viernes, 30 de diciembre de 2016

Des-velos del Insomnio.

(RAÚL A. YAFAR)
Vamos a investigar inicialmente lo que podríamos llamar insomnio "clásico" o crónico —la alerta nocturna—, así como una variante ligada a las neurosis actuales y a las depresiones, donde se ponen en juego en realidad dificultades con la sexuación. Trabajaremos también la presentación secreta del insomnio en la adolescencia —en algún sentido, relacionada con la variante anterior—y, yendo a lo esencial del problema, pensaremos las relaciones entre la escena del sueño y la del juego infantil.

I. En la aparente suavidad de la noche —almas apagadas, luces tímidas, fuegos pospuestos— sólo un latido vivo, agitado y expectante, vela porque la oscuridad no se apague: la vigilante conciencia del insomne: Velo de tormenta, porque en el escondrijo de sí Mismo, hay un emisario inclemente que amenaza. No sólo hay báches en la difusa noctumidad, también se agitan memorias de mundos de tiniebla-dentro mismo del alertado-sin-sosiego. El rostro del insomne puede, para empezar, ser estudiado desde dos ángulos problemáticos:

1) Del lado de las coyunturas del Otro: pues es en sus brazos que cualquier niño se duerme: cuna, amparo, pulso arracimado de sus cuidados. La nada del mundo no lo oprime si ese Otro le ofrece su falta. Muda aspiración del pequeño: que el ojo de Dios no se apague y vele por su sueño.

2) Del lado de la pulsión: la noche es el hogar de las máscaras multiformes que atesora los arrebatos del sexo, las pesadillas ardidas y los alaridos del pánico. El despertar es una salvación agónica cuando el rugido de sus mociones arremete sin atuendos.

El insomne está secuestrado fuera de sí. Agitado, no puede jugar a dormir. En su cofre abierto vela —sin velos-, mientras la noche es demasiado luminosa, demasiado llena de amenazas sin nombre... las peores amenazas...

El insomne vela por el mantenimiento de un mundo no asegurado en su raíz. Sabe que el despertar se dará como una cruda convulsión que romperá las esferas de la mente. Es un sobreviviente, un hijo de la necesidad más cruda. No se ha producido la composición escenográfica de la pulsión: no hay verdadera extimidad disfrutable del deseo.

La conciencia, en la vigilia, es punto focal, brújula y ojo. Cerrar los ojos es partir más allá del mundo a "otra" región... de fronteras móviles. Dormir es saber olvidar.., y que ese ovillo de sucesos siga fuera, misterioso pero confiable, mientras la vida de suyas las veinticuatro horas de un amodorramiento que nunca alcanza eficacia onírica, como tampoco conoce un cansancio feliz después de una animación vital y enérgica.

Dormir es abolir el cuerpo diurno, reino del Yo, para que el Otro-Cuerpo haga ahora "de las suyas". Dormir es un corte, apagar los ojos, ceder la conciencia en una travesía, tan sencilla que sorprende para algunos, devastadora para otros.

II. El insomne, entonces, no duerme en los brazos del Otro del Deseo: trabaja toda la noche constituyendo un "Otro postizo", supletorio, protésico de un universo en ruinas. En la asunción creativa de las estenografías de la alteridad —ensueño, fantasías, llamadas a lo más profundo y rico de cada uno— algo ha fallado. El garante, es decir, ese "al-menos-alguien" que haya ofrecido algún deseo, ha dejado una tarea pendiente.

El sujeto debe, entonces, "garantiza?' al garante que se ha dormido... quizás pensando en demasiadas otras cosas. Tal vez, un Otro originario poseído por algún duelo interminable o excesivamente severo u obligado a una tarea a la que se sometió sin convicción. O, sencillamente, carente de amor.

El insomne vela, típicamente, hasta que el día regrese: el insomnio más común se cura apenas amanece. Ha terminado la trágica noche interminable. El sol la ha ahuyentado. Ya se puede descansar, el Otro ha regresado, todos los pequeños otros se ocuparán de los agujeros del mundo: así lo rearman de nuevo: no es necesario custodiar para que el cosmos continúe, incluso tan enclenque como lo es usualmente. La realidad compartida vive por sí misma, gracias a todos los que la constituyen. No es necesario inventar un remedo forzado, tedioso, laborioso. Y, para colmo, solitario.

No es que el sol nuevo lo acune, para nada, pero al menos promete un pasatiempo. Lo que tiene ahora por delante son unas horas de un "dormir" que no es tal, un pseudo-dormir "diurno".

No reposa, sino que "descansa", afloja, se desliza (por fin) al término de su vigilancia, en un pozo que es sólo un recreo. Porque un verdadero dormir, como escenario onírico del que sería responsable y no su agente atormentado, le resulta imposible.

