miércoles, 16 de septiembre de 2020

Lo que el caso Dora nos enseñó sobre la histeria

La neurosis es fundamentalmente una pregunta a nivel del significante: ¿Qué es una mujer? Se trata de una pregunta tanto para el varón como para una mujer. Voy a tomar unos párrafos del historial de Dora para situarnos, en el trabajo fundamental que Freud nos transmite y que se basa en el análisis de dos sueños que transcurren durante el tratamiento. Voy a tomar el segundo de esos sueños, para luego anudarlos con conceptos que Lacan trabajó en el seminario de las psicosis, en relación a la histeria.

El caso Dora es un historial freudiano escrito en 1905. Es una muchacha adolescente, que en principio consulta el padre.

El círculo familiar de nuestra paciente, de 18 años, incluía, además de su persona, a sus padres y a un hermano un año y medio mayor que ella. La persona dominante era el padre, tanto por su inteligencia y sus rasgos de carácter como por las circunstancias de su vida, que proporcionaron el armazón en torno del cual se edificó la historia infantil y-patológica de la paciente. 

Vemos el papel fundamental del padre en la histeria.

En la época en que tomé a esta bajo tratamiento, el padre era un hombre que andaba por la segunda mitad de la cuarentena, de vivacidad y dotes nada comunes; un gran industrial, con una situación material muy holgada. La hija estaba apegada a el con particular ternura, [...]

Esta ternura se había acrecentado, además, por las numerosas y graves enfermedades que el padre padeció desde que ella cumplió su sexto año de vida. En esa época enfermó de tuberculosis, y ello ocasionó que la familia se trasladara a una pequeña ciudad de nuestras provincias meridionales, de benigno clima; la afección pulmonar mejoró allí con rapidez, pero, juzgándose imprescindible una convalecencia, ese sitio, que llamaré B., continuó siendo durante los diez años que siguieron el lugar de residencia casi principal tanto de los padres como de los niños. Cuando el padre ya estuvo sano, solía ausentarse temporariamente para visitar sus fábricas. [...]

Cuando la niña tenía alrededor de diez años, un desprendimiento de retina forzó al padre a una cura de oscuridad. Como consecuencia de esta enfermedad sufrió una disminución permanente de la visión. Pero la más seria dolencia le 18 sobrevino unos dos años después; consistió en un ataque de confusión, seguido por manifestaciones de parálisis y ligeras perturbaciones psíquicas. Un amigo del enfermo, cuyo papel habrá de ocuparnos todavía en lo que sigue [cf. pág. 27, K. 19], lo persuadió, habiendo él mejorado un poco, a que viajase con su médico a Viena para consultarme.[...]

Ahí lo atiende Freud, el padre mejora de una parálisis diabética. Continúa Freud, unos párrafos más abajo:

La muchacha, que se convirtió en mi paciente a los 18 años de edad, había depositado desde siempre sus simpatías en la familia paterna y, después de caer enferma, veía su modelo en la tía que acabo de mencionar. Tampoco era dudoso para mí que de esta familia le venían tanto sus dotes y su precocidad intelectual cuanto su disposición a enfermar. No conocí a la madre. De acuerdo con las comunicaciones del padre y de la muchacha, no pude menos que formarme esta idea: era una mujer de escasa cultura, pero sobre todo poco inteligente, que, tras la enfermedad de su marido y el consecuente distanciamiento, concentró todos sus intereses en la economía doméstica, y así ofrecía el cuadro de lo que puede llamarse la «psicosis del ama de casa». Carente de comprensión para los intereses más vivaces de sus hijos, ocupaba todo el día en hacer limpiar y en mantener limpios la vivienda, los muebles y los utensilios, a extremos que casi imposibilitaban su uso y su goce. [...]

La relación entre madre e hija era desde hacía años muy inamistosa. La hija no hacía caso a su madre, la criticaba duramente y se había sustraído por completo a su intluencia.* El único hermano de la muchacha, un año y medio mayor que ella, había sido en épocas anteriores el modelo al cual ambicionaba parecerse. Pero en los últimos años las relaciones entre ambos se habían vuelto más distantes. El joven procuraba sustraerse en todo lo posible a las disputas familiares; cuando se veía obligado a tomar partido, lo hacía del lado de la madre. Así, la usual atracción sexual había aproximado a padre e hija, por un lado, y a madre e hijo, por el otro. Nuestra paciente, a quien en lo sucesivo daré el nombre de «Dora»,'' presentaba ya a la edad de ocho años síntomas neuróticos. En esa época contrajo una disnea permanente, en la forma de ataques muy agudos, que le apareció por primera vez tras una pequeña excursión por las montañas, y fue atribuida por eso a un surmenage. Ese estado cedió poco a poco en el curso de unos seis meses, por obra del reposo y los cuidados que le prescribieron. [...]

