Qué es la realidad para Freud
Comenzaremos recordando qué es la realidad para Freud; qué es, por lo tanto, la realidad para el psicoanálisis y en qué difiere de lo Real.
Freud siempre conservó una concepción empírica de la realidad, una realidad que estaba por fuera, que circundaba al sujeto y que, en última instancia, era tangible ¿Y es así como en el “Proyecto de una psicología para neurólogos” Freud comienza a someter la realidad al placer. Para él, en aquella época, la realidad no era más que el medio necesario, el medio de desvío necesario para llegar a la obtención de placer, o sea para llegar a la obtención del reposo, y se definía el placer como un retorno a la ausencia de tensión. Pero hay una realidad anterior a aquélla, una especie de realidad mítica que está dada por el hecho de que, en un determinado momento, el sujeto, el niño, se satisface con un objeto. Por lo tanto, para “cronologizar” la situación tendríamos: primera realidad, mítica de un objeto real que llegaría a producir satisfacción real; segunda ¡concepción de la realidad, cuando el sujeto intenta reencontrar esta primera experiencia de satisfacción con un objeto real y fracasa; recurre entonces a medios indirectos, intermedios, para obtener aquella satisfacción. Por lo tanto, la realidad primera es objeto primitivo, originario, mítico.
El segundo sentido de la palabra realidad es que es un medio, o sea que el sujeto se sirve de la realidad para obtener el placer. El tercer sentido de la palabra realidad es cuando Freud integra el concepto de la realidad al sistema percepción-conciencia del yo. Y procediendo así pensará todavía que la realidad está sometida al principio del placer, porque el yo, como representante de la realidad, serk a su vez investido por la libido. Ésas son, por lo tanto, las tres acepciones freudianas de la palabra realidad” con matices y cambios que más tarde retomaremos.
Quisiera ahora agregar que la inclinación por la realidad en Freud - y él mismo lo dice- es el desprecio por la vida. Él dice: “Debo confesarlo - y me incomoda hacerlo: aconsejo a los analistas despreciar la realidad; no se pregunten si un acontecimiento infantil, traumático, que el paciente cuente, es verdadero o falso”.
Al comienzo, Freud pensó que eran acontecimientos verdaderos; luego que eran falsos; después, que eran una mezcla de verdadero y falso. Finalmente -y esto es lo que me interesa- inventa. Del desprecio pasa a una invención: el concepto de realidad psíquica. No se trata ya de una realidad material, que él desprecia. A pesar de todo, fija allí una especie de impasse-, de hecho, para él, la realidad externa continúa existiendo. Y es como que distinguirá realidad psíquica y realidad material.
Les leeré una cita de Freud que es muy bella y muy clara. Se encuentra en uno de los textos que les aconsejo leer este año: “Formulaciones sobre los dos principios del funcionamiento mental”. No es éste un texto ordenado sino compuesto de varios parágrafos numerados. Es apasionante leerlo y he aquí lo que expresa en su última parte:
Nunca se dejen llevar a introducir el patrón de la realidad en las formaciones psíquicas reprimidas. Así se arriesgaría a subestimar el valor de las fantasías en la formación de los síntomas, al invocar, justamente, que no son realidades, o a hacer derivar de otro origen un sentimiento de culpabilidad neurótica; porque no se puede probar la existencia de un crimen realmente cometido. En otras palabras, no usen el patrón de la realidad para medir las fantasías psíquicas.
Freud queda allí capturado en la alternativa de que hay una realidad externa al sujeto, porque él dice que hay realidad psíquica pero que también hay realidad material. La segunda señal de esta impasse es que, a pesar de todo, cuando se pregunta de dónde extraen los neuróticos la realidad psíquica, da dos respuestas: una -ya no se habla de eso pero es una respuesta de Freud- que dice que las fantasías constituyen la realidad psíquica, en general las tres fantasías principales: la de la escena primordial, la de la seducción por un adulto y la de castración, o sea la visión del sexo femenino de la madre, y dirá que estas tres fantasías son extraídas de las fantasías filogenéticas óseas que no se sabe de dónde vienen, que provienen del inicio de la historia de la humanidad, que los seres humanos transmiten, y no se sabe cómo luego, prisioneros de esa impasse, en determinados momentos, al querer procurar una razón, hasta se llegará a pensar que ciertas afecciones psíquicas resultan de problemas orgánicos. Y, como ustedes saben, Freud, a veces, dice que en el futuro existirán hormonas que nos permitirán dar cuenta de afecciones que hoy no sabríamos considerar mejor.
