La neurosis es fundamentalmente una pregunta a nivel del significante: ¿Qué es una mujer? Se trata de una pregunta tanto para el varón como para una mujer. Voy a tomar unos párrafos del historial de Dora para situarnos, en el trabajo fundamental que Freud nos transmite y que se basa en el análisis de dos sueños que transcurren durante el tratamiento. Voy a tomar el segundo de esos sueños, para luego anudarlos con conceptos que Lacan trabajó en el seminario de las psicosis, en relación a la histeria.
El caso Dora es un historial freudiano escrito en 1905. Es una muchacha adolescente, que en principio consulta el padre.
El círculo familiar de nuestra paciente, de 18 años, incluía,
además de su persona, a sus padres y a un hermano un año y
medio mayor que ella. La persona dominante era el padre,
tanto por su inteligencia y sus rasgos de carácter como por
las circunstancias de su vida, que proporcionaron el armazón
en torno del cual se edificó la historia infantil y-patológica de
la paciente.
Vemos el papel fundamental del padre en la histeria.
En la época en que tomé a esta bajo tratamiento, el padre era un hombre que andaba por la segunda mitad
de la cuarentena, de vivacidad y dotes nada comunes; un
gran industrial, con una situación material muy holgada. La
hija estaba apegada a el con particular ternura, [...]
Esta ternura se había acrecentado, además, por las numerosas y graves enfermedades que el padre padeció desde que
ella cumplió su sexto año de vida. En esa época enfermó de
tuberculosis, y ello ocasionó que la familia se trasladara a
una pequeña ciudad de nuestras provincias meridionales, de
benigno clima; la afección pulmonar mejoró allí con rapidez,
pero, juzgándose imprescindible una convalecencia, ese sitio,
que llamaré B., continuó siendo durante los diez años que
siguieron el lugar de residencia casi principal tanto de los
padres como de los niños. Cuando el padre ya estuvo sano,
solía ausentarse temporariamente para visitar sus fábricas. [...]
Cuando la niña tenía alrededor de diez años, un desprendimiento de retina forzó al padre a una cura de oscuridad.
Como consecuencia de esta enfermedad sufrió una disminución permanente de la visión. Pero la más seria dolencia le
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sobrevino unos dos años después; consistió en un ataque
de confusión, seguido por manifestaciones de parálisis y ligeras perturbaciones psíquicas. Un amigo del enfermo, cuyo
papel habrá de ocuparnos todavía en lo que sigue [cf. pág.
27, K. 19], lo persuadió, habiendo él mejorado un poco, a
que viajase con su médico a Viena para consultarme.[...]
Ahí lo atiende Freud, el padre mejora de una parálisis diabética. Continúa Freud, unos párrafos más abajo:
La muchacha, que se convirtió en mi paciente a los 18
años de edad, había depositado desde siempre sus simpatías
en la familia paterna y, después de caer enferma, veía su
modelo en la tía que acabo de mencionar. Tampoco era dudoso para mí que de esta familia le venían tanto sus dotes
y su precocidad intelectual cuanto su disposición a enfermar. No conocí a la madre. De acuerdo con las comunicaciones del padre y de la muchacha, no pude menos que formarme esta idea: era una mujer de escasa cultura, pero sobre
todo poco inteligente, que, tras la enfermedad de su marido
y el consecuente distanciamiento, concentró todos sus intereses en la economía doméstica, y así ofrecía el cuadro de
lo que puede llamarse la «psicosis del ama de casa». Carente
de comprensión para los intereses más vivaces de sus hijos,
ocupaba todo el día en hacer limpiar y en mantener limpios
la vivienda, los muebles y los utensilios, a extremos que casi
imposibilitaban su uso y su goce. [...]
La relación entre madre e
hija era desde hacía años muy inamistosa. La hija no hacía
caso a su madre, la criticaba duramente y se había sustraído
por completo a su intluencia.*
El único hermano de la muchacha, un año y medio mayor
que ella, había sido en épocas anteriores el modelo al cual
ambicionaba parecerse. Pero en los últimos años las relaciones entre ambos se habían vuelto más distantes. El joven
procuraba sustraerse en todo lo posible a las disputas familiares; cuando se veía obligado a tomar partido, lo hacía del
lado de la madre. Así, la usual atracción sexual había aproximado a padre e hija, por un lado, y a madre e hijo, por
el otro.
