lunes, 21 de julio de 2025

Releer lo imaginario: de la crítica a su función constituyente

El hecho de que Lacan iniciara su enseñanza pública con una crítica incisiva a la imaginarización de la práctica analítica —es decir, al modo en que se había psicologizado y estetizado la clínica— parece haber marcado una lectura parcial de su teoría. Tal como fue recibida por algunos sectores, esta crítica dio lugar a una sobredeterminación negativa del registro imaginario, entendiendo que lo esencial era trascenderlo, por considerarlo un campo obturante, defensivo o engañoso.

Sin embargo, esta lectura, aunque apoyada en ciertos momentos polémicos de la obra lacaniana, no rinde cuenta del lugar crucial que lo imaginario conserva en la constitución subjetiva. Desde el estadio del espejo hasta el Seminario 5, lo imaginario no es un error del que haya que corregirse, sino un registro estructural sin el cual no se constituye ni el yo, ni el cuerpo, ni el fantasma, ni la relación al deseo del Otro.

En efecto, ya en el texto De nuestros antecedentes, Lacan había afirmado el valor constituyente del estadio del espejo, no sólo como formación narcisista o especular, sino como una repartición originaria entre lo simbólico y lo imaginario, de la cual se desprende la organización del fantasma. Años después, esta misma operación aparecerá reinscrita en el esquema Rho del Seminario 5, donde el estadio del espejo se articula directamente con la entrada en el campo del Otro y la localización del sujeto respecto al deseo parental.

Desde esta perspectiva, no puede decirse que el falo imaginario sea un mero señuelo. En tanto significación privilegiada, el falo (ϕ) en su valor imaginario constituye la brújula con la que el niño se orienta en el deseo del Otro. Le permite sostener una posición en la escena fantasmática, y es también el operador que posibilita la dirección hacia un partenaire, incluso en sus vicisitudes más sintomáticas.

Si en los primeros seminarios lo imaginario aparece asociado a la alienación del yo y a la función del engaño, es porque el sujeto no puede constituirse sin atravesar ese velo. Pero reducir lo imaginario al mero obstáculo es perder de vista su valor como mediación, como el campo en el que se enlazan cuerpo, imagen y deseo, y donde se produce la primera inscripción de goce.

Más aún, si el fantasma fundamental ($ ◊ a) necesita del anudamiento entre simbólico e imaginario para sostenerse, es porque lo imaginario no es un suplemento accidental, sino una de las tres consistencias necesarias para que el sujeto no se deshaga. Y esto cobra todavía más fuerza a partir de los nudos borromeos: sin lo imaginario, no hay sujeto; sin imagen, no hay cuerpo hablante.

Por eso, lejos de abandonar el registro imaginario, Lacan lo reubica y lo topologiza. Lo vuelve parte esencial del anudamiento que permite al sujeto habitar su ex-sistencia. El problema, entonces, no es lo imaginario, sino su absolutización; no es su presencia, sino el intento de leerlo como totalidad cerrada, como sustancia o identidad.

Volver a recorrer sus primeras formulaciones —desde el estadio del espejo hasta la articulación con el fantasma y el deseo del Otro— no implica un retroceso, sino una lectura más justa y compleja del lugar que lo imaginario ocupa en la economía subjetiva. Es, en definitiva, una forma de reparar el malentendido inicial, sin por ello abandonar la crítica que le dio lugar.

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