Aquí señalábamos la complejidad que implica abordar al sujeto en psicoanálisis, en tanto su carácter innombrable acarrea consecuencias respecto del Otro, entendido como el tesoro de los significantes. Considerarlo como un conjunto conduce necesariamente a introducir allí el conjunto vacío, que coincide con el sujeto mismo: el sujeto es, en el Otro, el lugar vacío que marca la falta significante.
De este modo, se establece una correlación entre el sujeto dividido y el Otro barrado, relación que el grafo escribe al situar las instancias en juego. Esa formalización indica que no existe praxis analítica sin estructura, pues la estructura constituye la praxis misma. Allí se enlaza el estatuto del sujeto subvertido.
Dado que ningún significante puede decirlo, al sujeto se lo “sitúa”: se indica su lugar. Si inicialmente se lo pensaba a partir de su vínculo con la verdad, ahora se lo emplaza en relación con el saber. Esta operación tiene dos consecuencias: primero, lo establece como concepto; segundo, lo ubica, delineando sus coordenadas espacio-temporales. Sin embargo, debido a su dimensión inefable, el sujeto se manifiesta como indeterminado: en el espacio, solo puede habitar el intervalo; en el tiempo, se liga a un modo verbal que no fija con precisión ni el momento de la acción ni la certeza de que esta haya tenido lugar.
En definitiva, el sujeto, solidario de la falta y de lo que no hay, se constituye como efecto del pathos del lenguaje en el ser hablante. Por ello Lacan lo elabora a partir de las pasiones del ser: amor, odio e ignorancia. Es esta última la que reviste un carácter decisivo, en tanto señala un efecto estructural que excede cualquier accidente de la vida.
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