La pequeña tuvo las habituales enfermedades infecciosas de la infancia sin que le dejaran secuelas. Según ella contó —¡con propósito simbolizante! [véase pág. 72, n. 29]—, su hermano solía contraer primero la enfermedad en grado leve, y ella le seguía con manifestaciones más serias. Hacia los doce años le aparecieron hemicranias, del tipo de una migraña, y ataques de tos nerviosa; al principio se presentaban siempre juntos, hasta que los dos síntomas se separaron y experimentaron un desarrollo diferente. La migraña se hizo cada vez más rara y hacia los dieciséis años había desaparecido. Los ataques de tussis nervosa, que se habían iniciado con un catarro común, perduraron todo el tiempo. Cuando entró en tratamiento conmigo, a los dieciocho años, tosía de nuevo de manera característica. El número de estos ataques no pudo precisarse, pero la duración de cada uno era de tres a cinco semanas, y en una ocasión se extendió por varios meses. Al menos en los últimos años, durante la primera mitad del ataque el síntoma más molesto era una afonía total. Desde tiempo atrás había diagnóstico firme: se trataba, de nuevo, de nerviosismo; los variados tratamientos usuales, incluidas la hidroterapia y la aplicación local de electricidad, no habían dado resultado. La niña, convertida entretanto en una señorita madura, muy independiente en sus juicios, solía burlarse de los esfuerzos de los médicos y, por último, renunció a su asistencia. Por lo demás, siempre se había mostrado renuente a consultar al médico, por más que no sentía rechazo hacia el facultativo de la familia. Todo intento de consultar a un nuevo médico provocaba su resistencia, y también a mí acudió movida sólo por la palabra autoritativa del padre. 

O sea que fue mandada, llevada por el padre al tratamiento.

La vi por primera vez a comienzos de un verano, cuando ella tenía dieciséis años; estaba aquejada de tos y afonía, y ya entonces le prescribí una cura psíquica de la que después se prescindió porque también este ataque, que había durado más que otros, desapareció espontáneamente.

Los signos principales de su enfermedad eran ahora una desazón y una alteración del carácter. 

Así es como ella se presenta.

Era evidente que no estaba satisfecha consigo misma ni con los suyos, enfrentaba hostilmente a su padre y no se entendía con su madre, que a toda costa quería atraerla a las tareas domésticas. Buscaba evitar el trato social; cuando el cansancio y la dispersión mental de que se quejaba se lo permitían, acudía a conferencias para damas y cultivaba estudios más serios. Un día los padres se horrorizaron al hallar sobre el escritorio de la muchacha, o en uno de sus cajones, una carta en la que se despedía de ellos porque ya no podía soportar más la vida. Es verdad que el padre, cuya penetración no era escasa, supuso que no estaba dominada por ningún designio serio de suicidarse. No obstante, quedó impresionado; y cuando un día, tras un ínfimo cambio de palabras entre padre e hija, esta sufrió un primer ataque de pérdida de conocimiento " (respecto del cual también persistió una amnesia), determinó, a pesar de la renuencia de ella, que debía ponerse bajo mi tratamiento. 