Pero volvamos a su modorra aciaga: si se entregara al sueño profundo, un sujeto tal, sin creencia en un Otro consistente —imaginario, amante, fiable—, podría ser visitado por una pulsión" demasiado áspera. Es que ella sobrevendría sin los disfraces de la imaginación, sin fiebre argumental, sin angustia-señal, sin escena dentro de la escena.

Si el preservador Morfeo no ha trabajado en su momento, contribuyendo a cimentar en el sujeto unos lazos flexibles, de entrada y salida, con el misterio-de-lo-más-propio, entonces los demonios —demasiado desconocidos, demasiado incognoscibles— se estrellarán de lleno en la costra de un yo deslucido. Y lo harán sin pausa, sin guión y, fundamentalmente, sin retorno asegurado.

III. Vigilia y dormir son ciclos biológicos que se proponen temprana y pasivamente, como obediencias necesarias que hay que aprender a acompasar. Es el aprendizaje de la alternancia de los ritmos del día y de la noche: así el sujeto entra en la cultura. Pero no hablamos aquí de eso. Estar soñando, estar jugando a vivir, en cambio, son escenarios, estados, condiciones subjetivas diversas de las que se puede tanto ingresar como resurgir. Como cambios de vía en el ferrocarril plástico de la realización espiritual.

Por el contrario, el insomne está todo el día semidormido, idiotizado; así como toda la noche dormitando se alcanza eficacia onírica, como tampoco conoce un cansancio feliz después de una animación vital y enérgica.

Los insomnes son ancianos zombis sin infancia, vigilantes aterrados de un mundo que amenaza con abandonarlos, con apagarse... tan tenue que parece hecho de cartones y medias luces. Este los ofrece demasiado crudamente a los poderes interiores del sexo y de la muerte, pero sin la magia de ningún semblante. Por algo, los cultos religiosos nocturnales han sido siempre asimilados a una Diosa que embruja, que es dueña de la vida y de la muerte. Difícil que ella ayude a dormir...

En síntesis, si el Otro ha sido un dios desfalleciente, huidizo, angustiado —que no soporta los latidos de la castración—, no per-mite al sujeto acoger la pulsión, que no se compone como misteriosa y sugerente —dentro de su escena—, sino como radicalmente desmembrante y ajena.

IV. Intentemos precisar un poco este terreno lleno de matices. Hay un subtipo clínico donde el insomnio es sólo un síntoma acompañante de las neurosis actuales y las depresiones. El sujeto no tiene actividad propia: asténico, desahuciado, su libido flota libre y confusa. Es un interruptus del dormir: no es que trabaja, lee u opera, es un febril lector de contratapas con avisos de ropa interior.

Si el orgasmo es el mejor somnífero, el neurasténico y el calenturiento no tienen farmacopea sexuada. Siempre encontramos alguna forma de abstinencia sexual en estos casos, aunque sea solapada.

Y allí él "echa mano" al remedio de las fantasías más reiteradas, al auxilio fogoneado de sombras incandescentes. Las figuras que imagina se contorsionan y se deslizan sobre él en círculos, como aves de presa que lo sobrevuelan en sus noches permanentes.

Todo es pesadilla, pero sin demonios ni visitas insurrectas. Pululan los síntomas sexuales: masturbación levísima o coitos desamarrados, maderos en la angustia de un cuerpo no constituido. El asténico es un náufrago sin mar.

Una forma de conciliar la sexuación imposible es el uso del alcohol para poder dormir. Pero no hay "sueño" alcohólico. El mann-a etílico lo deja noqueado, pero no dormido. El embriagado no sueña nada. Y tampoco hay aterrizaje adecuado, pues metabolizado el alcohol químicamente, el exaltado se despierta con una rara lucidez, y muy de golpe.

Como sea, este subtipo de insomnio es un rumbo errático por los excesos mal gobernados, no aquel de una confianza que ha huido, de una alerta innominable, de una falta de crédito en el mundo de los otros.

Es decir, esta variante que agregamos es parte del laberinto de una sexuación con salidas pobres, pero no es el insomnio que destaco: el del desamparo crónico.

V. Vayamos a las noches infantiles: 1) así como los niños temen la entrada en ese paraje incierto, piden relatos contados una y otra vez, para hacer menos adversa esa ronda inquietante al reino de lo tenebroso; también y a la inversa,

2) cualquiera intuye —sin necesidad de recordar a D. W Winnicott— que no hay que despertar demasiado aprisa al pequeñísimo durmiente. Puede que su cuerpo no lo acompañe y la salida de su sueño se vuelva excesivamente desnuda. Pero no es distinto de lo que pasa con el juego. Es éste, el de la infancia, el momento fundador del acceso a eso informe de lo que vivimos y gracias a lo cual adquirimos logro, intensidad en algunos instantes de dicha. El juego es la llave de lo maravilloso-aterrador. Cualquier juego, el más simple —el del meto de Freud— implica un acceso a una intimidad extranjera, una conexión de sí con lo Otro-de-uno-mismo que juega por, en y a través de uno. Esa conexión debiera ser fluida, de acogida y retirada, no vertiginosa ni aterradora, sino como una cuerda elástica que se tensa y se suelta. Como el arco heraclíteo o el arco zen.