Pero surge una pregunta: ¿de qué naturaleza está hecha esa realidad psíquica? ¿Con qué materia está tramada? Pues bien: está hecha de sexo. El material de la realidad psíquica es sexual; se trata del deseo. Del deseo, pero no sólo de él sino de la insatisfacción. La realidad psíquica es como un tejido tramado y envuelto por deseo insatisfecho. No sólo tramado y envuelto por el deseo -y esto es lo más difícil de pensar y aceptar— sino que es, también, una realidad que es capaz de producir efectos.
Es difícil aceptar que haya una fantasía de escena primaria, y esta afirmación ya plantea un problema en tanto Freud, como nosotros, va a sostener que no sólo existe una fantasía de escena primaria sino que ella es razón de un sufrimiento actual. Quiero decir que, para Freud, la realidad psíquica era también una realidad que provocaba efectos a pesar de no ser tangible, o sea no material. En lo que concierne al mismo Freud, habría muchas más cosas que decir, que dejo para la discusión, por ejemplo, la cuestión del principio del placer-principio de realidad o la concepción que él plantea al final de su obra, en tanto la realidad externa es la proyección del aparato psíquico, etcétera.
Dejando a Freud, vayamos a la cuestión de cómo se piensa hoy la realidad. Hay un libro publicado recientemente, Diez años de psicoanálisis en USA -que es una antología de los mejores artículos publicados en el Diario de la Sociedad Psicoanalítica Norteamericana-, en el cual hay un artículo de Roberto Varlenstein, ex presidente de esa sociedad, que se llama “El estudio psicoanalítico de la realidad”. Pensé que iba a encontrar allí lo que los norteamericanos decían sobre la realidad en 1980. Es profundamente decepcionante en tanto permite ironizar o criticarlos de alguna manera astuta. Para ese autor, la realidad es psicosocial, externa y constituida por el conjunto de fenómenos sociales actuales. Su preocupación es que el psicoanálisis esté de acuerdo con las modificaciones actuales de la sociedad, esto es, el feminismo, la importancia de la juventud, etcétera. Me hubiera gustado haber leído un texto más consistente.
Parecería que hay uno —que él mismo critica considerando que su autor va muy lejos en relación con el concepto de realidad como realidad interna-, de Lovald, titulado “El yo y la realidad”, de 1951, pero no lo pude encontrar. Después, variando el eje, decidí constatar qué dicen los físicos actuales sobre la realidad. Se realizó un coloquio sobre el tema “Las implicancias conceptuales de la física cuántica”, publicado en la Revista de Física. Extraje varias cuestiones, pero lo que me interesa hoy es, primero, que para ellos la realidad no es lo tangible.
Segundo que, para que haya realidad -y es allí donde está el talón de Aquiles, porque la realidad no es lo tangible ni tampoco lo operatorio, o sea los medios puestos en acción para transformarla- es preciso que exista, a pesar de todo, un acuerdo intersubjetivo. Textualmente: “Las dificultades conciernen al acuerdo intersubjetivo”. Uno de los participantes termina diciendo -y me complace haber encontrado esta cita porque ello me impulsa a decir que no hay un patrón de concepción de la realidad a la cual sería preciso adherirse, que dehiera seguirse y de ello surge que tenemos, al igual que los físicos, el mismo problema, o sea que necesitamos definir un concepto apropiado de realidad:
La física no parece estar, en absoluto, en vías de proveer una descripción de lo real, ni siquiera en el cuadro de un realismo remoto -en tanto para los físicos la realidad es siempre algo remoto- y queda suspendido hasta tanto no sea capaz de hacerlo. Tal vez fuese necesario concluir que lo real es no físico.
