“Si uno se hace viejo, ¿por qué no disfrutar de los privilegios que otorga la vejez junto con las molestias que conlleva?”
Andrea Camilleri
Vejez, se sabe, no es un concepto dentro del corpus teórico del psicoanálisis. No podría considerárselo como una posición particular del sujeto. Tampoco puede postularse que quienes quedan afectados por el sustantivo correlativo, los viejos, constituyan en sí un conjunto que tenga alguna homogeneidad más allá de ese nombre con el que se los señala. Sin embargo, y a riesgos de psicología, y a riesgo de alguna crítica de suponer que los significantes se significan a sí mismos, el término “vejez” tiene –en principio– connotaciones, no diría precisas ni preciosas, pero probablemente consensuadas.
Connotación: la vejez y lo viejo, suponen aspectos negativos. De hecho, sobre cualquier objeto –o sujeto– sobre el cual pudiera caer el término “viejo”, si éste se encontrara en condiciones favorables, se dirá “no parece viejo” o “no parece tan viejo”. La connotación negativa implica en lo particular una serie de características deficitarias y una exacerbación de aquello de lo que ya se padecía. Dicho de otro modo, se le atribuye perder lo que estaba bien y, a la vez, un empeoramiento de lo que ya funcionaba o estaba mal. Lo condición de viejo hace perder virtudes y acentúa defectos. Lo “viejo” sólo es virtuoso cuando cobra la dignidad de antiguo. De todos modos, para dialectizar y relativizar la cuestión –casi antes de empezar– digamos que “la vieja” no entra fácilmente en la misma serie negativa.
Sin embargo, aunque en la vejez Dios no ayuda, el Diablo mete la cola. El popular refrán le atribuye saber por diablo… “pero más saber por viejo”. Por viejo, y gracias al diablo, a los viejos se les supone alguna forma de saber que no sólo es consuelo de los déficits. Es un saber que compensaría de alguna manera aquellas pérdidas y agregaría un superávit del que los jóvenes adolecerían. Para todos los que no son viejos, todos aquellos que carecen de ese saber, serían adolescentes. Son aquellos a los que los viejos podrían decirles “ya vas a ver cuando tengas mi edad”. En rigor ese saber no es de “los viejos” sino que le pertenece a cada viejo en particular pues no se trata de un saber de libro. No es un saber entramado al conocimiento de texto –aunque no por ello no sea necesario–. Es un saber referido centralmente a la experiencia, a la experiencia propia. Proviene de haber-la vivido, de conocer el mundo y sus avatares, las gentes y sus miserias, los padeceres y hasta las formas de curarlos. Es un saber que proviene de haber tenido relación “directa” con los conflictos propios y los ajenos, con haber vivido en tiempos de paz y de guerra, la vida y muerte, la salud y la enfermedad: conocer el mundo “tal cual es”, con sus defectos y sus virtudes. Es también un saber que implica que quien lo tiene puede comprender más al otro, “ponerse en su lugar”, saber del dolor, de lo que conlleva y supone una pérdida, es haber atravesado duelos. El “viejo” sabría entonces por experiencia lo que es perder, porque también –por la misma condición de “viejo” si ha “sabido aprovechar” la experiencia de envejecer– ha atravesado pérdidas propias, intelectuales (memoria y rapidez son las que más se supone), afectivas (seres queridos, ya sea amigos o familiares), corporales (el cuerpo ya no responde ni en lo deportivo, ni en lo energético ni en lo sexual como el de un “joven”) y funcionales e indudablemente “desactualizaciones” tecnológicas y de vocabulario; si ha podido atravesarlas sin melancolía y con templanza serán pérdidas que podrían constituirse en saber. Decir “aprovechar” implica a la vez poder soportar una cierta adecuación de los movimientos que se producen en el campo imaginario. ¿O acaso el espejo no devuelve otros significantes que el sujeto deberá integrar a su campo vectorizado? El sujeto tiende a cierto retardo en el reconocimiento de los cambios que se han suscitado en el cuerpo, en la cara y en los movimientos. Por eso, aprovechar se metonimiza con la expresión vulgar de “no ser un desubicado”, y desubicado supone un fuera del lugar que la condición de “viejo” podría determinar. Cuando el campo imaginario se anquilosa y estereotipa, el viejo intenta imponer sus imágenes en un mundo que –él dice– lo rechaza. Esas diferencias entre las imágenes de sí mismo en las que el reloj atrasa y los déficits que no se reconocen, hacen que se gane el mote de caprichoso.
