Por Enrique Millán
Intraducible.
“More lovely and more temperate” significa lo que jamás
podríamos haber dicho ni decir de nuestro amor.
Susana Cella.1
Efectivamente, se puede traducir, lo han hecho –entre otros Mujica Lainez– se podría decir: “más amable, o amoroso y más temperado”. Pero ninguna de estas traducciones, cercanas a las palabras de Shakespeare, traducen esa frase. El intento de Cella se aproxima más, en mi opinión, a una buena traducción. Lo que en inglés se dice more lovely and more températe, en castellano se dice “lo que jamás podríamos haber dicho ni decir de nuestro amor”. Ni lovely ni temperado, my dear.
El amor tiene formas. La que nos cuenta Cella es mucho más cercana a Lope, a Miguel Hernández o a Homero Manzi que a ese verso de Shakespeare. Un amor que hace que desmaye, que me atreva, que esté furioso, áspero, tierno, liberal, esquivo, alentado, mortal, difunto, vivo, leal, traidor, cobarde y animoso. Que no encuentre fuera del bien centro y reposo. Que me haga creer que un cielo en un infierno cabe y que beba veneno por licor suave. En fin, que fuera de su vientre todo sea confuso, baldío y turbio y que sienta que cuando no está (ella o él) la flor no perfuma.
Un amor que cuestiona la imagen corporal, las identificaciones, que supone confusión de síntomas y de fantasmas. Alguien se mete en nuestras vidas sin permiso, sin intención de hacerlo y nos pone en situación de tener que hacer algo con eso.
Ocurre que además incluye la muerte. Porque podría morir y porque no hay garantías y porque también avisa que si se fuera no quedaría nada que no doliera.
Debemos decir que esto realmente perturba. Entonces, la cultura, cada cultura, ofrece formas que intentan atemperar, encuadrar, y fundamentalmente controlar el fenómeno, en función de la estabilidad del sistema; no olvidemos que el Código Civil legisla sobre algo tan íntimo como la sexualidad en el capítulo sobre el matrimonio: que debe ser consumado, y si no se consuma se puede pedir su anulación; así se garantiza también la procreación.
En nuestra cultura estas formas se llaman noviazgo, matrimonio, pareja, amantazgo, etc. Pareciera que habría que ubicar el fenómeno en alguno de estos odres para tranquilidad y calma del vecindario y especialmente de los participantes en el hecho que, de esta manera, saben qué “son” el uno para el otro. Está incluido el ser, entonces. Todos escuchamos, en nuestros consultorios, cómo se angustian algunos sujetos si no saben qué “son” del otro en cuestión o si este no se los dice. Queda claro, entonces, que estas formas son fenómenos que tienen una legalidad propia independiente del amor. Aunque, a veces se las confunda.
Otra cuestión en juego es el ideal de la continuidad. Si una relación es duradera es mejor. Cuando a los ochenta y dos años Norman Mailer se casaba por quinta vez le preguntaron qué pensaba de sus fracasos amorosos. Contestó que cuando tenía veinte años había pasado cinco en París y que cuando volvió nadie le había preguntado por qué había fracasado su relación con París.
Es cierto que, como el encuentro amoroso es contingente y también su duración, con la angustia que esto supone, el discurso del amor habla necesariamente de eternidades, al estilo de Quevedo. Como nos enseña Lacan en el seminario 20. Pero una cosa es que sea necesario hablar de esta manera que supone un deseo y otra que la duración se transforme en un valor en sí, con el consiguiente sentimiento de fracaso.
Otro valor que se escucha, éste ya con características de diagnóstico psicopatológico, es que pareciera ser que estar en pareja es mejor, más sano. Así se responde: “Fulanito está muy bien, está en pareja”. No es tan habitual escuchar: “está muy bien, está enamorado”. Dejando para el que no está en pareja un diagnóstico de discapacidad.
Un tema que complica algunas situaciones es el de los “proyectos”. Se escucha a menudo la necesidad de tener proyectos como signo de que la relación está bien, progresa. Con cierto matiz obsesivo, aquí el término “proyecto” reemplaza al término deseo.
