miércoles, 28 de febrero de 2018

Envidia y deseo.

Todo el mundo sabe lo que es la envidia, quien más, quien menos ha tenido ese sentimiento inconfesable y ha sufrido sus efectos cuando ha sido objeto de ella. A grandes rasgos todos parecen estar de acuerdo pero ¿pasa lo mismo cuando se empieza a hilar fino? ¿No es sospechoso que se tenga que recurrir al oxímoron cuando se habla de “envidia sana”?

La envidia se define como el sentimiento de amargura que causa la percepción de que otro tiene lo que uno quiere . Consideremos la última parte de la frase “lo que uno quiere” ya que no se trata de cualquier cosa sino de la que el sujeto desea. En otras palabras la envidia requiere del deseo para existir.

Se podrá argumentar que el envidioso no siempre desea al objeto que busca destruir, a veces basta que otro posea algo para sacarlo de sus casillas. Pero en este caso, lo que se desea es la potencia del otro representada por la inteligencia, la belleza, el dinero, etc. y ahí se dirige la envidia; el daño, fantaseado o real, al objeto es una forma de herir al envidiado. En el terreno de los celos, que son más fácilmente aceptados que la envidia por el que los padece, se puede ver con claridad este fenómeno. “Él no me interesa en absoluto” dirá una mujer refiriéndose a su ex esposo “Hace mucho que dejé de quererlo pero no puedo verlo en brazos de otra”. Volviendo a la envidia, el envidioso siempre desea algo que el otro tiene ya sea el objeto o  la capacidad de poseerlo.


No hay envidia sin deseo, pero podemos ir más allá e invertir la cuestión ¿Podrá haber deseo sin envidia? 


La experiencia parece ser categórica: sí, existen deseos muy puros que no son contaminados por la envidia. Al revés de la envidia que necesita del deseo, a éste no le hace falta la envidia. Dejemos, con todo, esta afirmación entre paréntesis ya que la cosa puede no ser tan simple como parece. 

El deseo es doloroso pero normalmente, el dolor de no haber conseguido aún lo anhelado no se siente casi, es tan intensa la exaltación del deseo que pasa desapercibido. En el envidioso, en cambio, las magnitudes se invierten. El dolor de no tener es tan penetrante que ensombrece la alegría que supone imaginar la futura posesión.


Frente a ese dolor, provocado por la importancia del objeto, se alza la defensa más radical: la degradación. El objeto deberá ser rebajado a la magnitud en la que el dolor sea soportable. 

Freud define al deseo diciendo que “…se llega al conocimiento de la experiencia de satisfacción que suprime la excitación interior. La aparición de cierta percepción (el alimento en este caso), cuya imagen mnémica queda asociada, a partir de este momento, con la huella mnémica de la excitación emanada de la necesidad, constituye un componente esencial de esta experiencia. En cuanto la necesidad resurja, surgirá también, merced a la relación establecida, un impulso psíquico que cargará de nuevo la imagen mnémica de dicha percepción y provocará nuevamente esta última.” 

Parafraseando a Freud podemos decir que cada vez que aparezca el objeto del deseo, surgirá un impulso tendiente a reducirlo. A ese impulso podemos llamar envidia.


Imaginemos al infante en la situación que describe Freud. Teniendo en cuenta su enorme fragilidad y su falta de experiencia de hacer desaparecer esa necesidad, es lícito pensar que esa primera punzada del hambre es sentida literalmente como está inscripta en sus genes: hambre es igual a muerte. Consecuentemente el objeto que pone fin a la necesidad interior tiene que ser visto con una luz enceguecedora. A la manera de Zeus que no podía mostrarse a los mortales en su forma original para evitar calcinarlos, el objeto no puede ser tomado tal cual es, debe ser atenuado.

De esta manera debemos considerar en principio a la envidia como un elemento necesario para evitar que el sujeto sucumba a la intensidad del objeto.


El deseo consiste en reproducir una percepción anterior, la del objeto que produjo la experiencia de satisfacción. Leyendo esto con atención se nota que lo único que puede hacer el deseo es convocar a una percepción anterior o sea a un recuerdo, nunca recrear al objeto originario. De la comparación, entre lo actual y sus pasadas grandezas, surgirá la insatisfacción permanente del deseo que lo impulsa a buscar siempre otros objetos.


Si no es sencillo imaginar la esencia retrógrada del deseo, menos aún lo será trasladar este mecanismo a la envidia. Sin embargo, si se considera un hecho de observación común el panorama se aclara un poco. El caso es que nadie simplemente se “pone envidioso”, siempre hay antecedentes. Las personas que “son envidiosas” “se ponen” así con más frecuencia e intensidad. No hace falta más que llevar estos antecedentes al punto de partida para pensar que la envidia se ha iniciado con la experiencia de satisfacción.


Sólo resta eslabonar las ideas: la envidia es la compañera, la más de las veces, silenciosa del deseo. Su presencia es indispensable para modular su ímpetu y, solamente en los casos de una inusal intensidad, se deja ver en su accionar de corrosividad y destrucción.

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