En el caso de mi paciente Dora, debí a la inteligencia del padre, ya destacada varias veces, el que no me hiciera falta buscar por mí mismo el anudamiento vital, al menos respecto de la conformación última de la enfermedad. Me informó que él y su familia habían trabado íntima amistad en B. con un matrimonio que residía allí desde hacía varios años. La señora K. lo había cuidado, durante su larga enfermedad, ganándose así un imperecedero derecho a su agradecimiento. El señor K. siempre se había mostrado muy amable hacia su hija Dora, salía de paseo con ella cuando estaba en B., le hacía pequeños obsequios, pero nadie había hallado algo reprochable en ello. Dora atendía a los dos hijitos del matrimonio K. de la manera más solícita, les hacía de madre, por así decir. Cuando padre e hija vinieron a verme en el verano, dos años atrás, estaban justamente a punto de viajar para encontrarse con el señor y la señora K. [...] Dora iba a permanecer varias semanas en casa de los K., mientras que el padre se había propuesto regresar a los pocos días. También el señor K. estuvo allí durante esos días. Pero cuando el padre estaba haciendo los preparativos para regresar, la muchacha declaró de pronto, con la mayor decisión, que viajaría con él, y así lo puso en práctica. Sólo algunos días después explicó su llamativa conducta contando a su madre, para que esta a su vez se lo trasmitiese al padre, que el señor K., durante una caminata, tras un viaje por el lago, había osado hacerle una propuesta amorosa.
[...]
«Yo no dudo—dijo el padre— de que ese suceso tiene la culpa de la desazón de Dora, de su irritabilidad y sus ideas suicidas. Me pide que rompa relaciones con el señor K., y en particular con la señora K., a quien antes directamente veneraba. Pero yo no puedo hacerlo, pues, en primer lugar, considero que el relato de Dora sobre el inmoral atrevimiento del hombre es una fantasía que a ella se le ha puesto; y en segundo lugar, me liga a la señora K. una sincera amistad y no quiero causarle ese pesar. La pobre señora es muy desdichada con su marido, de quien, por lo demás, no tengo muy buena opinión; ella misma ha sufrido mucho de los 24 nervios y tiene en mí su único apoyo. [...] Procure usted ahora ponerla en buen camino»
[...]
El trato con los K. había empezado antes de la enfermedad grave del padre; pero sólo se volvió íntimo cuando en el curso de esta última la joven señora se erigió oficialmente en su cuidadora, mientras que la madre se mantenía alejada del lecho del enfermo. [...] Las dos familias habían alquilado en común un pabellón del hotel, y un buen día la señora K. declaró que no podía continuar en la habitación que hasta ese momento había compartido con uno de sus hijos; pocos días después, el padre de Dora abandonó la suya y ambos ocuparon otras: estaban situadas en un extremo y sólo separadas por el pasillo; las que abandonaban no ofrecían igual garantía contra eventuales molestias. Cuando más tarde Dora hizo reproches a su padre a causa de la señora K., él solía decir que no concebía esa hostilidad, pues sus hijos más bien tenían todas las razones para estarle agradecidos. La madre, a quien Dora acudió para que le esclareciese ese punto oscuro, le comunicó que papá se sentía en esa época tan desdichado que quiso suicidarse en el bosque; la señora K., que lo sospechó, fue tras él y [...] 

...lo salvó. Dora era cómplice de esa situación: cuidaba a los niños, se encargaba de que ellos pudieran estar solos.

Sólo desde la aventura en el lago databan su claridad sobre eso y sus rigurosos reclamos al padre. 

Bueno, hasta aquí el historial, que lo pueden encontrar en el tomo VII de Amorrotu. Como se trata de un historial donde Freud estaba profundamente interesado en el tema de los sueños, es el trabaj de 2 sueños lo que dan su soporte a este historial. Tomemos el segundo sueño para trabajarlo un poco:

Ando paseando por una ciudad a la que no conozco, veo calles y plazas que me son extrañas} Después llego a una casa donde yo vivo, voy a p:i habitación y hallo una carta de mi mamá tirada ahí. Escribe que, puesto que yo me he ido de casa sin conocimiento de los padres, ella no quiso escribirme que papá ha enfermado. «Ahora ha muerto, y Sí tú quieres^- puedes venir». Entonces me encamino hacia la estación ferroviaria [Bahnhof] y pregunto unas cien veces: «¿Dónde está la estación?». Todas las veces recibo esta respuesta: «Cinco minutos». Veo después frente a mí un bosque denso; penetro en él, y ahí pregunto a un hombre a quien encuentro. Me dice: «Todavía dos horas y media».^ Me pide que lo deje acompañarme. Lo rechazo, y marcho sola. Veo frente a mí la estación y no puedo alcanzarla. Ahí me sobreviene el sentimiento de angustia usual cuando uno en el sueño no puede seguir adelante. Después yo estoy en casa; entretanto tengo que haber viajado, pero no sé nada de eso. . . . Me llego a la portería y pregunto al portero por nuestra vivienda. La muchacha de servicio me abre y responde: «'La mamá y los otros ya están en el cementerio [Friedhof]».

