Si bien se ha convertido en el valor supremo de la realización del individuo y de la comunidad, nunca ha estado tan precario, desacreditado. La dignidad está en otra parte.
¿Por qué el "trabajar" se ha convertido en lo que todo individuo en edad de ser actor social está llamado a aspirar? ¿Debe atribuirse al mandato de un superyó colectivo necesitado de un tótem al que sacrificar la libertad de todos? ¿Cómo llegamos aquí ?
La paradoja es esta: si bien el trabajo se ha convertido, mucho más que el dinero que debe seguir siendo invisible, en el valor supremo de la realización del individuo y de la comunidad, nunca ha sido tan precario, fantasmal, desacreditado. Sin embargo, la falta de trabajo nos aterra. “Trabajar” se convierte en un undécimo mandamiento un poco loco, como los que caracterizan al superyó. Esta autoridad, que Freud pensaba que reemplazaba la facultad de juzgar por la creencia, da órdenes delirantes que presenta a la conciencia como imperativos tan racionales como necesarios. Lo demuestra el neurótico obsesivo presa del "tocs" (lavarse las manos cien veces). El superyó tiene un futuro brillante por delante, nuestro tiempo le sienta muy bien.
Iré más lejos. "El trabajo libera" son palabras de siniestra memoria. ¿Pero no llevamos la herencia? En nuestras sociedades democráticas llamadas “liberales”, el trabajo es lo que sustenta todo un sistema económico-político de endeudamiento. ¿Qué libertad deja esta sociedad a los individuos que "preferirían no hacerlo"? El mandato destilado desde el jardín de infantes hasta la vejez que hace que el trabajo por el cual uno se vuelve libre, ¿nos deja todavía la opción de adherirnos a él o no? Se siente, y lo testifico como psicoanalista, una deserción afectiva que socava al ser al punto de llevarlo, a veces, a preferir salirse del juego.
Giorgio Agamben en su último libro, The Use of Bodies, Homo Sacer IV (Seuil 2015) reflexiona sobre el origen de la palabra trabajo, que sabemos que proviene de tripalium (en latín, "tortura"), pero de la que sabemos menos sobre genealogía . Nos recuerda que los griegos ignoraron el valor del trabajo: la sociedad estaba dividida entre hombres libres y esclavos. Al leerlo, uno puede preguntarse si el mejor equivalente del esclavo no es el "activo" de hoy. En la democracia ateniense se admiraba a los que podían disfrutar de su libertad, delegando el trabajo a los que habían sido reducidos al “uso del cuerpo”.
Hoy, es el que no trabaja sobre quien recae la sospecha. Es el indicador negativo de una esclavitud necesaria. Privado de todo reconocimiento, es sobre él sobre quien recae la vergüenza, el desprestigio social ya menudo familiar, mientras que el empleado, el empresario, se beneficia de una contraprestación acorde con su remuneración. Como resultado, nuestro sistema económico ha perfeccionado esta aberración: no hay trabajo posible sin desempleo. Porque, para mantener el trabajo a bajo costo, se debe mantener el desempleo. La necesidad es hacernos creer que el valor supremo es, por lo tanto, "trabajar", mientras que, en última instancia, este valor señuelo, como lo previó Marx, es solo una versión del fetichismo, es decir, lo que mantiene a toda costa el circulación de objetos de deseo con fines de consumo, circulación,
Solo la financiarización de nuestro mundo ha capturado valor. Este estado de cosas hace que las personas queden excluidas. En particular, dos generaciones que se encuentran fuera de alcance: los mayores y los jóvenes. Excluidos de esta economía de la deuda social, no son más que “personas ociosas” inútiles desconectadas de la vida política. Sus opiniones, sus enfados ya no cuentan, salvo como consumidores. Es imperativo, por tanto, que la sociedad los recupere y los “profesionalice”, y así, sea de derecha o de izquierda, sólo puede hacer retroceder la edad de jubilación y adelantar la de los jóvenes. Y, cuando por fin le abramos las puertas del paraíso (el CDI) al joven licenciado, rápidamente le recordaremos que es intercambiable, y, si no es lo suficientemente eficiente, sabremos decírselo por un ad hoc” evaluación". ¿Es el trabajo asalariado frenético una de las caras de la servidumbre voluntaria, en sí misma un sucedáneo de la esclavitud? Una sociedad que confina a las personas a este valor incuestionable del trabajo las priva de pensar que también hay justicia en otras relaciones con el mundo. Otium cum dignitate: la dignidad de la ociosidad, como decían los latinos. Para que el trabajo vuelva a ser un "bien", tendría que liberarse del superyó, escapar de todo mandato, convertirse en proyecto, en encuentro... La alteridad a la que debería abrirse para nosotros sería entonces precisamente la que podría poner fetichismo en falta. Y permítenos seguir cuestionando las condiciones de realización, también espirituales, de nuestra posible humanidad... de la que todavía estamos lejos.
Fuente: Dufourmantelle, Anne (1915) "Travail : le onzième commandement" - Revista Libération (link).
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