En los analistas, las ausencias de los pacientes generan, por un lado, la preocupación por sus pacientes; por el otro, la sensación superyoica de preguntarse qué hizo mal, en qué falló. Cuando un paciente "faltó", podemos pensar en una ausencia, aunque también agregar un "pero debería haber venido". Ese plus es en donde se cuela el superyó del analista.
También sucede que un paciente puede asistir a una primera entrevista y no armarse allí un lazo mediante el cual el paciente quiera volver. Puede ser que el analista haya puesto el acento en algo antes de tiempo sin que el paciente hubiera terminado de decir. Allí es conveniente supervisar, para ver qué no se escuchó o qué de la técnica falló. Pensemos que un paciente llamó en base a un trabajo previo sobre sí mismo: buscó el teléfono, abrió su intimidad, y cuando no ocurre la segunda entrevista, es una oportunidad perdida. ¿Qué pasó? No podemos pensar que el paciente atentó contra el encuadre -casi a la manera imaginaria-, donde se juega de yo a yo y donde a ninguno le puede faltar, registro de la frustración, y donde las cuestiones son leídas desde el amor o el odio.
Las faltas de un paciente siempre requieren de una lectura.
¿Pero qué pasa con las ausencias cuando la transferencia ya está establecida? Ya hay sujeto supuesto saber y de repente aparece la ausencia. A veces no se puede decir todo y luego de una sesión muy fuerte, muchas veces un paciente necesita continuar con otra cosa porque no tolera el análisis. Acá se puede armar una paradoja complicada, porque si un paciente viene a análisis es porque está alienado a esos significantes primordiales. El lugar del analista es trabajar para ahondar en esa función necesariamente fallida del padre, que no ha logrado separar suficientemente bien al niño de su madre y de sus discursos iniciales.
El analista, si no lee al análisis como una superficie de inscripción de la falta, puede quedar en el lugar de la madre, aún sin desearlo, si cada vez que el paciente falta está preocupado porque el paciente no vino ó qué le pasó. Lo lógico es que a la madre y al analista no le falta nada ni nadie, de manera que transferencialmente se puede dar esta paradoja. La obediencia ciega a la rigidez del encuadre puede provocar que el paciente se sienta incómodo porque el analista le pide muchas explicaciones (ej., si cambia el horario).
El analista debería poder transmitir que el paciente puede faltarle (porque el paciente falta a su análisis, no al analista) y que no pasa nada. Sino, estamos en una fijación imaginaria en el encuadre en el que nada puede cambiar. La vida no es así. Si el analista se ubica desde este lugar, está más ubicado desde el semblante y no del sujeto supuesto saber. El sujeto supuesto saber está en primer lugar si el sujeto tiene una transferencia con el analista, lo que determina que las intervenciones tengan efecto.
Cobrar las ausencias fue por mucho tiempo una regla instaurada en psicoanálisis. La adhesión rígida al encuadre puede tener efectos complicados y contradictorios respecto al trabajo que queremos hacer. Tenemos que pensar, sobre todo al querer cobrar una ausencia, ¿Hay que sancionar, en este caso singular, una ausencia? ¿Qué sentido tiene, según la historia del paciente? Si el cobro de honorarios se toma como una obligatoriedad, es como que al analista nada le puede faltar, en los términos imaginarios que antes veíamos.
Al hablar de las faltas, tenemos que leer si no se trata de algo en relación al goce del paciente, no del encuadre ni con el analista. A veces los pacientes faltan cuando se están acercando a algo que le es muy fuerte, como Freud lo estableció al hablar de las resistencias. ¿Por qué siente que tiene que ausentarse y que no hay espacio en el lugar transferencial para otros lugares más relacionados con la pulsión de vida?
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