miércoles, 31 de enero de 2018

El desafío y la transgresión en la perversión, la neurosis obsesiva y la histeria.


El desafío y la transgresión pueden ser observados perfectamente en estructuras diferentes de la perversa, sobre todo en la neurosis obsesiva y en la histeria. No obstante, en estas últimas estructuras, la transgresión no se articula con el desafio de la misma manera.

El desafío en las perversiones.
Durante la dialéctica edípica, la identificación fálica inaugural es puesta en duda por la intrusión de·un padre imaginario, que el niño fantasmatiza como objeto fálico rival suyo ante la madre. Esta apuesta fálica presenta la particularidad de realizar la marca de una injerencia del padre en los asuntos del goce materno. De hecho, a través de esa figura paterna, el niño descubre un competidor fálico ante la madre como único y exclusivo objeto de su goce. Al mismo tiempo, descubre correlativamente dos órdenes de realidad que en adelante viene a interrogar el curso de su deseo. En primer lugar, resulta que el objeto del deseo materno no es exclusivamente dependiente de su propia persona. Por este hecho, la nueva disposición abre para el niño la expectativa de un deseo materno que sería potencialmente diferente del que ella tiene por él. En segundo lugar, el niño descubre a su madre como una madre con falta, es decir, una madre que en absoluto es colmada por el niño identificado con lo que él considera como único objeto de su deseo, es decir, con el falo. En el terreno de esta doble circunstancia, la figura del padre sale a la palestra en un registro que sólo puede ser el de la rivalidad.
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Encontraremos posteriormente la huella de esta rivalidad en la forma de un rasgo estructural estereotipado de la perversión: el desafío. Con el desafío nos vemos irremediablemente llevados al encuentro de este otro rasgo estructural, la transgresión, complemento inseparable de aquel.


El terreno de la rivalidad fálica imaginaria instituye, y al mismo tiempo implica el desarrollo subrepticio de un presentimiento cuyas consecuencias se mostrarán irreversibles, y que gira en torno al problema de la diferencia de sexos. Para el niño se trata de anticipar, en efecto, un universo de goce nuevo tras esa figura paterna, el cual se le aparece radicalmente extraño por cuanto lo supone como un universo de goce que le está prohibido. O, lo que es lo mismo, se trata de un universo de goce del que está excluido. Este presentimiento permite al niño adivinar el orden irreductible de la castración, de la que en cierta forma no quiere saber nada. Igualmente, puede constituir para él el esbozo de un saber nuevo sobre la cuestión del deseo del Otro. En este sentido podemos comprender cómo se gesta una vacilación en cuanto al problema de su identificación fálica. De la misma forma advertimos cómo la angustia de castración puede actualizarse alrededor de esa incursión paterna que impone al niño no sólo una nueva vectorización potencial de su deseo, sino también las apuestas de goce a ella adscriptas.

En el curso evolutivo de esta situación edípica, semejante estasis del deseo y de sus apuestas es inevitable. Aunque lo sea, resulta de todos modos una incidencia decisiva. Efectivamente, el perverso juega la suerte de su propia estructura precisamente bajo la insignia de esta incidencia. Al permanecer cautivo de esa estasis del deseo, el niño siempre puede encontrar en ella un modo definitivo de inscripción frente a la función fálica. De hecho, todo se júega para él alrededor de ese punto de báscula que va a precipitarlo, o no, hacia una etapa ulterior donde podrá abrirse una nueva promoción en la economía del deseo, calificable de dinamización hacia la asunción de la castración.

El perverso no deja de merodear en torno de esta asunción de la castración sin poder jamás comprometerse en ella como parte activa en la economía de su deseo. En otras palabras, sin poder asumir jamás esa parte perdedora de la que podría decirse que justamente es una falta para ser ganada. Se trata, a todas luces, de ese movimiento dinámico que propulsa al niño: hacia lo real de la diferencia de sexos sustentado por la falta del deseo, diferencia promovida como simbolizable, pero de otro modo que por la ley del todo o nada. De cierta manera, aquí situamos el punto de báscula que escapa al perverso por lo mismo que este se encierra precozmente en la representación de una falta no simbolizable. Esta falta no simbolizable es la que justamente va a alienarlo en una dimensión de contestación psíquica inagotable ejercitada mediante el recurso a la renegación o incluso a la repudiación, en lo que atañe a la castración de la madre.

