Padre.
Cuando el sujeto accede al orden simbólico, lo hace al precio de una pérdida: queda alienado en el significante, pierde algo de su ser. La castración simbólica implica que se le debe algo al Otro: no se es sino a través de ese Otro. La deuda es entonces el efecto de la castración simbólica: el sujeto se constituye debiéndole su ser al Otro del lenguaje.
Se trata de una deuda que no se puede saldar, no es algo que se paga como una cuenta. Es infinita, estructural: no se trata de un acto pasado, sino del hecho mismo de estar marcado por el significante. Por eso, en el Seminario 7 (La ética del psicoanálisis), Lacan vincula esta deuda con la imposibilidad de realizar el goce, con la falta estructural, y también con lo Real.
Veamos un caso mínimo...
Un paciente que se siente constantemente en deuda con sus padres, o con la sociedad, puede estar expresando una forma desplazada de esa deuda simbólica. El análisis no busca que "pague" esa deuda, sino que se subjetive respecto a ella: ¿de qué se siente culpable? ¿Qué cree que el Otro le exige? ¿Cómo responde su deseo a esa falta estructural?
Incidencia de la época
Ahora bien: Existe una correlación muy sugerente y potente entre la deuda simbólica estructural del sujeto y la forma en que la economía contemporánea se organiza en torno al régimen de deuda. Esta relación fue explorada por varios autores contemporáneos (como Lazzarato, Dardot & Laval, o Zizek), y permite pensar cómo la estructura del psiquismo en el campo del Otro simbólico encuentra una suerte de eco o refuerzo en el lazo social actual.
Como dijimos antes, para Lacan, el sujeto está estructuralmente en falta, castrado por el lenguaje, y esa falta se traduce como una deuda simbólica con el Otro. Es una deuda impagable, no cuantificable, ligada al deseo y a la imposibilidad de completarse. Esta deuda es el efecto de haber sido hablado, deseado, significado: el sujeto le debe su ser al significante.
En el capitalismo financiero actual, especialmente desde los años 70 en adelante, la deuda se ha convertido en una lógica central de producción de subjetividad. Esto se ve en:
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Endeudamiento de los Estados (crisis de deuda, FMI, default).
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Endeudamiento de las personas (créditos, tarjetas, hipotecas, billeteras virtuales).
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Interiorización de la deuda: el sujeto se auto-responsabiliza por su fracaso, se culpa si no rinde, si no “invierte bien” su tiempo o cuerpo.
El juego aparece como una forma de redención ante esta deuda —como si ganando pudieran “salvarse”, “reparar” o “comenzar de nuevo”. Pero lo que se pone en juego es la vida misma. El costo del “pago” es la existencia.
El juego condensa la lógica del capitalismo tardío. Por ejemplo, todos compiten individualmente, aunque se forman lazos transitorios. Se promueve el mérito, es decir, gana quien “más se esfuerce” (pero el juego es absolutamente desigual, hombres contra mujeres, ancianos contra jóvenes, etc). El espectáculo de la violencia es consumido como entretenimiento por los ricos (la élite internacional que observa los juegos). En la serie hay una remisión al goce obsceno del Otro: hay un superyó que manda “¡goza!”, incluso con la muerte del otro. Se trata de una economía del goce sin ley, sin falta, donde el deseo ha sido sustituido por la pura acumulación o supervivencia.
A finales de la primera temporada y comienzos de la segunda, vemos que el protagonista, Gi-hun, gana. Tiene el dinero. Pero no puede usarlo. Su subjetividad queda capturada por algo que no se paga con plata: no puede ver a su hija, no puede cuidar a su madre; tampoco puede volver a su vida anterior ni fundar una nueva. La deuda simbólica reaparece: no es la deuda económica la que lo traba, sino una falta más radical. El dinero no salda el duelo, el sufrimiento, la traición, el haber sobrevivido. Como en Lacan: la deuda real no se paga.
En general, el juego de la serie dramatiza que el lazo social actual está montado sobre la competencia, la exclusión, la autovaloración, y el espectáculo de la caída del otro. Pero hay momentos donde los personajes resisten: forman alianzas, se cuidan. Algunos se sacrifican. Surgen lazos que no están mediados por la lógica del mercado. En esos momentos, aparece la ética del deseo, no del cálculo. Son interrupciones del orden neoliberal. Pero la serie muestra que el sistema tiende a reabsorber esas líneas de fuga.
Desde una perspectiva clínica, El juego del calamar muestra cómo el sujeto contemporáneo está saturado de deudas, que se inscriben tanto en el cuerpo como en el psiquismo:
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Siente que debe algo que no puede nombrar.
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Sufre un mandato de éxito o redención.
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A menudo, el fracaso no genera duelo, sino vergüenza, auto-odio, impulsos suicidas.
En este contexto, el análisis puede abrir un espacio para separar las deudas reales de las simbólicas, para sustraer al sujeto del imperativo de pagar con su vida o con su cuerpo lo que no debe ser pagado.
El juego del calamar es una metáfora brutal del sujeto atrapado en la lógica contemporánea de la deuda, donde lo simbólico ha sido eclipsado por una economía de la cuantificación, del rendimiento y del espectáculo. Sin embargo, la serie también deja entrever un resto humano: la amistad, el duelo, la ética, el deseo. Y ese resto es lo que hace posible una respuesta que no sea la repetición.
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