Hasta quí el texto del sueño. Freud va trabajando el sueño con ella y surge en el decir de Dora:

Ella deambula sola por una dudad extraña, ve calles y plazas.

Freud ahí la interroga por la imagen y ella recuerda que un joven ingeniero le envió una cajita de postales. El deambular por calles extraña la lleva al recuerdo de la visita de un primo, al que llevó a conocer Viena. Freud descarta esto y espera asociaciones. Viene a la memoria de Dora una estadía en Drsde, donde deambuló como extranjera. 

Esa vez deambuló como extranjera, pero desde luego no dejó de visitar la famosa galería. Otro primo que estaba con ellos y conocía Dresde quiso hacer de guía en la recorrida por la galería. Pero ella lo rechazó y fue sola, deteniéndose ante las imágenes que le gustaban. Permaneció dos horas frente a la Sixtina, en una ensoñación calma y admirada. Cuando se le preguntó qué le había gustado tanto en el cuadro, no supo responder nada claro. Al final dijo: «La Madonna».*

[...] en esta primera parte del sueño ella se identifica con un joven. El deambula por el extranjero, se afana por alcanzar una meta, [...] una.. . estación ferroviaria, que por lo demás nos es lícito sustituir por una cajita [Pie de página: «Schachíel», la palabra que emplea Dora en su pregunta para «cajita», es un término peyorativo para «mujer».]

La pregunta a la madre por la llave, que está en sueño, junto a la cajita es metáfora de los genitales femeninos. Un bosque denso, vestíbulo. Freud ubica ahí fantasías de desfloración. En relación a la carta sobre la muerte del padre, Freud recuerda la carta de despedida que ella escribe a su padre, donde quiere horrorizarlo para que él, al temer por la vida de su hija, deje su relación con la sra. K. Esta hija quiere extorsionarlo. 

Freud plantea la manía de venganza. La histérica es maníaca, rencorosa, se pasa tejiendo historias de vengaza. Hasta aquí lo que tomaré del historial en Freud.

Por su parte, Lacan en el seminario III de la psicosis, dice que fundamentalmente la neurosis es una pregunta, una pregunta a nivel simbólico, en el plano del significante. No es una pregunta consciente, sino a nivel simbólico. Dora llega a una pregunta fundamental acerca de su sexo: ¿qué es ser una mujer, qué es un órgano femenino?

Lacan dice que Freud se equivoca por estar demasiado centrado en la relación de objeto. Cree en la muchacha para el muchacho y se pierde la duplicidad en la que está implicada Dora. Dora está identificada al sr. K como lugar de la potencia. Se da siempre la identificación al padre, pero en el caso de Dora es un padre impotente, muy enfermo. Por eso toma al sr. K en el lugar de la potencia paterna. Por eso Dora se identifica a él y la sra. K es el objeto que le interesa. No le interesa el sr. K, sino que se identifica con él. Dora está capturada en ese cuarteto: ella, su padre, el sr y la sra K. 

¿Qué es ser una mujer? es una pregunta que trae el sueño. No hay simbolización del sexo de la mujer, porque no hay simbolización de la vagina. Lo imaginario proporciona una ausencia donde del otro lado hay un símbolo muy prevalente, que es el falo. La turgencia, lo prevalente... En la realización del complejo de Edipo, la mujer toma el rodeo de la identificación al padre. Dora se identifica al sr. K porque él reprsenta el lugar de la potencia que su padre carece.

Su identificación al hombre portador del pene es una ocasión a aproximarse a esa definición que no alcanza. El pene le sirve de instrumento imaginario para aprehender lo que no logra simbolizar: el falo. Por eso, preguntarse qupe es una mujer y volverse mujer son dos cosas diferentes. Se pregunta porque no lo es. Preguntarse pqué es una mujer lo hace desde una posición de identificación al varón, el que lo tiene. Posición histérica: volverse mujer es un proceso de aceptación de la privación, análisis mediante. Ella está privada, no lo debe perder porque no lo tiene. Esa sería la posición femenina.

Proximamente veremos otros aspectos de la histeria y de la estructura.

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