Nuestra paciente, a quien en lo sucesivo daré el nombre de
«Dora»,'' presentaba ya a la edad de ocho años síntomas
neuróticos. En esa época contrajo una disnea permanente, en
la forma de ataques muy agudos, que le apareció por primera
vez tras una pequeña excursión por las montañas, y fue atribuida por eso a un surmenage. Ese estado cedió poco a poco
en el curso de unos seis meses, por obra del reposo y los cuidados que le prescribieron. [...]
La pequeña tuvo las habituales enfermedades infecciosas
de la infancia sin que le dejaran secuelas. Según ella contó
—¡con propósito simbolizante! [véase pág. 72, n. 29]—, su
hermano solía contraer primero la enfermedad en grado leve,
y ella le seguía con manifestaciones más serias. Hacia los doce
años le aparecieron hemicranias, del tipo de una migraña, y
ataques de tos nerviosa; al principio se presentaban siempre
juntos, hasta que los dos síntomas se separaron y experimentaron un desarrollo diferente. La migraña se hizo cada
vez más rara y hacia los dieciséis años había desaparecido.
Los ataques de tussis nervosa, que se habían iniciado con un
catarro común, perduraron todo el tiempo. Cuando entró en
tratamiento conmigo, a los dieciocho años, tosía de nuevo
de manera característica. El número de estos ataques no pudo
precisarse, pero la duración de cada uno era de tres a cinco
semanas, y en una ocasión se extendió por varios meses. Al
menos en los últimos años, durante la primera mitad del
ataque el síntoma más molesto era una afonía total. Desde
tiempo atrás había diagnóstico firme: se trataba, de nuevo,
de nerviosismo; los variados tratamientos usuales, incluidas
la hidroterapia y la aplicación local de electricidad, no habían
dado resultado. La niña, convertida entretanto en una señorita madura, muy independiente en sus juicios, solía burlarse
de los esfuerzos de los médicos y, por último, renunció a su
asistencia. Por lo demás, siempre se había mostrado renuente a consultar al médico, por más que no sentía rechazo hacia
el facultativo de la familia. Todo intento de consultar a un
nuevo médico provocaba su resistencia, y también a mí acudió movida sólo por la palabra autoritativa del padre.
O sea que fue mandada, llevada por el padre al tratamiento.
La vi por primera vez a comienzos de un verano, cuando
ella tenía dieciséis años; estaba aquejada de tos y afonía, y
ya entonces le prescribí una cura psíquica de la que después
se prescindió porque también este ataque, que había durado
más que otros, desapareció espontáneamente.
Los signos principales de
su enfermedad eran ahora una desazón y una alteración del
carácter.
Así es como ella se presenta.
Era evidente que no estaba satisfecha consigo misma ni con los suyos, enfrentaba hostilmente a su padre y no
se entendía con su madre, que a toda costa quería atraerla a
las tareas domésticas. Buscaba evitar el trato social; cuando
el cansancio y la dispersión mental de que se quejaba se lo
permitían, acudía a conferencias para damas y cultivaba estudios más serios. Un día los padres se horrorizaron al hallar
sobre el escritorio de la muchacha, o en uno de sus cajones,
una carta en la que se despedía de ellos porque ya no podía
soportar más la vida. Es verdad que el padre, cuya penetración no era escasa,
supuso que no estaba dominada por ningún designio serio de
suicidarse. No obstante, quedó impresionado; y cuando un
día, tras un ínfimo cambio de palabras entre padre e hija,
esta sufrió un primer ataque de pérdida de conocimiento "
(respecto del cual también persistió una amnesia), determinó, a pesar de la renuencia de ella, que debía ponerse bajo mi
tratamiento.
En el caso de mi paciente Dora, debí a la inteligencia del
padre, ya destacada varias veces, el que no me hiciera falta
buscar por mí mismo el anudamiento vital, al menos respecto
de la conformación última de la enfermedad. Me informó
que él y su familia habían trabado íntima amistad en B. con
un matrimonio que residía allí desde hacía varios años. La
señora K. lo había cuidado, durante su larga enfermedad,
ganándose así un imperecedero derecho a su agradecimiento.