Hemos dicho “sin melancolía” para atravesar esas pérdidas y esos duelos. Hemos dicho “templanza” para acompañar y escuchar los límites actuales y estructurales en la dirección de la cura y en la cura misma. Precisemos en el término paciencia, el modo en que esta cuestión nos atañe como analistas. El término por cierto que se metonimiza fácilmente con paciente. El analista viejo bien podría ser paciente con sus pacientes. Dos cuestiones podrían conjeturarse de la paciencia: de suponer que el otro cambie o que cambie fácilmente y haber experimentado los rodeos que requiere cualquier transformación. Si así fuera podría atribuírsele al saber que se tiene por viejo –y no por diablo–, la posibilidad de mantenerse a una prudente distancia del furor curandi. Ese saber, el que se le supone a la vejez, permitiría al analista atravesar una de las mayores resistencias del psicoanalista: la vocación de curar y sobre todo la exigencia para sí y para los analizantes de una cura rápida y, por qué no, completa y definitiva. “Hay enfermos, no enfermedades” podría decirnos ahora el analista viejo, advenido sabio. El ser un analista joven, con ímpetus juveniles –de connotación aparentemente positiva pero utilizado generalmente bajo la forma de profesional novel, para críticas feroces– en su afán de curar obsesiones e histerias, fobias y perversiones, irrumpe en la clínica bajo esa forma de querer curar sin escuchar, de querer hacer el bien sin soportar los meandros del discurso.
La resistencia del furor curandi se aúna a la tendencia a culpabilizar y culpabilizarse por los fracasos y los límites de los análisis: no querer curarse y no saber curarlos. En la clínica kleiniana esta culpabilización tomaba la forma, en rigor menos grosera pero más inapelable, de la reacción terapéutica negativa –que todo lo explicaba– y el de un monto muy alto de pulsión de muerte –que biologizaba todo–. Los lacanianos prefirieron, en las supervisones, cargar a sus colegas con la culpa vía la cuestión de los actings. Si bien la lectura en sí no era incorrecta, a saber, la de un retorno en la clínica de aquello que no fue interpretado debidamente en su momento, el “debidamente” hizo estragos. Si en un caso el obstáculo era la biologización de la teoría, en el otro se confundía ese desesperado modo de decir que puede tener un analizante –al no haberlo podido decir de otra forma que no sea el acting– con la suposición de que se trataba exclusivamente de un (d)efecto de la escucha de ese analista, el de no haber escuchado algo en particular… que hubiera podido ser escuchado por otro analista. El viejo analista podría escuchar el acting como efecto mismo de la paciencia del analista, de haber podido esperar que el analizante hable bajo el modo que le haya sido posible, salida eventualmente válida –y bienvenida– entonces, de la impotencia en la que el analizante se encontraba para decir.
Pero también situamos en ese saber la suposición de poder “ubicarse en el lugar del otro”, de conocer de antemano lo que al otro le ha pasado y las vías de resolución. “¿Qué es el análisis de las resistencias? Es, en cada momento de la relación analítica saber en qué nivel debe ser aportada la respuesta. Es posible que esta respuesta a veces haya que aportarla a nivel del Yo. Toda intervención que se inspire en una reconstitución prefabricada, forjada a partir de nuestra idea del desarrollo normal del individuo y que apunte a su normalización, fracasará”1
Para los duelos, casi siempre con el tiempo… el tiempo cura las heridas, el tiempo que todo lo cura para ese saber que proviene de la experiencia. Diremos, acaso el tiempo no la escucha. El saber de la vejez acarrea en consecuencia, comprensión e identificación. Dos términos que sintetizan las resistencias del analista a la escucha, por ya saberlo. “(En) la resistencia de la que hablamos… el Yo es referencial al otro, le es correlativo; el nivel en que es vivido el otro sitúa el nivel exacto en el que el Yo existe para el sujeto”.2 “… lo que siempre se hace en ese famoso análisis de las resistencias, buscar más allá del discurso, más allá, piénsenlo bien, que no se encuentra en ningún sitio”. Comprensión que en las tramas televisivas lo encuentran contando sus experiencias ciertas, su modo de atravesarlas, constituyéndose en ejemplo del modo de recorrerlas. Esa comprensión permite a la vez, que el analista compadezca, sea piadoso de las dificultades del sujeto3, estableciendo “empatía” con las discapacidades del otro. Pero “las puertas de la comprensión analítica se abren en base a un cierto rechazo de la comprensión”4. Freud, impiadoso como analista con los otros, no lo era menos consigo mismo, particularmente con su propia vejez a la que relativizaba como causa. No hacía empatía consigo mismo ni se justificaba por esas causas. En “Moisés y la religión monoteísta”5 al hacer referencia a cierta postergación del trabajo dice: “me refería al debilitamiento de las capacidades creadoras que la vejez conlleva, pero también tenía en mente otro obstáculo”. Para Freud era inevitable e imprescindible el “otro obstáculo”, “la otra escena”.
