viernes, 3 de enero de 2020

Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan (2)

Por Enric Berenguer

Capítulo anterior: Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan (1)

Distinción de lo imaginario y lo simbólico en la identificación.
La primera contribución de Jacques Lacan al psicoanálisis, “El estadio del espejo”, nos permite ver una aplicación concreta de la distinción entre lo simbólico y lo imaginario en la identificación.

En este artículo, Lacan se centra en el fenómeno, observado entre otros por el psicólogo Wallon, de la apropiación por parte del niño de su imagen en el espejo, a una edad variable situada entre los 6 y los 9 meses. El niño muestra una satisfacción evidente, incluso júbilo, cuando logra reconocerse. Esta posibilidad de reconocerse, por otra parte, coincide con una mayor capacidad para controlar los movimientos de su cuerpo, para controlar su posición, en otros términos, dominarlo.

Ahora bien, a diferencia del carácter inmediato (en el doble sentido del término: rápido y sin mediación) de fenómenos como el imprinting, o de fenómenos como la maduración orgánica desencadenada en algunos animales por la contemplación de la imagen de un animal similar o de su propia imagen en el espejo, el estadio del espejo es un proceso que se extiende bastante en el tiempo y que pone de relieve la necesidad de una mediación externa, sin la cual parece no poder resolverse.

Lacan destaca un hecho que podría pasar inadvertido: el niño (al menos el niño normal, porque significativamente esto no se da en niños que tienen determinado tipo de trastornos psíquicos o neurológicos), a pesar del carácter fascinante de su imagen, muestra una tendencia a compartir su júbilo con el adulto que tiene junto a él.

Típicamente, el niño que descubre su imagen en el espejo se vuelve hacia el adulto y le sonríe. En rigor, no hay júbilo sin esta mirada que primero pasa del cuerpo propio al adulto y que luego vuelve a la imagen del cuerpo.

Lacan interpreta esto como una subordinación de la referencia imaginaria que el niño encuentra en el espejo a la referencia simbólica que (normalmente) tiene en el adulto, alguien que para él encarna el poder regulador de lenguaje.

Dicho de otra manera, el niño puede reconocerse como niño en su imagen porque es identificado y sostenido como niño por el adulto, en un proceso en el que los cuidados se mezclan con las palabras y el ordenamiento de toda una serie de aspectos primordiales del mundo.

Idea clave 5
Se distingue así en el fenómeno de la identificación su dimensión simbólica, relacionada con el apoyo que el niño encuentra en el adulto, de la dimensión imaginaria, relacionada con el papel de la imagen del cuerpo en la constitución del sentimiento de unidad corporal y en el reconocimiento de sí mismo como individuo. Se trata de dimensiones que están articuladas, correspondiéndole a la dimensión simbólica el papel determinante.

A pesar de todo, la subordinación estructural de la identificación imaginaria no impide que ésta subsista como un elemento importante de la subjetividad.

Idea clave 6
De la misma manera que hemos hablado metafóricamente de los puntos cardinales como organizadores del mundo humano, la subjetividad se organiza establemente en función de dos ejes, distinguidos y articulados a un tiempo: el eje simbólico y el eje imaginario.

Estos dos ejes dan lugar a lo que, parafraseando a Freud, podríamos llamar la “primera tópica” de Lacan, expresada en el esquema que el propio Lacan llama “esquema L”.

El sujeto, el Otro simbólico, el yo y el otro como semejante.
El esquema L de Lacan Ilustra esa diferencia entre los dos ejes, el simbólico y el imaginario.
Si prestamos atención a los términos que lo constituyen, vemos que cada uno de estos dos ejes está formado por una relación.

El eje simbólico está constituido por la relación, designada por Lacan algunas veces como relación inconsciente, entre S y A mayúscula; mientras que el eje imaginario está constituido por la relación imaginaria entre los términos a’ y a, respectivamente el yo y el otro (autre en francés) con a minúscula.

Si nos centramos, de momento, en la diferencia entre los dos términos, A y a, vemos que A mayúscula designa al otro en tanto que portador del lenguaje, es decir, el Otro que por un lado es genérico, o sea, la dimensión misma de lo simbólico como universal, pero que tiende a encarnarse en todo otro humano concreto en la medida en que opera como destinatario de la palabra y representante del lenguaje.

En el caso de a minúscula, de lo que se trata es de la relación que todo hombre tiene con su semejante.

Para entender ciertos aspectos de la relación imaginaria, necesitamos entrar en algunos detalles que no hemos abordado en la brevísima exposición sobre el trabajo de Lacan “El estadio del espejo”.

Basándose en una serie de fenómenos que se observan a lo largo de la etapa llamada estadio del espejo, además de una serie de observaciones clínicas independientes del factor edad, Lacan llega a la conclusión de que en la relación imaginaria existe una profunda tensión que convierte a la relación del ser humano con su semejante en algo contradictorio e inestable.

Esto se debe a que durante el estadio del espejo, la unidad imaginaria del cuerpo se produce sobre el telón de fondo de una serie de sensaciones propioceptivas que hacen que el cuerpo propio sea percibido como fragmentado, en contraposición a la unidad de la imagen.

Esa sensación de fragmentación del cuerpo, profundamente angustiante, se opone al poder tranquilizador que proporciona la imagen en la medida en que permite acceder a un cuerpo unificado.

El problema es que en la relación con el semejante, el niño, que todavía no se ha estabilizado por completo en la construcción de una imagen unificada de su cuerpo, experimenta un fuerte contraste entre la imagen de completud que le ofrecen otros niños y sus propias impresiones propioceptivas.

De ahí el carácter contradictorio de la relación del niño con sus semejantes, que unas veces le resultan tranquilizadores como apoyo imaginario para identificarse y así obtener la seguridad de un cuerpo propio unificado, y otras veces le resultan amenazadores, cuando la imagen unificada del otro no hace sino destacar, por contraste, sus propias sensaciones de fragmentación corporal.

Idea clave 7
La relación imaginaria tiene pues dos caras: una consiste en la construcción de una identidad imaginaria, el yo (moi), a imagen del otro, que estabiliza al sujeto y lo protege de la angustia; la otra consiste en una fuerte tensión agresiva por la que la relación con el semejante se carga a menudo de violencia.

Dicha relación contiene, pues, una paradoja, ya que necesito al otro para construir mi yo, en una profunda alienación imaginaria, pero al mismo tiempo la existencia del otro es vivida a veces como una amenaza.

La inestabilidad y el carácter contradictorio de las relaciones con el semejante a lo largo del estadio del espejo (y bastante tiempo después) se manifiestan de forma particularmente aguda en fenómenos como el que en psicología se conoce como “transitivismo”.

Así, un niño puede pegar a otro, pero ponerse a llorar él, como si se confundiera con la imagen del semejante. O bien puede contar en su casa que le han pegado a él, cuando la víctima de la agresión fue otro.

Según Lacan, la inestabilidad de la relación imaginaria, si bien en condiciones normales no se manifiesta con el carácter agudo que tiene durante esa época de la vida, se mantiene siempre en cierta medida.

Lo que estabiliza al sujeto no es la relación imaginaria, sino la relación simbólica, o más específicamente, algunas operaciones que se producen en el eje constituido por los dos términos que constituyen dicha relación en el Esquema L.

Idea clave 8
En la relación imaginaria se producen identificaciones, en este caso identificaciones imaginarias, pero éstas no son estables, de modo que no sirven como una referencia adecuada para el sujeto.

Por el contrario, una identificación imaginaria puede dar paso a fenómenos de agresividad, cuando emerge la otra cara de la relación.

En muchos trastornos psicóticos se aprecia un fenómeno que demuestra el carácter inestable de las identificaciones imaginarias. Por ejemplo, un sujeto psicótico puede establecer a veces relaciones muy intensas, en las que predominan elementos de identificación imaginaria. Esto produce fácilmente una especie de enamoramiento, o una gran camaradería. Pero, poco a poco, a medida que surgen los inevitables desencuentros de toda relación, y en este caso al carecer el sujeto de recursos simbólicos para elaborarlos, se produce un viraje súbito al “otro lado” de las relaciones imaginarias, aquél en el que se encuentran cargadas de una agresividad mortífera.

En cuanto a los dos términos de la relación simbólica, son S, el sujeto del inconsciente, y A, es decir, el Otro como Otro simbólico.

Y aquello que debe producirse en esta relación para estabilizar al sujeto y permitirle superar la inestabilidad del estadio del espejo es lo que, de un modo genérico e impreciso, podemos llamar identificaciones simbólicas.

Idea clave 9
Las identificaciones simbólicas no dependen de las relaciones imaginarias, sino que se apoyan en elementos del universo simbólico a través de los cuales el sujeto se sitúa como tal, obtiene un lugar respecto del Otro.

Lacan toma para designar estos elementos el término saussureano de significante.

En algunos psicóticos muy graves, debido a un déficit fundamental en lo que se refiere a sus identificaciones simbólicas, el sujeto pierde el apoyo de aquellos recursos sustitutivos (conocidos también como suplencias) que le habían permitido sostenerse, se producen espectaculares regresiones al estadio del espejo, en los que no sólo se produce una tensión agresiva, sino que incluso aparecen terribles sensaciones de fragmentación corporal, identificaciones imaginarias masivas que conducen a fenómenos de confusión con otras personas, o a la pérdida de todo sentimiento de identidad.

Todo ello muestra la gran inestabilidad de las relaciones imaginarias.

Lacan pone de relieve el poder estabilizador del lenguaje y destaca aquellas fórmulas simbólicas mediante las cuales la cultura instituye (o reconoce, nunca se sabe dónde empieza lo uno y dónde acaba lo otro) lugares relacionados con las posiciones fundamentales que un sujeto puede adoptar (o asumir) en la vida, puntos cardinales de la existencia del ser humano: hijo, hija, padre, madre, marido, esposa, pareja.

Los puntos cardinales de la existencia del ser humano son genéricos, y no se pueden considerar en sí mismos identificaciones, pero son el marco en cuyo interior las identificaciones concretas de un sujeto individual pueden llegar a producirse. Dichos lugares funcionan como universales en los que la particularidad del sujeto puede llegar a inscribirse.

Idea clave 10
La identificación, en tanto que simbólica, es inscripción de la particularidad del sujeto, pero la particularidad no puede inscribirse sin una referencia a lo universal.

Universal, particular, genérico: vuelta a la identificación
Para entender mejor la identificación en tanto que identificación simbólica, nos extenderemos algo más en esta peculiar relación entre lo universal y lo particular.
Como ya hemos dicho, el Otro con mayúscula es la forma que en Lacan representa al otro humano, que es portador del lenguaje, con todas las relaciones simbólicas potenciales de las que éste está preñado.

El Otro no existe por sí mismo sino que es una función que existe más allá de aquellos que pueden ser sus soportes concretos. Ningún ser humano es para otro ser humano el Otro, pues la dimensión del semejante es un factor que no se puede eliminar.

Pero todo ser humano puede encarnar para otro ser humano, en mayor o menor medida, la función del Otro (A).

De hecho, lo mismo podemos decir del otro con minúscula (a).

Designa igualmente una función, aunque en este caso se trata de una función mucho más simple, una función imaginaria que no admite más valores posibles que la igualdad o la diferencia, como mucho la semejanza (como expresa la palabra “semejante”).

Tampoco se puede decir que un semejante, en sentido pleno, se reduzca a la función imaginaria, puesto que es portador del lenguaje, es capaz de hablar y siempre representa algo que lo sitúa con respecto a una función simbólica o más de una (hombre, mujer, amigo, pareja, padre o madre, hermano, compañero de trabajo, colega, etc.).

Podemos ver que la función imaginaria y la simbólica se relacionan con diversos aspectos de las relaciones entre las personas.

En todo caso, la relación que cada interlocutor de un sujeto particular tiene respectivamente con la función simbólica del Otro con mayúscula y con la función imaginaria del otro con minúscula no son equivalentes.

Así, toda persona es para alguien hasta cierto punto un semejante. Pero no todo semejante es su padre o su madre.

La función imaginaria nos sitúa, pues, en el terreno de lo genérico.

Sí es cierto que hay relaciones en las que la función imaginaria está mucho más presente que en otras, en la medida en que se trata de relaciones que se prestan más a una definición simétrica (hermano, amigo).

Por otra parte, hay relaciones en las que la asimetría es muy marcada, como la que existe entre padre e hijo, por lo que, si están bien instauradas desde el punto de vista simbólico (es decir, que cada una de las partes reconozca a la otra, el padre al hijo como hijo y el hijo al padre como padre), la función imaginaria se eclipsa o tiene poca importancia.

Idea clave 11
Si bien en las relaciones imaginarias todo ser humano funciona para otro como un representante genérico del otro con minúscula, toda relación simbólica introduce una tensión más compleja entre la función universal encarnada y la particularidad del sujeto que la encarna.

Ningún padre puede ser definido sin referencia a la función universal “padre de”, pero, al mismo tiempo, la función universal en cuestión no puede existir sin encarnarse en un portador concreto.

Por otra parte, ningún representante concreto de una función simbólica la encarna sin falla: ningún padre es El Padre, todo padre siempre falla o deja de cumplir su función idealmente definida, pero en realidad, si funciona como padre es precisamente porque introduce su particularidad, que humaniza la función de la que es soporte (haciéndola imperfecta, la hace posible y efectiva).

Idea clave 12
Esta tensión entre lo universal de una función simbólica y lo particular de su encarnación es algo que constituye la esencia misma de ese proceso en que consiste la identificación. Aunque hay que precisar que esto vale para la identificación en tanto que simbólica, no para la identificación imaginaria.

En efecto, en este sentido la identificación imaginaria funciona al revés: en ella, un individuo funciona como representante genérico, y en muchos casos, cuanto más genérico sea mejor desempeñará su cometido.

La relación paradójica entre universal y particular no es un rasgo accesorio de la identificación simbólica. Se trata de un elemento esencial, y uno de los logros de Lacan es precisamente haber sido capaz de comprenderlo y de articularlo poniendo de relieve qué tipo de lógica es la que se pone en juego.

Luego nos ocuparemos de la elaboración teórica que hace Lacan de esta lógica paradójica.

Fuente: Enric Berenguer, "Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan"

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