¡Son los físicos quienes dicen que sería preciso concluir que lo real es no físico! En cuanto a nosotros, con nuestra intuición llena de preconceptos, siempre pensamos que la realidad es lo físico más puro. Y los físicos vienen a decirnos que tal vez esa realidad no sea física. Agregaríamos, entonces, que quizá lo real sea no físico o, tal vez, que esté velado. En cualquiera de los dos casos es un alivio. Convoca a la voluntad de trabajar por cuenta propia, intentando tantear por nosotros mismos, sabiendo que hasta los físicos tienen dificultades en descubrir de qué se trata.
La realidad a partir de Jacques Lacan
¿Cuál es entonces nuestro modo de intentar ese trabajo y cómo avanzamos? Proponemos dos acepciones de realidad, a partir de la teoría de Jacques Lacan: una, que sería una “realidad efectiva”, en el sentido de efectuante, y otra, una “realidad superficie”, superficial. Esta distinción aparece en los años ’60. En aquel tiempo, Jean Laplanche presentó en las Jornadas Provinciales de la Sociedad Francesa de Psicoanálisis una ponencia sobre la realidad que provocó una discusión cuyo testimonio traté de procurarme, en el cual Pierre Koffman intervino para decir que se ha de conservar una distinción muy nítida entre una concepción de realidad efectiva y otra como realidad psíquica. El orden de efectividad sería, por lo tanto, la primera acepción del término realidad, o sea la realidad como el conjunto de los efectos producidos. En otras palabras, la realidad es lo que acontece, lo que acontece efectivamente. Mejor, la realidad es el lugar donde eso cambia, donde eso se transforma, se modifica.
Destaco aquí que es en relación con esa realidad que se planteará la diferencia con respecto a lo Real como aquello que no cambia. Pero efectividad no quiere decir materialidad. El psicoanálisis nos demuestra que los efectos más decisivos en la historia de un sujeto pueden ser producidos por causas no materiales ni tangibles ni aparentemente externas.
Para nosotros hay dos órdenes de determinaciones fundamentales de la realidad: lo simbólico y lo imaginario. Diría que, hasta nueva orden, ésos son los dos tipos de causas que producen efectos: palabras e imágenes.
Esto quiere decir que, finalmente, el psicoanálisis piensa que lo que produce un efecto o es un significante o es una imagen. Una imagen que, por más virtual y por más pasiva que sea, es capaz de transformar un cuerpo, es capaz de matar o de hacer nacer otro cuerpo. Quiero decir que la reproducción sexual y, por lo tanto, el nacimiento de un ser, comienza con una imagen. Se está en lo imaginario y se termina teniendo un hijo. Y todo esto está unido, siempre va junto.
Estas dos determinaciones, simbólico e imaginario, constituirán una especie de montaje que define la realidad. La realidad efectiva es, finalmente, como un montaje de la dimensión imaginaria y de la dimensión simbólica.
Pero luego decimos: para que haya realidad es necesario algo más que significantes e imágenes. Para que haya realidad es preciso que los significantes hayan hecho daño, hayan realmente realizado daños en el sujeto. Volveremos a la cuestión de la realidad como superficie.
No nos demoraremos en la dimensión imaginaria y en la dimensión simbólica. Simplemente marcaremos lo que parece ser la articulación clave para la determinación imaginaria y la articulación clave para la determinación simbólica.
El esquema R.: el ternario imaginario
Esta realidad como un montaje de lo simbólico y lo imaginario fue presentada por Jacques Lacan bajo la forma del esquema R que encontramos en los Escritos.
El esquema R -la R no se refiere a Real pero sí a realidad- está destinado, en mi opinión, a comprender no lo que es la realidad en la neurosis sino lo que es la realidad en la psicosis. En otros términos, se trata de establecer el esquema R para luego observar cómo varía en el caso de la psicosis. Lo que haremos hoy es sólo el esquema R en su estado neurótico o normal.