La vejez y la suposición de que acaso la vida resulte corta o escasa, pueden transformarse en nombres privilegiados en los que el sujeto analista y el sujeto analizante se amparen a fin de evitar la otra escena, la escena del deseo, a fin de no atravesar cada vez la experiencia del inconsciente: “No comparto la opinión de un hombre de mi edad, Bernard Shaw, para quien los seres humanos sólo conseguirían hacer algo como se debe si pudieran vivir trescientos años. Nada se lograría con la prolongación del tiempo de vida, para ello habría que cambiar radicalmente muchas otras cosas en las condiciones mismas de la vida”6. El cambiar radicalmente bien puede referirse a condiciones socio-culturales y económicas pero en la pluma de Freud supone referirse a que el sujeto se encuentre en condiciones subjetivas, con el coraje suficiente para estar a la altura de su deseo. Deseo que es apuesta y pregunta de la praxis psicoanalítica. Nada indica que la vejez se encuentre fuera de las coordenadas radicales con las que Freud conceptualiza al deseo calificándolo con el adjetivo indestructible.
Desde la perspectiva del deseo podría enunciarse de la vejez, lo que Lacan ya ha postulado de la mujer: no existe, pues el deseo se sostiene, tal como lo comprueba el sueño: “en la medida en que el sueño nos presenta un deseo como cumplido, nos traslada indudablemente al futuro; pero este futuro que al soñante le parece presente es creado a imagen y semejanza de aquel pasado por el deseo indestructible”7.
Si el deseo presenta la onticidad de ser indestructible, no por ello la resistencia deja de participar de la dinámica del inconsciente. Resistencia al deseo, resistencias imaginarias, saber, comprensión, “no complicarse la vida”, nombres ante los que el deseo, analizante y analista corren el riesgo de desfallecer. La vejez, ya fue dicho, es un nombre que toma partido en este juego, el de la resistencia.
Por eso mismo decíamos, en el comienzo de este texto, que la vejez no puede ser considerada un concepto a la luz de este articulador.
Viejo con experiencia para tener paciencia y mantenerse alejados del furor curandi, jóvenes impiadosos para no quedar subsumidos en una identificación con el otro que, en la vocación de comprender, nos impida escuchar.
Ser jóvenes que han juntando algunos años más. Ser viejos, “un poco”, también los jóvenes, para no correr detrás de la cura. Entusiastas sin caprichos.
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Más textos del autor en www.imagoagenda.com
1. Lacan, J, El Seminario, Libro 2, Ediciones Paidós, p. 71.
2. Lacan, J, El Seminario, Libro 1, Ediciones Paidós, p. 85.
3. Véase en Agenda Nº 96, el artículo “Poder, perversión… y obediencia” donde hemos intentando establecer lo engañoso en la dialéctica entre piedad y crueldad.
4. Lacan, J, El Seminario, Libro 1, Ediciones Paidós, p. 120
5. Freud, S. “Moisés y la religión monoteísta”, en A.E., O.C., tomo XXIII, p. 52
6. Id. anterior
7. Freud, S. “La interpretación de los sueños”, en A.E., en O.C., tomo V, p. 600.
Fuente: Hugo Dvoskin, "Ser un poco viejos" Imago agenda.
Más sobre vejez: El tercer despertar sexual por Silvia Wainsztein y El cuerpo en la vejez, una mirada desde la recreación, por Sergio Fajn
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