La “sociedad conyugal”, establecida en nuestro Código Civil, está planteada fundamentalmente en términos económicos, de derechos y obligaciones, de derechos hereditarios, etc. Aquí la “cosa” jurídica está constituida innegablemente por los bienes. Se ha tratado de darle otras connotaciones referidas a la familia y a valores en general cristianos. Pero, aunque la mona se vista de seda…
De esta manera, se presta para generar una escena en la que se pueden jugar las distintas analidades de los participantes. Estos efectos se observan cuando hay bienes en juego. Qué me corresponde, qué me debe el otro, quién se queda con tal o cual bien. Cuando no hay bienes, las cuestiones de tenencia y de seguridad y crianza de los menores, en general, se resuelven pre o extra judicialmente.
El matrimonio cristiano, cuando es vivido auténticamente y con conciencia, consiste en una sociedad que tiene como finalidad armar una familia cristiana y criar a los hijos en el amor a Dios. Es decir, de transmitir y reproducir una ideología. Esta forma del matrimonio permite el sentimiento de que se está en “otra cosa”, de ahí que las oscilaciones en el deseo y en el amor sean vividas con menor sentimiento de inseguridad y con menos amenaza de peligro. Cierto es que de estos matrimonios hay pocos, porque, en general, las ceremonias matrimoniales son realizadas pour la gallerie, como fenómeno social o de mostración de vestidos, dinero y otras cosas de ese estilo. Lo mismo ocurre en otras religiones importantes en número, como la judía.
He podido observar un cierto tipo de matrimonio, no tan habitual en esta época, pero frecuente en las década del cuarenta del siglo pasado, hasta mediados de los cincuenta. Eran los matrimonios de los miembros del Partido Comunista. Así como los católicos se casaban para generar catoliquitos, los miembros del PC se casaban para generar pececitos. Entre otras cosas, Stalin y los efectos de su política, tuvieron que ver con la dificultad de seguir con esas prácticas.
Otro modelo interesante es el que se puede ver en las novelas de Agatha Christie que, en general, transcurren en medios de la clase media alta inglesa. Cuando se trataba de elegir un marido o esposa era importante saber si jugaba al tenis o al golf, porque la idea era que iban a pasar todos los fines de semana de sus vidas juntos. Cosa que no era tenida en cuenta si se trataba de elegir un amante. La idea consistía en que la sexualidad y el amor vendrían después naturalmente. Y muchas veces así ocurría.
El matrimonio llamado “existencialista” tuvo su momento de gloria por fines de los cincuenta y los sesenta. La libertad sexual y amorosa se sostenía como ideal. También se los llamó matrimonios abiertos. El modelo de referencia era el de Sartre y Simone de Beauvoir. Ella decía que había amores necesarios (Sartre) y amores contingentes. Más allá de los innumerables amores contingentes que ambos tuvieron hubo un punto en el que estuvieron siempre unidos y fue el de manejar los piolines de la cultura francesa por más de treinta años, “Los tiempos modernos” mediante. Esa unión fue absolutamente consistente y sostenida.
Los matrimonios de la oligarquía argentina tuvieron características parecidas a algunos de los antes mencionados. En muchos casos, si existía la posibilidad de que se produjera alguna ruptura era posible que la Patagonia se partiera en dos. De manera que la continuidad estaba basada en esa circunstancia y poco importaba que la vida sexual de cada uno siguiera los caminos más diversos, mientras no tomara estado público. La misa diaria garantizaba un momento de encuentro, a veces casi el único, que mostraba la pacífica continuidad de la sociedad conyugal.