Debemos decir que, para Lacan, este esquema R representa las condiciones del perceptum. Éste era su lenguaje en aquella época. Diríamos que el esquema R es el conjunto de las condiciones del objeto a. Y esto constituye la relación clave en la dimensión imaginaria.
Deseo hacer dos observaciones: primero, que para lo que decimos con respecto a la dimensión imaginaria en Lacan hay dos referencias en Freud, ambas concernientes al yo. Una que piensa al yo definido por Freud como cuerpo propio. Al respecto recordamos que el cuerpo propio es una expresión del vocabulario relativo a las psicosis. Tausk, en su artículo sobre la máquina de influir, dice que aquello que es proyectado por el sujeto psicòtico es el cuerpo propio. Lacan, por lo tanto, se apoya en la referencia al yo como cuerpo propio y, además, en la referencia al yo como lugar de las identificaciones, dejando de lado la tercera referencia de Freud, la tercera concepción freudiana del yo, como sistema percepción-conciencia. Lacan deja de lado esa tercera referencia y se apoya en la primera para establecer la dimensión imaginaria.
En relación con lo imaginario sólo destacaremos que el personaje principal del enredo en la escena imaginaria no es la imagen ni tampoco el yo. En la dimensión imaginaria el personaje principal es la libido. Toda vez que se escucha hablar de lo imaginario se debe pensar en la libido y no en la imagen. La imagen debe concebirse tan sólo como un medio para que la libido circule. Y lo decimos para destacar mejor que en lo imaginario no se trata de espejo. Considero que la incorporación del espejo en la teoría de Lacan fue más perjudicial que útil, pues a partir de allí se creyó que toda la cuestión sucedía en el espejo. En lo imaginario, las imágenes se reflejan y se refractan en el cuerpo, o sea lo más opaco que tenemos frente a nosotros. Ni espejo ni ojos son necesarios: un ciego vive absolutamente la dimensión imaginaria sin necesidad de ellos. Basta sentirse visto y él lo siente. Esto lo sabemos cuando nos aproximamos a él para ayudarlo a cruzar la calle; lo extraordinario es que siente perfectamente nuestra presencia, no sólo el ruido sino también que estamos ahí, y eso no le agrada. Lo imaginario se juega, fundamentalmente, en la dimensión de las imágenes que no son las vistas o las reflejadas. Y la relación entre uno y otra, entre el yo y la imagen, se sustenta en la libido.
Lacan establece la relación entre esos tres términos -el yo, la imagen y la libido- a partir del estado, del espejo, y en verdad que es en ese texto donde mejor se ve cómo surge la libido: como el producto de la discordancia radical que hay entre el cuerpo fragmentado del niño y la imagen unificadora. Es por la distancia que existe entre un cuerpo disperso y una imagen global que aparece la libido. El mejor ejemplo para entender este problema es la cuestión de la energía. En ese texto Lacan define la libido como energía. Tomaremos un ejemplo muy simple de la física: para que haya energía potencial es necesario que se pueda transformar en electricidad una distancia, una diferencia, una discordancia entre dos planos: el plano donde está el agua y el plano donde está el suelo. El agua caerá de modo regulado y así se produce en la física básica lo que se llama “energía potencial”.
Se trata aquí de la misma cuestión: la diferencia se produce entre dos planos: el yo como cuerpo fragmentado y la imagen como elemento unificador. La caída de la libido surge como energía en tanto se establezca esa discordancia, esa distancia, esa separación.
En el caso del estadio del espejo, la libido toma la forma que todos conocemos: el júbilo del niño ante el espejo. En cuanto existe esta separación entre la imagen y el cuerpo propio, la libido tiene un impulso constante como aquella energía potencial de la física. Volveremos a este tema a raíz de un teorema de la física -el teorema de Stocks— al cual se refiere Lacan para explicar cómo funciona el carácter constante de la pulsión. Esto nos interesa para tratar las formaciones de objeto a, en particular la formación psicosomática, pues allí nos encontraremos con la cuestión del impulso no constante de la libido.
