martes, 23 de enero de 2018

El desafecto del aburrimiento.

                                                     Dra. Marta Gerez Ambertín 

“Si sobrevives, si persistes, canta,
sueña , emborráchate.
Es el tiempo del frío: ama,
                                                                         Apresúrate. El viento de las horas
                                                                          barre las calles, los caminos.
                                                                          Los árboles esperan: tu no esperes,
                                                                          Éste es el tiempo de vivir, el único”.
                                                                             (Jaime Sabines)
 
1.-       Padecer el aburrimiento
  
El aburrimiento -manifes­tación de la psicopatología de la vida cotidiana- nunca ha concitado atención suficiente -pese a su permanente insistencia- por parte de los especialistas del campo “psi”, quizás porque se lo considere un simple padecimiento y no una enfermedad.
En general, se da mayor importancia a la desesperación de un melancólico que a la de un aburrido, aunque puede afir­marse que también de abu­rrimiento se muere; sin duda, con más lentitud que en un exabrupto suicida y, por supuesto, en forma menos espectacular.
Incontables aburridos hacen saber de su fastidio al psicoana­lista en procura de una coartada a su malestar; el aburrimiento de los niños causa alarma en padres que, por diversos medios -y a veces sin logro alguno-  tratan de “entretener” a los pequeños; y para qué mencionar a los ancianos para muchos de los cuales el aburrimiento es, a veces, una constante que alimenta a una “muerte lenta y silenciosa”.
¿Cómo analizar este obstáculo sin caer en tediosos lugares comunes?
Nuestras sociedades han ideado dispositivos diversos contra el aburrimiento generando, para­dójicamente, verdaderos sistemas “institucionalizados” de aburrirse: juegos, espectáculos, muestras desgastantes o aparatosos despliegues de dispositivos de lo más sofisticados cuya misión es “combatir el aburrimiento”; hasta el diván del analista puede formar parte de ellos si no se atiende a  su trama fundamental... y nada más trá­gico que un analista  y/o  un análisis aburrido.

2.-      Aburrimiento y desamparo

El problema está, insiste. Pa­decimiento tan antiguo adquiere relevancia en épocas como la actual donde los referentes váli­dos se deterioran, resultando lo que llaman “falta de credibili­dad”: falla en la fe de un Otro que no se instaura. Desamparo sim­bólico del sujeto y de las masas ante  tal desfallecimiento o, mejor dicho, ante la inexistencia del Otro, lo que no sólo abona al aburrimiento sino también a la desesperanza ya que casi nada es posible y el recurso del llamado al Otro se desgasta porque éste no hace lugar.
Aunque ligado a ese desamparo, no resulta posible, sin embargo,  confundirlo con la angustia, la depresión o la melancolía, pues el aburrimiento supone, ante nada, lo desapasionado. Paradójicamente, no siendo una enfermedad, su desafecto produce padecimientos severos y, sobre todo, un indiferente y hasta extenuante desinterés por el mundo. Lo pilotea una desolación del sentido: algo se desgasta en relación a la ley del Otro y por ende  en el lenguaje que habita al sujeto. Fracaso del deseo. Fracaso del discurso allí donde éste pierde la dialéctica de su encadenamiento y se torna estéril, plano, yermo, vacío, im­pulsado sólo por fuerza de una costumbre que lo hace insignificante tanto a él como a la trama del mundo que entreteje. Desde su desesperanza no hay entusiasmo  para  luchar, no hay anhelo por remontar el vuelo ni una causa a la cual apelar. El mundo y su escena han devenido no sólo inciertos, sino vacuos.
Esta concepción está lejos de las que pretenden refe­rir el tedio a ciertas correlaciones con tiempos o lugares en tanto causales de la acidia.
El aburrimiento no mantiene reciprocidad con el ocio, sobreviene en cualquier momento o lugar y con frecuencia nos asola donde menos lo espe­rábamos: un espectáculo, un viaje, un posible encuentro amoroso, una actividad aparentemente anhelada... tampoco hay una edad propicia para el abu­rrimiento -como algunos evolu­tistas han querido insinuar-: acaece a niños, adolescentes, adultos, ancianos.
¿Qué hacer con el aburrimiento que parece no sugerir nunca un qué hacer? Responder con recetas carece de sentido, salvo el de transitar nuevamente los trillados caminos que desembocan en los fastidiosos del tipo: “para lograr esto, haga esto otro”. En todo caso es importante buscar sus detonantes.
El aburrimiento se presenta como el reverso de lo que Freud refiere como la experiencia de lo perecedero, ese instante fecundamente bello aun con el sobresalto que recalca su instantanei­dad: punto donde se marca para el sujeto que la felicidad es siempre breve e implica una fuerte apuesta subjetiva. El aburrimiento, en cambio, carece de fecundidad alguna: es plano, lento y supone la imposibilidad de lanzar una apuesta a algo, de “jugarse”, de investir libidinalmente los objetos del mundo. Dificultad del deseo de levantar ese escenario simbólico-imaginario del mundo  que conlleva al lenguaje como ope­rador. Puesta a prueba de la  discursividad y del acto que abriendo surcos en su decurso recrea la realidad y abona la pasión.

