lunes, 22 de enero de 2018

El color del dinero.

El equivalente general de las mercancías tiene, como tal, un valor de mercado. El que le confiere precisamente su intercambiabilidad con los diversos valores de uso, aquellos bienes de consumo que se ofrecen a nuestro apetito como objetos de satisfacción libidinal. En ese sentido, el dinero ocupa un lugar extremadamente privilegiado, el de un significante singular, único, el del significante del goce. Por esa razón, hay quienes en su momento creyeron poder identificarlo con Φ (Phi mayúscula), un símbolo que Lacan emplea durante dos años en su enseñanza, poco antes de forjar la escritura del objeto a. Una letra que, en calidad de semblante, intenta situar la articulación del registro simbólico con lo real. 

Pero, lo sabemos, el dinero posee también un valor propiamente simbólico, al que aludimos en psicoanálisis, por ejemplo, bajo la figura del “pago simbólico”. No me refiero a las piedritas con las que Françoise Dolto pretendía hacer pagar sus sesiones a los niñitos, lo que, pese a su imposición, a lo sumo pondríamos a cuenta de las reglas de un juego. Me refiero especialmente al reconocimiento de que el pago implica una cesión de goce, una privación consentida, confiriendo al pago un valor subjetivo singular. Los honorarios de un analista pueden ser cotizados como el precio razonable de un servicio profesional, pero sólo asumen carácter analítico al articularse a la referencia subjetiva de quien efectúa efectivamente el pago. Lo que delimita un rango de honorarios necesariamente variable en los distintos casos, y también, en cada caso, a lo largo del tiempo. Algo que, desde una lógica puramente mercantil, podría ser percibido como un gesto de arbitrariedad, aunque no se trate sino de apreciar las coordenadas que regulan su valor de don. 

Fuente: Mario Pujó, "El color del dinero" 

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