Tenemos, entonces, un ternario imaginario, la primera determinación imaginaria que se juega entre tres términos: el yo, la imagen y la libido. Pero esa libido es también un órgano, al que llamaremos “órgano fálico”, que no es el pene sino la libido como órgano fálico. Esto lo encontramos en el cuadro siguiente, donde ‘m’ es el yo (moi), ‘i’ la imagen unificadora y 𝛗 la libido.
Es necesario precisar que cuando se habla de libido fálica, se trata del estadio del espejo: o, en otros términos, el decir que el júbilo del niño es sexual, no deja de ser una interpretación retroactiva de ese fenómeno. Se trata de la incidencia retroactiva del falo.
Debemos recordar que la cuestión del significante fálico se ha de entender como teniendo una incidencia retroactiva sobre todas las manifestaciones libidinales del sujeto, a partir de los primeros momentos de su vida.
Así, ese júbilo, para el psicoanálisis, no es otra cosa que una manifestación libidinal fálica. De allí que designemos a la libido con la letra 𝛗 minúscula. Tenemos, por lo tanto, tres términos: ‘m’, el yo, cuerpo fragmentado del niño; ‘i’ como imagen unificadora del estadio del espejo, y cp como la libido surgida de la discordancia entre el yo y la imagen.
El esquema R: el ternario simbólico
Con respecto al ternario simbólico, no basta afirmar que la realidad está constituida por significantes organizados en redes y que el pensamiento es una armadura significante. Podemos decirlo y pensarlo, pero esta red significante que define la realidad —estamos todavía en el nivel de la realidad efectiva- comporta también tres personajes entre los cuales uno es el principal. Entre los tres personajes del ternario simbólico, la madre se define ella misma por tres posiciones: como el primer Otro, o sea como el primer elemento que permite al niño, por su sola presencia o ausencia, integrar qué es lo simbólico. Basta con que una madre esté o no esté para que, desde ya, ella sea el primer objeto primordial simbólico.
En segunda instancia, la madre es también el primer pequeño otro, o sea el primer semejante. Es por ello que, en el esquema la letra ‘a’ está debajo de la letra ‘M’. Pero, por sobre todo, se tratará de una madre deseante. Para el psicoanálisis, para nosotros, la madre es, en primer lugar, una madre que desea, es decir que no mira hacia el niño. Una madre que desea es la que tiene al niño en sus brazos y mira para otro lado. ¿Mira qué, a qué lugar? No forzosamente a su compañero sino hacia el significante de su deseo. Y que mire hacia otro lugar significa que su deseo está marcado por el falo. Mirar hacia otro lugar no significa que mire algo precisamente sino que lo que importa es que su mirar, su deseo, se dirigen hacia otro lugar, y que este deseo es significado por el falo. Entonces, con respecto a la madre hay tres posiciones, y es por ello que colocamos una recta desde M hacia la letra P a lo cual podemos agregar Φ.
La madre, entonces, es el primer objeto simbólico, el primer objeto como semejante y primer otro deseante, lo cual significa que es un Otro que mira hacia el significante fálico. A partir de la madre como Otro, el trazo va a ser marcado. Hay dos modos de concebirlo: uno es que la madre en tanto Otro lleva, dentro de sí, el trazo que permitirá al sujeto identificarse de forma simbólica, y no imaginaria, o sea que se trata de una identificación con el ideal del yo. El Otro, diríamos, está marcado por un trazo con el cual me identifico. El segundo modo de decirlo es que el ideal del yo es el trazo que se mantiene regular a pesar de la repetición incesante de lo diferente en la vida de un sujeto.
Siempre recurrimos al ejemplo dado por Freud, quien dice que, finalmente, en todos los objetos de amor, idos o perdidos en la vida de un ser, se encuentra algo en común que se desplaza, y que es siempre lo mismo; hay un trazo común y propio en todos los objetos. Es ese trazo con el que el sujeto termina por identificarse, y también existe algo que procede del yo (moi) que viene, a su vez, a regular sus identificaciones imaginarias.