3.-      Aversión al asombro
El tedio se produce cuando un sujeto pierde toda capacidad de asombro. Es, justamente, una aversión al asombro, porque donde algo de lo inesperado produce efectos de estupefacción en el sujeto, lo deja por instantes sin la habitual significación, en un sin-palabras, en estado de atonitud, allí no hay lugar para el aburrimiento. Atinar sólo a la persistencia de la obsolescencia en procura de lo “absolutamente seguro” produce un bloqueo del deseo. Frente a la imposibilidad del sujeto de anhelar cualquier cosa, la chatura lo aplasta en la apuesta  de vivir y entonces “... sabemos siempre por anticipado lo que nos traerá el día siguiente -nada- y que todas las mañanas hasta nuestra muerte, se deslizarán con la misma dulcedumbre insípida, en la misma tonalidad borrosa.  Vivimos días gris-perla, en un acolchamiento que nos hace sentir nostalgia de las piedras y de las espinas...” como ha hecho decir Pierre Loti a “Las desencantadas”.
Contrapartida de la pesadez acidiana que lleva a la fatiga, hay sujetos en los cuales el dispositivo del deseo -en constante movimiento- reactiva su circulación. Están siempre en la “búsqueda de otra cosa que casi se alcanza” y desconocen el aburrimiento: todo les sorprende en ese espasmo de ser deslum­brados por lo inhabitual; reverso de la moneda del tedio en el que se transita por una monotonía donde la repetición significante causa estragos y pareciera que todo es idéntico: el tiempo, la noche, los lugares, el día, las personas, los paisajes y, lo que es peor, las palabras. Aparente paz de lo rutinario cos­tumbrista donde la náusea sar­treana y el desapasionamiento kierkegaardiano se enseñorean del sujeto.
Este fastidio (fastio/tedio), que se acompaña de una indiferente percepción que escarba la ce­nestesia del cuerpo, refiere a la identidad imaginaria de los signi­ficantes por el desgaste de la metáfora. Las metáforas se gastan dirá Lacan: los chistes pierden la “chispa” de sorpresa que hace brotar la carcajada y devienen monótonos  -¿algo más aburrido que un chiste donde la eficacia de la metáfora se ha vaciado?-, lo  rituales, despoja­dos de la trama simbólica que les otorga su alto nivel de significan­cia, se tornan movimientos ab­surdos, puro estereotipo, actos robóticos en sujetos maquiniza­dos. Y hasta en el amor -que como metáfora también se desgasta- sobreviene la tediosa, insoportable cotidianeidad de dos seres que se aburren... juntos.

4.-      Erosión  de la metáfora
La metáfora paterna, que opera por sustitución significante, siempre lanza una creación de significancia: es la chispa poética, la agudeza o el “pas de sens”, es el plus que excede al enunciado cuando Borges dice: “Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”... y sin embargo, a pesar del rapto que produce en el sujeto, toda metáfora puede deteriorarse allí donde un signifi­cante de alta intensidad psíquica se pierde y quedan sólo restos que no conmueven, que no producen admiración ni sorpresa: “Cuando nos sorprende el primer encuentro de un objeto, y lo juzgamos nuevo o muy diferente de lo que conocíamos antes o bien de lo que suponíamos que debía ser, lo admiramos y nos impresiona fuertemente; y como esto puede ocurrir antes que sepamos de ninguna manera si este objeto nos es conveniente o no, paréceme que la admiración es la primera de todas las pasiones; y no tiene pasión contraria, porque si el objeto que se nos presenta no tiene nada en sí que nos sorprenda, no nos conmueve en modo alguno y le consideramos sin pasión” (Descartes: “Las pasiones del alma”).
Desgaste de la metáfora, restos significantes que circulan por pura metonimia, palabras autómatas que nada dicen, ausencia de significancias nuevas. Prevalencia de la con­catenación y de la contigüidad donde ya no hay sorpresas: saludo maquinal para cumplimentar “las buenas costumbres” y los “buenos días”. Tal la obscenidad del sentido de la metonimia: en el discurso parece estar todo-dicho.  Repulsión del lorerío significante; en el tedio el sujeto espera -sin esperanzas- que se produzca algo, “otra cosa” que lo libere de una regularidad que lo mortifica. Espera -en desesperanza- en el “apagón” de la metáfora.
Tiene tanta fuerza esta regular e idéntica repetición metonímica de palabras viejas que el  abu­rrimiento no sólo cansa, también pesa. El cuerpo del aburrido es plomizo.  Su sola visión incomoda. Únicamente el recurso del golpe sorprendente de la metáfora puede trocar posición tan pesada y así, en la eficacia del rito simbólico, en el flechazo amoroso, o en el acto creador del artista un rayo de estupefacción arroja un significante que anonada y permite al sujeto ser relanzado a la circulación del placer y el deseo.

