Existe una estrecha solidaridad entre el sujeto subvertido y el concepto de deseo. La primera distancia que se hace notar es aquella entre Freud y Hegel. Más allá de que sus campos de trabajo sean diferentes, lo que los separa es el papel de la sexualidad en el deseo: ausente en la dialéctica hegeliana, central en la concepción freudiana.
Posteriormente, la discrepancia ya no se establece entre Freud y Hegel, sino entre este último y Lacan. La distancia, apoyada en la función de lo sexual, plasma dos formas de concebir al Otro: como conciencia en el filósofo alemán o como inconsciente en Lacan; ilusoriamente completo en un caso, atravesado por la barra significante en el otro.
Por su íntima vinculación con la sexualidad, el deseo en psicoanálisis acarrea una irreductibilidad. De ahí que la ética del psicoanálisis sea, precisamente, una ética del deseo: no prescribe a priori, sino que se lee a posteriori en la acción misma. De aquí deriva la radical diferencia entre ética y moral.
Tomado en su función central, el deseo se inscribe en el advenimiento del sujeto a partir de dos dimensiones que confluyen:
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La operación de los elementos estructurales: los significantes primordiales que hacen posible, por vía de operaciones lógicas, que un sujeto advenga allí donde carece de ser.
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La incidencia de las contingencias históricas: ese resto que introduce lo inesperado, lo inarmónico, lo irreductible.
Si lo necesario funda las condiciones iniciales, la contingencia abre la posibilidad de un margen. Y es precisamente ese margen el que, en el recorrido analítico, permite una salida a la determinación por el deseo del Otro. No se trata de un exilio, sino de un desasimiento que Lacan califica como “logro”: la apertura de un espacio de libertad, no sin pérdida, para inventar otro menú posible.
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