Por lo tanto, tenemos el ternario simbólico constituido por M en sus tres posiciones referidas, con el trazo de referencia de una identificación simbólica para el sujeto que es I, y tendremos también P, significante del Nombre del Padre, tercer personaje, el más importante. Con respecto a este elemento observaremos que su función es mantener vivo el deseo de la madre o, si quieren, separar a la madre del hijo o dar la posibilidad de que el deseo de la madre sea significado, en tanto es él que lo va a nombrar. Por lo tanto, el Nombre del Padre, ese significante, está fuera de lo simbólico pero asegura su consistencia. Está fuera del conjunto de la red significante y a la vez la torna consistente. Es el significante excluido que torna consistente al conjunto. Lo llamaríamos la exsistencia: un significante ex-siste para hacer que los otros consistan. Destacamos que este significante es tan externo como la libido. Decíamos que la libido es el personaje principal del ternario imaginario. Ahora agregamos que el Nombre del Padre es el personaje principal del ternario simbólico. Estos dos protagonistas son los que sustentan, dan consistencia, a los dos ternarios y, al mismo tiempo, son dos elementos excluidos. En el esquema R pueden ser unidos por detrás.
¿Por qué subrayamos lo anterior? Explicamos antes que la libido no sólo es fundamental en el ternario imaginario sino que también está excluida de él en tanto no aparece en el espejo. Sustenta la relación del yo con la imagen, pero no aparece en la imagen. La libido no tiene imagen, no es especularizable. Y éste es el punto al cual quería arribar: la realidad es el montaje de dos dimensiones, de dos determinaciones: la imaginaria y la simbólica. Esa franja de la realidad, en el esquema, es un montaje de imágenes y significantes al cual podríamos dar una circularidad particular, un movimiento que partiría de la imagen, i, que podríamos suponer como la primera en el espacio del espejo en tanto imagen completa, hasta llegar a la constatación por parte del sujeto de la madre como deseante. Luego, otro movimiento: el ideal del yo viniendo a regular las identificaciones imaginarias del yo (moi). En otras palabras, podemos identificarnos con el otro semejante sin que haya un referente externo, un Otro simbólico que regule esas identificaciones.
Tenemos, por lo tanto, el cuerpo del niño, el yo, cuerpo fragmentado dirigido a la imagen unificadora, imágenes que se sucederán hasta llegar al Otro como Otro deseante, aquel con el trazo que le permite establecer identificaciones simbólicas sobre el término del ideal del yo, y finalmente ese ideal del yo que regula las relaciones del yo con la imagen. En otras palabras, la franja de la realidad es la sucesión de identificaciones imaginarias que van constantemente del yo a la imagen. El yo ve la imagen, la imagen transforma al yo, ese yo transformado da otra imagen y así sucesivamente hasta llegar a comprobar que la madre es un Otro que desea.
Ahora que establecimos la naturaleza de esa franja de la realidad, agregaríamos que ella no es consistente sino en la medida en que hay una exclusión de la libido y del Nombre del Padre. Y allí se encuentra lo que llamábamos “realidad superficie”.
Este es el punto a donde necesitábamos llegar: la realidad está hecha de significantes que se repiten, de identificaciones simbólicas y de significantes que determinan el lugar que tenemos. Pensemos en el ejemplo del ministro de “La carta robada”: basta que él posea la carta en determinado momento para que ocupe el lugar que ella determina. Concretamente, cuando el ministro tiene la carta en sus manos procede como una mujer, toma una posición femenina. Es un ejemplo simple para mostrar que un significante determina nuestro lugar.
La realidad: insatisfacción y ombligo
Pero la realidad es algo más que eso; también es imágenes reflejadas en el Otro que hasta pueden degradarnos —por ejemplo, la degradación del amor como lo muestra Freud, en la degradación de la vida amorosa, de la vida imaginaria-. Todo ello no basta para definir la realidad para el psicoanálisis. Es preciso que el complejo de imágenes y significantes se trame alrededor de un punto decisivo: el de la insatisfacción que el sujeto reencuentra cada vez que repite. Cada vez que repite, hay insatisfacción y ésta es necesaria para que haya realidad. Diríamos que la propia insatisfacción es un fragmento de la realidad.