En otros términos, se trata de un momento en el que se obtura, para el futuro perverso, la posibilidad de acceso al umbral de la castración simbólica, donde lo real de la diferencia de sexos es promovido como única causa del deseo. A todas luces, la falta significada por la intrusión paterna es justamente lo que garantiza al deseo su movilización hacia la posibilidad de una dinámica nueva para el niño. Lo que se cuestiona implícitamente alrededor de este punto de báscula es el problema del significante de la falta en el Otro: S(Ⱥ). Rozamos aquí la sensibilización del niño en lo que concierne a la dimensión del padre simbólico, o sea, el presentimiento psíquico que deberá enfrentar el niño para renunciar a su representación del padre imaginario. Sólo la mediación de este significante de la falta en el Otro es capaz de desprender la figura del padre imaginario de su referencia a un objeto fálico rival. El significante de la falta en el Otro es lógicamente lo que conducirá al niño a abandonar el registro del ser en beneficio del registro del tener.

El pasaje del ser al tener sólo puede producirse en tanto y en cuanto el padre aparece ante el niño como el poseedor de lo que la madre desea. Para ser más exactos, como el que supuestamente tiene lo que la madre supuestamente desea con respecto a él. Esta atribución fálica del padre es lo que lo instituye como padre simbólico, es decir, el padre en cuanto representante de la Ley para el niño, y por ende el padre en tanto mediación estructurante de la prohibición del incesto.

Ocurre que, precisamente, de esa sombra proyectada del padre simbólico el perverso no quiere saber nada, desde el momento en que se plantea para él la cuestión de reconocer algo del orden de la falta en el Otro. Esta repudiación, es decir, esta contestación; tiene por objeto recusar toda posibilidad de simbolización de esa falta. Por consiguiente, encontramos en marcha el proceso estereotipado del funcionamiento perverso por el cual una verdad referente al deseo de la madre es conjuntamente encontrada y negada. En otras términos, el niño se encierra en la convicción contradictoria siguiente: por un lado, la intrusión de la figura paterna deja entrever al niño que la madre, que no tiene el falo, desea al padre porque él lo «es» o porque él lo «tiene»; por el otro, si la madre no lo tiene, ¿tal vez podría tenerlo sin embargo? Para ello, basta con atribuírselo y mantener imaginariamente esta atribución fálica. Este mantenimiento imaginario es lo que anula la diferencia de sexos y la falta que esta actualiza. La coexistencia de estas dos opciones respecto del objeto fálico impone a la economía del deseo un perfil que constituye la estructura misma del funcionamiento perverso.

Este perfil es ordenado por una ley del deseo que no permite que el sujeto asuma su posibilidad más allá de la castración. Se trata de una ley ciega que tiende a sustituir a la ley del padre, es decir, a la única ley susceptible de orientar el deseo del niño hacia un destino no obturado de antemano. O, dicho de otro modo, lo que obtura la asunción del deseo perverso es la ley que lo sustenta: una ley imperativa del deseo que se ocupa de no ser referida jamás al deseo del otro. En efecto, únicamente la ley del padre impone al deseo esa estructura que hace que el deseo sea fundamentalmente deseo del deseo del otro.

Por lo mismo que la ley del padre es renegada como ley mediadora del deseo, la dinámica deseante se fija de una manera arcaica. Puesto ante el hecho de tener, que renunciar al objeto primordial de su deseo, el niño prefiere renunciar al deseo como tal, es decir, al nuevo modo de elaboración psíquica exigido por la castración. Todo ocurre entonces como si la angustia de castración, que alienta al niño a no renunciar al objeto de su deseo, lo inmovilizara aquí en un proceso de defensa que lo vuelve precozmente refractario al trabajo psíquico que debe producir para comprender que, precisamente, la renuncia al objeto primordial del deseo salvaguarda,la posibilidad del deseo, dándole un nuevo estatuto. En efecto, el nuevo estatuto inducido por la función paterna instituye un derecho al deseo; como deseo del deseo del otro.

En virtud de su economía psíquica particular, el perverso se ve sustraído a ese derecho al deseo; y permanece imperativamente fijado en una gestión ciega donde no cejará en su intento de demostrar que la única ley del deseo es la suya, y no la del otro. Esto permite comprender mejor los diferentes engranajes del funcionamiento perverso y los rasgos estructurales que lo caracterizan.