El señor K. siempre se había mostrado muy amable hacia su
hija Dora, salía de paseo con ella cuando estaba en B., le
hacía pequeños obsequios, pero nadie había hallado algo reprochable en ello. Dora atendía a los dos hijitos del matrimonio K. de la manera más solícita, les hacía de madre, por
así decir. Cuando padre e hija vinieron a verme en el verano,
dos años atrás, estaban justamente a punto de viajar para
encontrarse con el señor y la señora K. [...] Dora iba a
permanecer varias semanas en casa de los K., mientras que
el padre se había propuesto regresar a los pocos días. También el señor K. estuvo allí durante esos días. Pero cuando el
padre estaba haciendo los preparativos para regresar, la muchacha declaró de pronto, con la mayor decisión, que viajaría
con él, y así lo puso en práctica. Sólo algunos días después
explicó su llamativa conducta contando a su madre, para
que esta a su vez se lo trasmitiese al padre, que el señor K.,
durante una caminata, tras un viaje por el lago, había osado
hacerle una propuesta amorosa.
[...]
«Yo no dudo—dijo el padre— de que ese suceso tiene la
culpa de la desazón de Dora, de su irritabilidad y sus ideas
suicidas. Me pide que rompa relaciones con el señor K., y
en particular con la señora K., a quien antes directamente
veneraba. Pero yo no puedo hacerlo, pues, en primer lugar,
considero que el relato de Dora sobre el inmoral atrevimiento del hombre es una fantasía que a ella se le ha puesto; y
en segundo lugar, me liga a la señora K. una sincera amistad
y no quiero causarle ese pesar. La pobre señora es muy desdichada con su marido, de quien, por lo demás, no tengo
muy buena opinión; ella misma ha sufrido mucho de los
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nervios y tiene en mí su único apoyo. [...] Procure usted ahora ponerla en buen camino»
[...]
El trato con los K. había empezado antes de la enfermedad
grave del padre; pero sólo se volvió íntimo cuando en el curso de esta última la joven señora se erigió oficialmente en su
cuidadora, mientras que la madre se mantenía alejada del
lecho del enfermo. [...] Las dos familias habían
alquilado en común un pabellón del hotel, y un buen día la
señora K. declaró que no podía continuar en la habitación
que hasta ese momento había compartido con uno de sus
hijos; pocos días después, el padre de Dora abandonó la suya
y ambos ocuparon otras: estaban situadas en un extremo y
sólo separadas por el pasillo; las que abandonaban no ofrecían igual garantía contra eventuales molestias. Cuando más
tarde Dora hizo reproches a su padre a causa de la señora K.,
él solía decir que no concebía esa hostilidad, pues sus hijos
más bien tenían todas las razones para estarle agradecidos. La
madre, a quien Dora acudió para que le esclareciese ese
punto oscuro, le comunicó que papá se sentía en esa época
tan desdichado que quiso suicidarse en el bosque; la señora
K., que lo sospechó, fue tras él y [...]
...lo salvó. Dora era cómplice de esa situación: cuidaba a los niños, se encargaba de que ellos pudieran estar solos.
Sólo desde la aventura en el lago databan su
claridad sobre eso y sus rigurosos reclamos al padre.
Bueno, hasta aquí el historial, que lo pueden encontrar en el tomo VII de Amorrotu. Como se trata de un historial donde Freud estaba profundamente interesado en el tema de los sueños, es el trabaj de 2 sueños lo que dan su soporte a este historial. Tomemos el segundo sueño para trabajarlo un poco:
Ando paseando por una ciudad a la que no
conozco, veo calles y plazas que me son extrañas} Después
llego a una casa donde yo vivo, voy a p:i habitación y hallo
una carta de mi mamá tirada ahí. Escribe que, puesto que
yo me he ido de casa sin conocimiento de los padres, ella
no quiso escribirme que papá ha enfermado. «Ahora ha muerto, y Sí tú quieres^- puedes venir». Entonces me encamino
hacia la estación ferroviaria [Bahnhof] y pregunto unas cien
veces: «¿Dónde está la estación?». Todas las veces recibo esta
respuesta: «Cinco minutos». Veo después frente a mí un
bosque denso; penetro en él, y ahí pregunto a un hombre a
quien encuentro. Me dice: «Todavía dos horas y media».^
Me pide que lo deje acompañarme. Lo rechazo, y marcho
sola. Veo frente a mí la estación y no puedo alcanzarla. Ahí
me sobreviene el sentimiento de angustia usual cuando uno
en el sueño no puede seguir adelante. Después yo estoy en
casa; entretanto tengo que haber viajado, pero no sé nada
de eso. . . . Me llego a la portería y pregunto al portero por
nuestra vivienda. La muchacha de servicio me abre y responde: «'La mamá y los otros ya están en el cementerio
[Friedhof]».