5.-      El vuelo del sujeto hacia el amor
Pies alados del amor, efecto de su renovación:  “el lenguaje amoroso es un vuelo de metáforas” ha dicho Kristeva. En contraposición a la pesadez del cuerpo del aburrido, el del ena­morado es como una pluma: ágil, ligero, parece escapar a la gravedad. El enamorado es un creador: arriesga y apuesta todo de sí a un objeto que no deja de ser incierto, y es, precisamente, esa incertidumbre la que sostiene el juego; porque saber “todo” del otro no produce sino hastío, cansancio; por eso recrear al otro para sostener el amor supone -dirá Barthes- que ese otro sea inclasificable y también incalculable: el rapto del amor presupone dejarse en­trampar en un significante sos­pechoso, sólo a medias des­cubierto y, por tanto, de insis­tente renovación. Ofrecer siempre una cifra, un algo a interpretar, una inquietante in­certidumbre, ser siempre un poco impredecible. Quien pretenda mostrarse todo, cierto, propio, no produce sino fatiga. Es el caso de las parejas aburridas en las que el otro es tan calculable y clasificable que se sabe todo lo que puede esperarse de él, todo lo que dirá, todo lo que hará, todo lo que aceptará, todo lo que rechazará, no hay sorpresas, no hay asombro... el juego ha terminado y sólo queda una insoportable rutina por transitar.
En la embriaguez del amor, en cambio, hay siempre estupefac­ción ante lo incierto del otro, como si fuera una locura: el sujeto es sorprendido por la Diosa Ate  -la del extravío-, la de los pies alados, que apenas toca el suelo y produce conmoción, se pierde la cabeza, el cuerpo, el sentido del espacio y del tiempo. Reanimación constante que hace del enamorado un “flotante” y, al mismo tiempo, un creador: no hay enamorado que deje de deslumbrar. Efecto metafórico el del amor que sugestivamente alivia y no sólo el cuerpo se torna ligero, también las ideas flotan, circulan: como la vida ante la presencia aguda de una renovada sorpresa... “En ninguna novela de amor he leído que un personaje esté  fatigado: el ser amado es de una originalidad incesantemente imprevisible” (R. Barthes). Producción metafórica que otorga direccionalidad y significancia a la vida del sujeto; por fuera de ella  puede circular por  la locura, pero una locura que es búsqueda. La persistente búsqueda de efectos metafóricos  le permiten  soportar  el relanzamiento de significantes siempre nuevos: algo que probablemente pueda no decirse, apenas balbucearse o insinuarse. Respuesta que el sujeto espera de sí y del Otro y que siempre falta, siempre escapa aun cuando pueda atraparse en el semi-decir.
Recuperar la metáfora, buscar la sorpresa, esperarla, exigirla, alejar el aburrimiento, producir la demanda: producir el lazo  amoroso, es uno de los antídotos contra el tedio.