Nos detenemos en este punto para poder visualizar el recorrido que hemos hecho: comenzamos pensando la realidad como el objeto que procura satisfacción; continuamos diciendo que la realidad está constituida por los medios para obtener esa satisfacción y ahora terminamos por afirmar que la realidad es la insatisfacción misma. Es por eso que decía en el inicio que la realidad es una cuestión de borde, de límite, de punto terminal.
Es preciso que el sistema, el montaje de la realidad, encuentre un límite bajo la forma del objeto que se le escapa. La realidad se mantiene no sólo por la presencia del Nombre del Padre, no sólo porque la libido esté excluida, también se sostiene porque hay una pérdida. Es preciso perder para que haya realidad. No hay realidad si no existe pérdida, si no hay residuo, si no hay resto. Toda realidad comporta una cicatriz, y diríamos que no se puede hablar de ella si no se hace referencia a la cicatriz de una pérdida. Es por eso que decía que, en el principio, en el límite de la realidad, ésta tiene forma de nudo, no como agujero sino de algo que sería la combinación de ambos, y a esta mezcla de nudo y agujero, en anatomía se le da un nombre: ombligo. Para hablar de realidad se necesitan ombligos; no hay realidad sin ellos. Y es por eso que anticipo esta fórmula: la realidad se define por el ombligo de lo Real, agregando un término no mencionado hasta ahora. Ese ombligo viene, en determinados casos, a clausurar y poner límites a la realidad; es, en cierto modo, local y casi referencial.
Pensemos ahora en los casos de los fenómenos psicosomáticos; por ejemplo, cuando el ombligo se apodera de toda la realidad. Es como si la clausura de la realidad y la pérdida no se refiriesen a algo local, relativo a un orificio propio y natural del cuerpo, sino que toda la realidad fuese umbilical, como si un ombligo la englobara.
Freud, en el capítulo VII de La interpretación de los sueños, habla de algo similar, de la misma imagen: la de un tipo de hongo que llega a englobar la base que lo sustenta. El ombligo al que nos referimos es del mismo tipo, y configura una “realidad superficie”, realidad umbilical, o sea marcada por la pérdida de un objeto.
* * *
Su pregunta toca, exactamente, una de las cuestiones que intento tratar: ¿cuál es la diferencia entre un síntoma y lo que llamo “ombligo de lo Real”? Esta expresión es una paráfrasis de la de Freud -ombligo del sueño-. El síntoma resulta, necesaria y lógicamente, del hecho de que un elemento significante remite a otro. Un síntoma es siempre, desde ese punto de vista, la producción de un nuevo significante. Siempre, a pesar del hecho de repetirse, es una metáfora, algo nuevo. En el caso del objeto es necesario pensarlo como perdido. Pero también como la punta de insatisfacción de la cual hablé hace un momento.
* * *
¿Se tratará de que la insatisfacción aparece cuando los significantes se remiten unos a otros? Siempre lo pensé así, ya que la fórmula lacaniana clásica dice que el objeto cae cuando hay una relación de significantes; por lo tanto, no hay relación entre significantes si no existe pérdida o caída del objeto. Sin embargo, quizás ahora haría un planteo diferente: en ciertas afecciones no se debería pensar en caída de objeto en tanto los significantes se articulan, o sea que el objeto, en ciertas afecciones aparece sólo en el momento en el que el significante excluido, el significante del Nombre del Padre, no se produce.
Por lo tanto, encuentro que existe una sutura diferente. En otras palabras, el ser hablante tiene dos medios para defenderse de lo Real: uno es el significante y otro el objeto; uno es el síntoma y otro la fantasía. La cuestión es que el síntoma no separa, no corta de la misma forma que el objeto. La pérdida del objeto implica una separación. El síntoma implica un corte. El síntoma es el corte.
La pérdida del objeto es la separación que resulta de ese corte. Esto nos lleva a decir que en el síntoma hay siempre algo relativo a la pérdida de objeto. No se puede hacer una distinción nítida. Hasta para Freud, detrás del síntoma siempre había una fantasía. Sin embargo, deberíamos hacer una distinción de tipo lógico.