El insomne, en cierto sentido, es como un niño que no puede jugar. No puede olvidarse de sí. Jugar, entonces, es parecido a dormir soñando. Pero es tan importante poder entrar en juego como poder salir sin riesgo de esos actos, donde hay tránsito, atravesamiento, puente a las estrellas internas.

Acceder a dormir o jugar —los actos ensimismados— es más complicado si el Otro más temprano —distante, acartonado, penumbroso— no ha sostenido las condiciones mediante las cuales un sujeto puede conectarse con naturalidad consigo, en intimidad con lo propio aunque sea generador de cierta deliciosa inquietud.

Incorporarse y emerger del sueño con simpleza, casi con presencia de ánimo, con el motor encendido, con una atención difusa —flotante?—... es un arte. Por eso tenemos reparo en no despertar al jugante-soñante, en no sofocar su tiempo, en no sobreinterpretar su espacio, en no cabalgar al galope cuando él viene trotando con su sintonía.

La partida, entonces, es tan importante como el acceso: los sobresaltos del despertar, como las interrupciones abruptas del juego, truncan la plenitud de una experiencia que no es sólo descanso, sino viaje a las entrañas del Ser de cada uno.

El insomne no tiene salvoconductos válidos para ese viaje y, por eso, es un niño- guardián. Alerta, no tiene fe en que el Organizador-del-Mundo cuidará de su pequeña parcela. Su nido se lo armó solo.

Y está tan agotado y tan despabilado al mismo tiempo... que no tiene tiempo para subjetivar (siquiera) su desolación.

VI. La noche era el tiempo que los adolescentes les habían robado históricamente a los adultos —el adolescente todavía no tiene tiempo propio, tiene algo de ladronzuelo siempre ofendido—. Los grandes, tan maduros, jugaban su ritmo de trabajo y reposo y, recién cuando su mirada se apagaba, allí se encendía la libertad del experimento adolescente. La noche —digamos, el "detrás" de la medianoche, esencialmente— era el tiempo de la aventura-travesura, de los miedos conquistados, de la sensualidad naciente, de la supuesta trasgresión y a veces, incluso, de algún que otro desastre. Pero la expectativa esencial era el encuentro del sexo y/o el amor en bandeja de plata: banquete inquietante, anhelado, iniciático y urticante.

La noche era el espacio del erotismo exogámico. Los ancianos padres dormían y los chicos salían a bailar, a encontrarse, a jorobar, a descubrir lo que sea. Pero hoy vale preguntarse si ese espacio, en apariencia etariarnente alargado, no se ha reducido en realidad, volviéndose más asexuado, menos intenso, casi errante, con poco propósito.

Los adolescentes ya no tienen esa noche específica donde jugar el juego del erotismo. Éste se les aleja, mientras se alarga su reloj. Quiero decir, se estira el horario de inicio de las promesas, pero lo que era antes la medianoche... ahora es noche cerrada. Hay demora en empezar el juego. La joda nunca termina de empezar.

Jaraneo grupal dentro de las casas, extensísimas "previas" que a veces ni siquiera son antecedentes de nada. Alcohol y sustancias en una mezcla difícil de reconstruir: falta de memoria, pero también los mismísimos actores carecen de datos. Los boliches se acercan y alejan asintóticamente, la charla de insensateces está a veces sólo destinada a evitar o postergar el salir de una vez. El ingreso al antro-refugio-madriguera rebasa sus limites: está más cerca del amanecer que de la cita inicial: todos están extenuados y alcoholizados. Todo terminó, antes de comenzar. No hay brizna de angustia —la angustia de la buena, la bien subjetivada— que anticiparía algún misterio: las sustancias borran toda aproximación a lo que marcaría distintivamente una experiencia plena.

Luego, ya "embolichados", siguen en lo mismo, aturdidos, chupados, drogados, y ya no saben a quién besan o con quién se van a la cama, espacio donde —de aquello que sí pasa— muy poco llega a ser verdadera historia.

Claro, también están los más huidizos... los que no alcanzan a sumirse en la noche insomne —que igual se los traga, porque duermen menos que ninguno—, esos que se refugian en la PC que los mira horas y horas, desde la negrura inmensa, sin nadie que los toque o les susurre al oído. Sólo el ojo de la web los encandila con su pupila desierta de cuerpos.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario