Por Enric Berenguer
Ir a la primera parte de Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan (1)
Me precipito a decir que soy un hombre…
Ahora haremos un pequeño excurso para situar el problema, ver algunas de sus consecuencias concretas y entender lo que constituye una orientación general de Lacan respecto del tema de la identificación, orientación que persiste a lo largo de toda su enseñanza, a través, incluso, de diferentes paradigmas de su teoría.
Todos conocemos el siguiente juego: un grupo de personas, cuyo número es n+1 respecto a un número de sillas, n, dispuestas entorno a una mesa, va girando mientras suena la música. Cuando la música deja de sonar, todos se precipitan en busca de una silla, sabiendo de antemano que uno de ellos no podrá sentarse y quedará eliminado.
De hecho, el aliciente del juego es que al menos uno no podrá sentarse. Si se nos permite un pequeño apólogo, proponemos un juego en el que n personas giran en torno a n sillas. La música deja de sonar. Entonces, la gente se desinteresa del asunto, o ya se sentará cuando le vaya bien, pero quizás tenga que hacer otra cosa antes, como… precipitarse a la máquina de café que hay en la sala, previendo que si no se da prisa quizás tenga que hacer cola.
Pongamos otro ejemplo. Imaginemos un club cuyos estatutos dijeran que puede ser miembro cualquiera que quiera serlo, sin pagar ninguna cuota, y que el único beneficio de formar parte del club consiste en el honor de ser reconocido como miembro por el resto de miembros. Seguramente, nadie tendría el menor interés en formar parte de un club así.
En cierto modo, toda identificación puede concebirse hasta cierto punto como incluirse en un conjunto.
Idea clave 13
Los conjuntos que están en juego cuando se trata de identificaciones simbólicas siempre tienen alguna aspiración a lo universal. Pero, curiosamente, para que esa aspiración a una especie de universalidad tenga efecto, para que la inclusión en ella tenga algún valor para un miembro potencial, ha de existir algún límite, tiene que quedar establecida la figura de aquél o aquellos que no podrán incluirse, que serán excluidos.
Este tipo de funcionamiento se puede poner de manifiesto de una forma particularmente aguda en algunos momentos de la vida en los que se pone en juego una identificación en la que este aspecto de la inclusión/exclusión es un factor particularmente agudo.
Tal es el caso, por ejemplo, de toda una serie de fenómenos identificatorios relacionados con la necesidad del niño mayor o el adolescente de reconocerse/ser reconocido como conforme con el tipo ideal de su sexo.
Así, durante la adolescencia, particularmente en grupos masculinos, pero también en grupos femeninos, hay una fuerte necesidad de ser admitido en el “club”, siendo la categoría de miembro equivalente en este caso al reconocimiento de la masculinidad o la feminidad.
Por otra parte, son clásicos los comentarios homófobos que suelen recaer sobre algún muchacho que supuestamente no satisface determinados criterios de admisión en el grupo de los “hombres”. La función de este chico rechazado equivale a la silla de menos, o sea que su supuesta falta de masculinidad es en realidad absolutamente necesaria para que los otros puedan afirmar su masculinidad.
Dicho sea de paso, como Freud no dejó de señalar, esos grupos masculinos que excluyen a uno por no ser lo suficientemente hombre son en realidad tremendamente homosexuales, aunque, por supuesto, esta sola idea horrorizaría a cualquiera de sus miembros (y probablemente el que así lo dijera se expondría a una reacción de fuerte rechazo, incluso agresiva). Pero un mínimo de observación demuestra que esos muchachos aprovechan cualquier pretexto para tocarse, a veces con el pretexto de pelearse. Incluso para tocarse disimuladamente los genitales (por supuesto, estos tocamientos están totalmente estandarizados y regulados, paradójicamente considerados como muestras de masculinidad).
En el caso de las chicas, el grupo no tiene contornos tan definidos, por lo que en su definición no descansa de una forma tan marcada en la exclusión de al menos una que no forma parte de él.
Pero la presión que urge a identificarse es igualmente muy fuerte, y cuando determinados comportamientos, particularmente los de tipo sexual, se convierten en signo de la buscada feminidad, algunas chicas se pueden encontrar haciendo cosas que verdaderamente no desean en nombre propio, sino “como otra”. La presión a identificarse tiene un claro aspecto temporal, es decir, supone una dinámica de la prisa, de la precipitación.
El apólogo de los prisioneros
Todas estas ideas están presentes en Lacan desde el principio y constituyen una especie de hilo conductor a lo largo de distintos momentos de su elaboración de los conceptos.
La primera vez que aparecen formuladas es en un escrito llamado “El tiempo lógico y el aserto de certidumbre anticipada”.
Destacaremos las implicaciones pertinentes desde el punto de vista de la identificación.
La argumentación de Lacan en este escrito se apoya en un ejemplo imaginado, un apólogo, que vamos a exponer de una forma muy sumaria.
El apólogo en cuestión se refiere a tres prisioneros que son portadores de un disco en su espalda, disco cuyo color, blanco o negro, desconocen, aunque en realidad es en todos los casos blanco.
El primero que sea capaz de adivinar el color del disco que lleva en la espalda obtendrá la libertad, mientras que los otros permanecerán en prisión, o les ocurrirá algo peor.
Así, las cosas están dispuestas de tal manera que, si la situación fuera estática (o sea, si no hubiera la posibilidad de moverse y examinar los movimientos de los otros, para luego establecer vínculos lógicos entre dichos movimientos) no se resolvería nunca. Y los únicos datos con que cuentan los participantes son los movimientos de los demás, las dudas, las precipitaciones, las detenciones. La cuestión es que, al final, mediante un proceso lógico de deducción a partir de los movimientos hacia la puerta y los momentos de detención, todos concluyen a la vez que llevan, cada uno, un disco blanco.
Lo que nos interesa destacar es, por un lado, el papel de la duda (¿seré o no seré blanco?), la prisa por concluir y el telón de fondo de la exclusión.
Y, por otra parte, que la identificación sólo se resuelve a través de la mediación de un cálculo intersubjetivo en el que intervienen los demás, confrontados a la misma pregunta, pero de quienes el sujeto puede sospechar que ellos quizás tengan menos dudas (por ejemplo, porque ellos sí que ven mi disco) o “ya” las han despejado.
De ahí el comentario de Lacan, que se puede aplicar a todos los fenómenos identificatorios en los que está en juego la inclusión del sujeto en un conjunto definido por un universal: “Me apresuro a decir que soy un hombre por temor a que otro diga que no lo soy” (añadiremos nosotros: porque entonces temo quedar excluido).
El sujeto tachado: falta de ser e identificación
La cuestión es por qué el sujeto es tan sensible a ese juego generalizado de la silla que falta. Qué hace al sujeto humano tan sensible a la exclusión.
Esto es uno de los problemas más profundos y extendidos de la humanidad. Explicarlo nos ayudaría a entender por qué las cuestiones identitarias son tan delicadas, por qué la gente se vuelve tan quisquillosa cuando las “identidades” están en juego o parecen estarlo.
El problema de fondo es algo que nos remite a la definición misma de sujeto del inconsciente que nos proporciona Lacan, definición que nos remite a algo que ya hemos planteado en otro momento: que el sujeto tiene una relación doble con el lenguaje.
En efecto, el lenguaje, por un lado, le proporciona asideros para identificarse (más sólidos que los imaginarios), pero, por otro lado, por su propia multiplicidad, introduce una tendencia a la fragmentación (uno es o puede ser tantas cosas que al final puede no ser ninguna). Por un lado, la determinación, por otro la indeterminación.
Lacan plantea esto de una forma radical, definiendo al sujeto del inconsciente como vacío, carente de ser por sí mismo, como un puro efecto de la articulación entre significantes.
Simboliza este carácter vacío, sin identidad, del sujeto con una S tachada ($).
Este sujeto tachado trata de encontrar algún significante que lo represente, pero la multiplicidad del significante, su funcionamiento en forma de cadena, produce una inestabilidad en las identificaciones, les hace perder fijeza.
Digamos que el torbellino del lenguaje hace perder pie al sujeto en los asideros que encuentra en el propio lenguaje.
Esta oposición entre los significantes tomados uno por uno, capaces de servir como referentes identificatorios, y la cadena significante, como algo que tendería a disolver las identificaciones, parece una idea muy abstracta, pero en realidad todos sabemos intuitivamente de qué se trata.
Por ejemplo, todos los significantes destinados a funcionar como referentes ideales son a veces objeto de maniobras para mantenerlos a salvo de los efectos potencialmente disolventes del discurso.
Así, la veneración siempre está marcada por cosas de las que “no se puede hablar”, y normalmente estas cosas de las que no se puede hablar son representadas por significantes que como mucho sólo se pueden repetir, como si ésta fuera la única forma de preservar su sentido ideal.
Esto, como se ve en los regímenes totalitarios, en los que se repiten hasta la saciedad una serie de palabras (patria, bandera, etc.), generalmente asociadas a símbolos y rituales, pero por otra parte se impide que se pueda hablar verdaderamente de lo que significan.
Muchas religiones ponen restricciones al hablar de Dios, a veces ni siquiera se puede pronunciar su nombre. Así, la intuición de que el poder de los significantes disminuye con su uso discursivo es general.
Y en el terreno individual, la preservación del peso ideal de determinados significantes (padre, madre, etc.) se acompaña muchas veces de un saber que podría resumirse en esta frase hecha: “mejor no hablar”.
Sin duda, porque hablar de verdad siempre supone un riesgo de disolución del sentido de determinados significantes que obtienen gran parte de su prestigio del hecho de permanecer aislados de la corriente imparable del discurso.
Volviendo al sujeto tachado, definición del sujeto del inconsciente como afectado por una falta básica de ser, entendemos entonces su gran apetencia de referentes identificatorios.
Lacan define de la forma más general el sufrimiento neurótico como el sentimiento de la “falta en ser”.
De ahí que todo aquello que pueda “tocar” algo que sirve para calmar dicha falta mediante algún tipo de identificación sea vivido enseguida como una amenaza.
Idea clave 14
De un modo general, podemos decir que a pesar de la gran apetencia del sujeto tachado por identificarse, y a pesar de que lo logra casi siempre en alguna medida y en diferentes planos (nombre propio, relación con el ideal paterno, con el yo ideal de los padres), las soluciones individuales siempre dejan un margen de insatisfacción para que las soluciones colectivas desempeñen un papel muy importante (ideales sociales o políticos, profesionales o deportivos, etc.).
A pesar de que una gama de respuestas a la falta en ser hayan tenido ya su eficacia para un sujeto determinado, siempre hay, si se nos permite la expresión, un monto de “falta en ser” disponible para que las personas tengamos que pertenecer a un grupo, a un partido, una comunidad religiosa, una nación o lo que sea.
El ser humano nunca se basta solo: si somos seres sociales es porque nuestra falta en ser nos conduce hacia los demás y hacia los colectivos.
Ello no impide, sin embargo, que tratándose de una falta original, que está en el fundamento de la subjetividad, los intentos por taparla pueden en determinadas condiciones agravarla.
Esto ocurre en particular cuando esa búsqueda se convierte en una huída hacia delante.
Con lo cual no estamos planteando que haya que despreciar tales soluciones, sino que su efecto dependerá de cómo sean administradas.
Toda solución que se plantee abusivamente como la solución definitiva o única, que adquiera un valor exagerado, es un engaño peligroso.
Lo que primero funciona demasiado bien, anuncia lo peor (ideales que todo lo explican, organizaciones que lo dan todo… el todo es peligroso).
Pero hasta cierto punto son cosas que cumplen necesariamente un papel en la vida de cada persona, la cuestión es situarlas en su justo lugar y evitar que sirvan de coartada para no dejar abierta la pregunta por el ser, en el nivel particular que siempre ésta debe mantenerse a lo largo de la existencia individual.
Los efectos de la fuga hacia adelante son, por el contrario, peligrosos, tanto individualmente como en lo colectivo.
En este sentido, la locura colectiva que se puede generar en torno a ciertas construcciones identitarias es impactante.
Por un lado, resulta claro para cualquiera que quiera estudiarlos, que los discursos nacionales o nacionalistas, por poner un ejemplo, se basan en ficciones, algunas de las cuales fueron creadas por verdaderos locos, otras son justificaciones a posteriori de actos de dominio, otras todavía son construcciones al servicio de un grupo social o un proyecto político.
Pero, por otra parte, la certeza, a veces semejante a la del delirio, que pueden llegar a suscitar es tan potente que se convierte en un factor de primer orden en la escena política, de tal manera que denunciar sin más su carácter de ficciones es, lamentablemente, poco útil, si no contraproducente.
Este carácter peligroso de las ficciones identitarias colectivas mal administradas, por otra parte, se ve reforzado por aquella nueva característica que hemos descubierto en la identificación: su carácter segregativo, o sea, el hecho de que para sostener ese particular universo que se constituye en torno de un rasgo de identificación, es preciso que alguien, en este caso algún colectivo, ocupe el lugar del excluido, del que no cumple con los requisitos para ser admitido.
Los riesgos y las consecuencias nefastas que esto tiene en muchos casos son evidentes, pues nuestro mundo está lleno de conflictos de esta índole.
Cuando, por una serie de circunstancias históricas y sociales, se pueden constituir dos colectivos de tal forma que la identidad de uno se alimenta de la exclusión del otro, la radicalización es difícil de evitar.
Con todo, el motivo profundo de esta tensión no deja de ser el que antes hemos evocado mediante el apólogo de las sillas.
El sujeto, en realidad, es siempre, por definición, una mezcla entre la silla vacía y la persona que no puede ocuparla. El sujeto, definido por Lacan como un conjunto vacío, está por su propia naturaleza excluido del conjunto en el que debe inscribirse para identificarse.
Así, en los fenómenos de exclusión que acompañan a la consolidación de colectivos, se desencadena un mecanismo por el cual cada uno se quita de encima el mochuelo de su exclusión como sujeto y luego, entre todos, se lo colocan a otro o a otros, que en adelante serán los portadores de tan pesada carga.
Fuente: Enric Berenguer, "Identidad, identificación y lazo social. La enseñanza de Lacan"
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