Respondiendo a otra pregunta, hay tres variantes de la relación significante-objeto. Dos parten de la premisa de que el sistema de sucesión significante es consistente, o sea que el Nombre del Padre está ahí o, en otras palabras, que el sistema de los significantes es consistente en tanto hay un significante fuera. En este caso pueden tener dos variantes en relación con el objeto: o el objeto cae cuando el significante es remitido a otro, o el propio objeto es la caída del significante. La tercera variante partiría del hecho de que no hay consistencia del sistema significante, y es aquí donde colocamos las formaciones del objeto a. El objeto no sólo cae sino que domina en correlación con el hecho de que el sistema significante no es ya consistente, o sea que no se remiten unos a los otros, no hay más significación ni equívoco, en tanto que, por naturaleza, el significante es siempre equívoco.
En el tercer caso, cuando falta el Nombre del Padre, o sea en el caso de la forclusión, los significantes no se remiten ya unos a otros, no existe más equívoco significante: hay un objeto y luego una llamada significante que no obtiene respuesta del mismo tipo significante sino una respuesta objeto.
Para retomar el caso de la alucinación -que ya hemos tratado en otro tiempo- diremos que ésta es la respuesta objeto a una llamada significante. Es porque el Nombre del Padre -que daba consistencia al conjunto significante- está excluido, forcluido. Por ejemplo, en la transferencia de Schreber con Fleschig, aquél no respondía por medio de sueños, síntomas, en fin, significantes, sino por medio de delirios y alucinaciones. En el lugar del significante está el delirio y ya no hay remisión de un significante a otro sino de un significante a un delirio o a una úlcera o a una psoriasis.
Por ejemplo, para que aparezca una psoriasis es necesaria una apelación significante que haga responder al sujeto a través de una afección dérmica. Esa apelación significante no es necesariamente una apelación de un otro, de un tercero. Puede ser un sueño. En el caso de Schreber, él piensa, al despertar, qué hermoso sería ser una mujer durante el coito. Una apelación puede, perfectamente, ser tanto una palabra que se le ocurre al sujeto, como un sueño o un acto fallido.
La cuestión no está sólo en la apelación que es siempre significante, sino en la respuesta que puede ya no remitir a nada sino quedar congelada, helada. Esta palabra, “helada”, pertenece al vocabulario de Winnicott. El deseo está helado, congelado, cristalizado, y es allí donde la respuesta es otra, no significante. Lo que llamo “formaciones de objeto a” son producciones psíquicas donde no hay referencia significante.
* * *
[...] Lo que se dice me hace pensar en la cuestión del horizonte. En el caso de la realidad entendida como la realidad neurótica, hay siempre un horizonte con un punto de fuga: una figura del Nombre del Padre. En el caso de las formaciones de objeto a siempre hay un horizonte pero no hay punto de fuga, no hay más destino tomado en ese sentido.
Al hablar de horizonte se impone una aclaración: para Lacan el esquema R es un plano proyectivo, o sea que no es un simple cuadrado sino la representación dibujada de un plano proyectivo topològico, esto es un plano tal que a cada punto del borde corresponde un punto antípoda. Esos puntos antípodas son los puntos infinitos que se agregan a una recta. ¿Por qué esta observación topològica? Para decir que la realidad tal como es definida por el esquema R puede verse de un modo diferente del de un montaje de lo simbólico y lo imaginario. Puede ser vista como una realidad que no tiene dentro ni fuera.
Para concluir, diría que la realidad, tal como la hemos trabajado hoy, comporta tres características: es local, limitada por un ombligo y no tiene dentro ni fuera. Su carácter local no impide que pueda tornarse global e invadir toda la realidad del sujeto. Es por ello que hablé de la imagen ombligo-hongo. Para retomar el ejemplo dado de la psoriasis, ésta se torna toda la realidad del sujeto que está, allí, en la psoriasis, vinculado a ese fenómeno que aparece en su piel.
Fuente: David Nasio, “Los gritos del cuerpo”
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