6.-      Usura del significante del Nombre del Padre en el aburrimiento

El tedio supone, por lo tanto, una cesión al deseo, pero una cesión que no hace transitar por la culpabilidad -que obtiene al menos el plus de un afecto que remuerde a la subjetividad, junto a un semblante que contornea la falta- sino más bien por una vacuidad que deja pasar las cosas de la vida sin  recrear nada, en devaluada indiferencia, donde el peso del significante del Nombre del Padre está desafectado de su potencia.
En el Seminario VII  dirá Lacan del aburrimiento: “esa suspensión, ese vacío, introduce seguramente en la vida humana el signo de un agujero, de un más allá en relación a toda ley ...” con lo cual lo vincula a la erosión de la  legalidad de lo simbólico, es decir, del significante del Nombre del Padre. En suma, el aburrimiento supone disipación de la potencia de ese significante que, al debilitarse, pierde el regocijo que empuja el deseo y desafecta  la potencia del acto.
A esa erosión del significante del Nombre del Padre referirá Alain Didier-Weil el 5 de mayo de 1979 como “la (usure) usura de la metáfora paterna” que se produce: “bajo el efecto del impacto de esos significantes que persisten en lo real y que son corrosivos para la metáfora, ese desgaste (usure), diría que él está ligado a la aparición del desecho en nuestro universo”.  Tal desecho rompe con el efecto de significación y obtura la cadena significante, no sufre la embestida del objeto a, sino, en todo caso, el aluvión del desecho metonímico, de la soporífera contigüidad que conlleva el peligro de transformar al significante en signo y, allí, todo lo sorpresivo se desvanece. Cae la eficacia del significante del Nombre del Padre y  decae el sostenimiento del deseo.
 Precisamente a este decaimiento del significante Nombre del Padre, que tiene los efectos del  aburrimiento,  se referirá Lacan en “Radiofonía” cuando afirma: La evidencia entre nosotros que de una tal caída el significante sucumbe al signo surge de que, cuando no se sabe a qué santo encomendarse (dicho de otro modo: que no hay más significante por malgastar, es lo que suministra el santo), se compra cualquier cosa, por ejemplo un coche, con el que produce un signo de complicidad, si pudiera decirse, con su aburrimiento, es decir con el afecto del deseo de Otra-cosa (con una O mayúscula)”  -Psicoanálisis. Radiofonía.  Barcelona: Anagrama. Barcelona. 1980. Pag. 26.-
En suma, en el aburrimiento  el sujeto es desafectado  de la potencia del significante del Nombre del Padre para condescender a la desafectación del deseo. Camino posible hacia la desesperanza de no encontrar un lugar en el deseo del Otro, un Otro que circula casi  inexistente y que puede precipitar hacia el vaciamiento de “las cosas del querer”, declinación del deseo no sólo en el campo del amor sino también en el sostenimiento de ideales por los cuales luchar. Allí el sujeto se deja vencer por la inercia de la desesperanza, no sacudiendo las cobijas de la plácida comodidad acaba cómplice de los más aberrantes terrorismos: religiosos, de estado o financieros. En suma, el aburrimiento vuelve al sujeto indiferente a su deseo y, como indiferente,  es cómplice de sus desgracias y de las de sus congéneres.
La erosión del significante del Nombre del Padre presupone, al decir de Lacan, que el sujeto ya “no sabe a qué santo encomendarse”, ruptura y desafecto de la creencia en el Otro, un  Otro vaciado de deseos y pleno de goce que no da señales de los lugares posibles que puede hacer al sujeto en su deseo. Frente a esa erosión, no hay posibilidad de llamados ni demandas, “cualquier cosa” se compra, o se vende o se cede en indiferencia, pero fundamentalmente se cede el deseo, el deseo de luchar por  la re-constitución de un Otro propiciador de deseos.

Hoy, en muchos de los que habitan el suelo argentino, cunde la desesperanza, la indiferencia o el hastío; otros, en cambio, luchan y mantienen la creencia en alguna causa; unos se dejan doblegar  por la orfandad de legalidad de lo simbólico y acaso esta variedad de psicopatología de la vida cotidiana contribuye en ominosa complicidad con jueces, políticos, dirigentes, gremialistas y sinnúmero de “antiguos referentes” que han usufructuado de la corrupción y la venalidad. Efectivamente, los argentinos ya no tenemos ningún santo al cual encomendarnos, es preciso construirlo, para lo cual habrá que relegar la utopía  de curar a algunos o de importar a otros. Será preciso recuperar la potencia del significante del Nombre del Padre en la dimensión de la ley, abandonar la indiferencia y el tedio en orfandad y apostar al compromiso, a la injerencia obstinada en el destino colectivo. En el cuadro de Delacroix “La libertad conduciendo al pueblo” la libertad es una creación de un pueblo que en plena orfandad re-crea una causa, y re-crea desde la nada, como desde la nada construyeron nuestros abuelos y nuestros padres, algunos de ellos bajando de los barcos, y otros salvándose de la horrorosa matanza que no quiso indios para nuestra genealogía. Del sueño de que “Dios es argentino” hemos despertado violentamente, muchos casi en pesadilla,  sabrá Dios qué haremos en este despertar, caer en el tedio y la indiferencia o encontrar en la nada una causa para crear un Otro a la nueva medida argentina de la carencia. Así es que, ¡apresurémonos!: “El viento de las horas barre las calles, los caminos. / Los árboles esperan: tu no esperes /Éste es el tiempo de vivir, el único”.

Fuente: Publicado en Revista ACTUALIDAD PSICOLÓGICA Nº 296 de Abril de 2002. 
                          

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