En concepto de tales rasgos estructurales, mencionemos ya el desafío y la transgresión, que constituyen las dos únicas salidas del deseo perverso. La renegación, incluso la repudiación, recae esencialmente sobre la cuestión dé) deseo de la madre por el padre. En este sentido, es ante todo renegación dela diferencia de sexos. No obstante, como Freud muy justamente lo había señalado, esa repudiación no tiene fundamento sino porque el perverso, en cierta manera, reconoce este deseo de la madre por el padre. Si se puede renegar de una cosa es porque previamente se conoce algo de ella. A su manera, el perverso reconoce lo real de la diferencia de sexos, pero rechaza sus implicaciones; la principal de las cuales quiere que esta diferencia sea, precisamente, la causa significante del deseo. Así, el perverso se esfuerza por mantener.la apuesta de una posibilidad de goce capaz de eludir esta causa significante.

En esta provocación incesante que lo caracteriza, él se asegura de que la Ley está cabalmente ahí y de que él puede encontrarla. En este sentido, la transgresión aparece como el elemento correlativo e inevitable del desafio. No existe medio más eficaz para asegurarse de la existencia de la ley que esforzarse por transgredir las prohibiciones y reglas que remiten simbólicamente a ella. El perverso encuentra la sanción, vale decir, en el límite referido metonímicamente a la interdicción del incesto, precisamente en el desplazamiento de la transgresión de las prohibiciones. El perverso, cuanto más desafía, incluso cuanto más transgrede la Ley, tanto mas experimenta la necesidad de asegurarse de que realmente esta se origina en la diferencia de sexos y en relación con la prohibición del incesto. En torno de este punto, merecen señalarse ciertas confusiones diagnósticas, principalmente en lo que se refiere a la histeria y a la neurosis obsesiva.

En la neurosis obsesiva
El desafío está manifiestamente presente en ciertos comportamientos sintomáticos de los obsesivos. Mencionemos ya, en tal concepto, la compulsión favorable de los obsesivos a involucrarse en todas las formas de competencia o de ordenamiento de dominio. El conjunto de tales situaciones se sustenta. en la problemática de una adversidad (real o imaginaria) que es preciso desafiar. No obstante, aunque esta dimensión del desafío esté activamente presente en el obsesivo, se advierte que lo está más aún por cuanto toda posibilidad de transgresión es casi imposible. En esta movilización general en que el obsesivo desafía a la adversidad, no parece poder hacerlo sino en la perspectiva de un combate regular.

En efecto, el obsesivo es muy escrupuloso con las reglas del combate y la menor infracción lo llena de inquietud. Esto nos conduce a observar que el obsesivo hace esfuerzos desesperados (sin saberlo) por tratar de ser perverso, sin lograrlo jamás.

Cuanto más se presenta como defensor de la legalidad, tanto más lucha, sin saberlo, contra su deseo de transgresión: El obsesivo ignora, o no quiere saber, en lo que atañe al desafío, que él es el único protagonista involucrado. Necesita crearse una situación imaginaria de adversidad para comprometerse en el desafió. Tal adversidad le permite desconocer que casi siempre es él quien se lanza desafíos a sí mismo. De ahí que recoja el guante tanto más cuanto que, a tal efecto, puede realizar un gran despliegue de energía.

La transgresión puesta en acto por los obsesivos está hecha a la medida de su "fuga hacia adelante" en lo referido a la cuestión de su propio deseo. No es raro que, en este proceso de fuga hacia adelante, el deseo corra más rápido que el obsesivo, que no quiere saber nada de él. El sujeto es superado entonces por la puesta en acto de ese deseo que él sufre, las más de las veces, en un modo pasivo. En los momentos en que el sujeto, de algún modo, se ve arrebatado por su propio deseo, no es raro que la actualización de este deseo encuentre su expresión en un actuar transgresivo. En general, se trata de una transgresión insignificante, pero su aspecto espectacular puede evocar entonces la transgresión perversa, de tanto que el sujeto la dramatiza. A menudo, un elemento motor nutre esa dramatización: el acting-out, que es la dimensión misma en que el obsesivo se autoriza a ser actuado por su deseo, con todo el goce que de ello resulta.

El desafío en la histeria
En la vertiente estructural de la histeria también podemos poner de manifiesto esta dimensión del desafío. En la histeria, la transgresión está sustentada por una penetrante interrogación referida a la dímensión de la identificación, requerida a su vez por la apuesta de la lógica fálica y su corolario, relativo a la identidad sexual.

Si ciertas expresiones del deseo histérico adoptan de buena gana un perfil perverso, es, siempre en torno de la ambigüedad mantenida por el histérico en el terreno de su identidad sexual.

Repasemos sumariamente, en relación,con esta ambigüedad perversa, la frecuente puesta en acto de escenas homosexuales entre los histéricos. Del mismo modo, recordemos su 'goce perverso' de que "aparezca la verdad". Encontramos aquí: la posición clásica de los histéricos a la que se refiere Lacan mediante la contundente expresión tomada de Hegel: «La bella alma». De hecho, no existe histeria sin que, en tal o cual momento, no se produzca esa disposición consistente en hacer que aparezca idealmente la verdad, aunque fuera al precio de develar ante un tercero la apuesta: del deseo del otro. Especialmente en toda situación tercera donde el develamiento de una verdad sobre uno pueda, por el contrario; desmovilizar o cuestionar el deseo del otro.

Pero, en la histeria, la dimensión de la transgresión tampoco presenta lo que constituye su motor en las perversiones. Por añadidura, si existe indiscutiblemente, un desafío histérico, es siempre un desafío, de pacotilla, puesto que no está sostenido jamás por el cuestionamiento fundamental de aquella ley paterna que refiere la lógica fálica al significante de la castración.

En la histeria, el significante de la castración está simbolizado. El precio de la pérdida que hay que pagar, por esa simbolización se manifiesta esencialmente en el registro de la nostalgia fálica. Por lo demás, realmente es esa nostalgia lo que da a la histeria todo el peso de su invasión espectacular y desbordante. A lo sumo, se trata de una dramatización «poética» en un «estado de gracia» fantasmatizado. Ahora bien, lo sabemos, si un estado de gracia posee interés psíquico, es por ser exclusivamente imaginario. Desde el momento en que la cosa se corporiza en la realidad, la parada histérica retoma la delantera y el histérico, acorralado en los últimos baluartes de su mascarada, se escurre con una pirueta.

El histérico es particularmente afecto a la dimensión del semblante,por cuanto es allí donde puede entrar el desafío y sostenerlo. Cómo tal, el desafío está inscripto en una estrategia de reivindicación fálica. Para no citar más que un ejemplo característico, evoquemos el fantasma canónico de la histérica identificada con la prostituta. Es en medio de un desafio como tal o cual histérica recorre la acera o estaciona su auto en un punto estratégico, hasta el momento en que se le brinda ocasión de responder al consultante imprudente "No soy lo que usted cree".

Otro registro del desafío histérico femenino se ve fácilmente puesto a prueba en la contestación fálica que, frecuentemente, gobierna la relación con un compañero masculino. Se trata de todas aquellas situaciones en que la histérica desafía a su compañero masculino significándole: «Sin mí, no serías nada». O, dicho de otro modo: «te desafío a que me pruebes que realmente tienes lo que supuestamente debes tener»: A poco que el compañero se embarque imprudentemente en esta demostración, la histérica no dejará de cargar a más y mejor por el lado del desafío. 

En la vertiente de la histeria masculina, el desafío se encuadra igualmente en el régimen de la atribución fálica. Todo ocurre como si el sujeto sólo se invistiera en la dimensión del desafio a condición de ser instado a ello por el deseo del otro. En esta dialéctica particular del deseo, el hombre histérico se lanza a sí mismo un desafío insostenible. Este desafió resulta de una conversión inconsciente entre deseo y virilidad. Ser deseable implica necesariamente, en el histérico masculino, la aptitud para suministrar la prueba de su virilidad ante una mujer. En este sentido, el hombre histérico se entrampa a sí mismo en el desafio despiadado de no poder desear a una mujer sino a través del fantasma en el que ella sucumbirá a la demostración de su virilidad.

En un dispositivo semejante, el goce de la mujer pasa a ser el índice mismo de su capitulación ante la omnipotencia fálica. No es de extrañar que el hombre histérico se deje capturar por un desafío tan insostenible. Con la consecuencia de responder con las conductas sintomáticas que conocemos bien: la eyaculación precoz y la impotencia.

Fuente:  Joël Dor "Estructuras clínicas y psicoanálisis". Punto 5 (El punto de anclaje de las perversiones) y 6 (Diagnóstico diferencial entre las perversiones, la histeria y la neurosis obsesiva)

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