Ahora bien, en general en nuestros consultorios, recibimos personas de un énclave antropológico muy particular. No son católicos, ni miembros del PC del pasado, ni pertenecen a la alta clase media inglesa, ni tienen intereses en común como Sartre-Simone de Beauvoir, ni inmensas riquezas que garantizar como los oligarcas. Es decir que no pueden estar en “otra cosa”. Entonces, son uniones que están sostenidas por la sexualidad y por el amor. De ahí que cualquier oscilación en estos ideales constituye una seria amenaza para la continuidad de la relación. Llevándolos, en oportunidades, a realizar conmovedores esfuerzos para reactivar sentimientos tan sutiles como los mencionados. En esta situación, todos estos valores culturales aparecen en una mezcla sin orden. No se sabe a qué ideales responden ni por qué. Esto sumado a los ideales singulares de cada uno, que muchas veces aparecen confundidos con los anteriores.
No he traído esta pequeña enumeración para proponer otra ideología, ni con ningún ánimo valorativo. Estamos acostumbrados a pensar la ideología althuserianamente como lo que permite hacer pasar lo cultural por natural. Es decir que, muchas veces, las conductas vividas como espontáneas sólo reproducen la ideología. Sabemos también que los encargados, según ese autor, de reproducir la ideología son el ejército, la iglesia y la educación. Lo cierto es que los analizantes tienen derecho a ser sostenidos por los ideales que fueren y a dar por natural cuestiones esencialmente culturales. La cuestión es que no ocurra lo mismo con los analistas, es decir que más o menos concientemente estén al servicio de reproducir la ideología, en materias que generan tantos sufrimientos como las que aquí tratamos, y tan importantes para la continuidad y estabilidad del sistema.
Es notable el alivio que se produce cuando se ubica alguno de estos ideales y se responde a cuestiones que derivan más del dispositivo o de la institución en la que se está incluido que a cualquier otra cosa. Como el deseo, por ejemplo, sobre el cual poco se puede decir cuando se responde a valores culturales. Sabemos que el ideal puede virar al superyó.
Volviendo a lo intraducible. Hay un hecho claro que es la sensación que se puede tener cuando se siente que, con algún partenaire, no es necesario “explicar”, es decir que no es necesario traducir. Por ejemplo, supongamos a un sujeto con algún rasgo fóbico que se siente encerrado en un recital en una plaza sin rejas y al aire libre, con todo el cielo abierto y la mayor posibilidad de deambular, y aún de irse, y que está acompañado por otro al que eventualmente podría sucederle lo mismo. Es probable que se encuentre con una respuesta del tipo: “Bueno, nos vamos”. Pero podría suceder que se encontrara con otro que comenzara a preguntar: “¿Cómo te podés sentir encerrado en un lugar abierto? Ni siquiera hay rejas”. Entonces habría que explicar y, es más, en un momento algo acuciante. Allí haría falta un traductor. Se podría decir que siempre es bueno estar con alguien al que haya pocas cosas, de las esenciales, que explicar. ¿Cómo se puede explicar el placer de la etimología, por ejemplo?, diría Borges.
Ahora bien, en toda lalengua materna hay un punto intraducible. El punto que sostiene que no hay relación sexual. Es un punto de absoluta soledad. Con esto se pueden hacer distintas cosas. Velarlo y suponer que el otro lo entiende, lo cual no es una mala manera. Denegarlo por no soportar la soledad. O encontrarse de manera descarnada con esta verdad. Las otras traducciones, las mencionadas en el párrafo anterior, contornean el punto de lo intraducible.
El amor genera un vacío en el que se puede producir una escritura, una escritura de un solo narrador, escrita por dos sujetos. Así se establecen fechas, cronologías, se cuentan las veces, los momentos. En fin, se historiza. Cuando no se puede continuar escribiendo es cuando surgen los problemas y las amenazas de separación. Cuando ya no se escribe lo mismo suceden las consultas. El discurso del amor, entonces, supone una retórica compartida.
Si bien es cierto que el cuerpo del otro simboliza al Otro, y esto tiene serias consecuencias, también lo es que el único signo de amor es el cambio de discurso y esa es la apuesta.
Shall I compare you to a summer day?
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1. En De amor, Editorial Zorra/Poesía. Bs As., 2006. Pág. 28
Fuente: Imago agenda ( Imago Agenda Nº 168 | marzo 2013 )
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