Hasta quí el texto del sueño. Freud va trabajando el sueño con ella y surge en el decir de Dora:
Ella deambula sola por una dudad extraña, ve calles y
plazas.
Freud ahí la interroga por la imagen y ella recuerda que un joven ingeniero le envió una cajita de postales. El deambular por calles extraña la lleva al recuerdo de la visita de un primo, al que llevó a conocer Viena. Freud descarta esto y espera asociaciones. Viene a la memoria de Dora una estadía en Drsde, donde deambuló como extranjera.
Esa vez deambuló como
extranjera, pero desde luego no dejó de visitar la famosa
galería. Otro primo que estaba con ellos y conocía Dresde
quiso hacer de guía en la recorrida por la galería. Pero ella
lo rechazó y fue sola, deteniéndose ante las imágenes que
le gustaban. Permaneció dos horas frente a la Sixtina, en una
ensoñación calma y admirada. Cuando se le preguntó qué
le había gustado tanto en el cuadro, no supo responder nada
claro. Al final dijo: «La Madonna».*
[...] en esta primera
parte del sueño ella se identifica con un joven. El deambula por el extranjero, se afana por alcanzar una meta, [...] una.. . estación ferroviaria, que
por lo demás nos es lícito sustituir por una cajita [Pie de página: «Schachíel», la palabra que emplea Dora en su pregunta para
«cajita», es un término peyorativo para «mujer».]
La pregunta a la madre por la llave, que está en sueño, junto a la cajita es metáfora de los genitales femeninos. Un bosque denso, vestíbulo. Freud ubica ahí fantasías de desfloración. En relación a la carta sobre la muerte del padre, Freud recuerda la carta de despedida que ella escribe a su padre, donde quiere horrorizarlo para que él, al temer por la vida de su hija, deje su relación con la sra. K. Esta hija quiere extorsionarlo.
Freud plantea la manía de venganza. La histérica es maníaca, rencorosa, se pasa tejiendo historias de vengaza. Hasta aquí lo que tomaré del historial en Freud.
Por su parte, Lacan en el seminario III de la psicosis, dice que fundamentalmente la neurosis es una pregunta, una pregunta a nivel simbólico, en el plano del significante. No es una pregunta consciente, sino a nivel simbólico. Dora llega a una pregunta fundamental acerca de su sexo: ¿qué es ser una mujer, qué es un órgano femenino?
Lacan dice que Freud se equivoca por estar demasiado centrado en la relación de objeto. Cree en la muchacha para el muchacho y se pierde la duplicidad en la que está implicada Dora. Dora está identificada al sr. K como lugar de la potencia. Se da siempre la identificación al padre, pero en el caso de Dora es un padre impotente, muy enfermo. Por eso toma al sr. K en el lugar de la potencia paterna. Por eso Dora se identifica a él y la sra. K es el objeto que le interesa. No le interesa el sr. K, sino que se identifica con él. Dora está capturada en ese cuarteto: ella, su padre, el sr y la sra K.
¿Qué es ser una mujer? es una pregunta que trae el sueño. No hay simbolización del sexo de la mujer, porque no hay simbolización de la vagina. Lo imaginario proporciona una ausencia donde del otro lado hay un símbolo muy prevalente, que es el falo. La turgencia, lo prevalente... En la realización del complejo de Edipo, la mujer toma el rodeo de la identificación al padre. Dora se identifica al sr. K porque él reprsenta el lugar de la potencia que su padre carece.
Su identificación al hombre portador del pene es una ocasión a aproximarse a esa definición que no alcanza. El pene le sirve de instrumento imaginario para aprehender lo que no logra simbolizar: el falo. Por eso, preguntarse qupe es una mujer y volverse mujer son dos cosas diferentes. Se pregunta porque no lo es. Preguntarse pqué es una mujer lo hace desde una posición de identificación al varón, el que lo tiene. Posición histérica: volverse mujer es un proceso de aceptación de la privación, análisis mediante. Ella está privada, no lo debe perder porque no lo tiene. Esa sería la posición femenina.
Proximamente veremos otros aspectos de la histeria y de la estructura.
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