sábado, 16 de marzo de 2019

¿A qué huele una pulsión?


Por Fabián Ortiz
“Los olores conmueven las fibras del corazón con más seguridad que los colores o los sonidos” 
Rudyard Kipling


1. El porqué de esta ponencia
Cada vez que me enfrento a los textos freudianos donde se abordan las pulsiones, y en particular al enigmático Pulsiones y destinos de pulsión (1915), me asalta la misma pregunta: si es cierto lo que afirmaba Jacques Lacan respecto de las mociones pulsionales, a saber, que están relacionadas con los bordes de los orificios corporales, ¿qué pasa con la pulsión olfativa?

Son muchas las personas que otorgan al olfato una gran importancia, hasta tal punto que podría decirse que su relación con el mundo en el que viven pasa en gran medida por lo que perciben a través de ese sentido. Los pacientes hacen a menudo referencia a cuestiones relacionadas con el mundo de los olores durante las sesiones. Pese a todo ello, encontrar literatura psicoanalítica referida al olfato —incluida la propia obra de Freud— es una tarea complicadísima.[1] Esta ponencia, que plantea la vieja pregunta freudiana acerca de lo reprimido (adónde ha ido a parar lo que en su día fue fuente de grandes placeres para el sujeto), se apoya en el libro “Aportes para una comprensión psicoanalítica del olfato. La fase oral-olfatoria”,[2] en algunas referencias a lo olfatorio que pueden hallarse en los textos de Freud, en la ya citada concepción lacaniana y en ciertos inspiradores pasajes de una joya de la narrativa como “ El perfume”.[3]

2. La oscura pulsión freudiana
El concepto de pulsión, fundamental en la construcción de la metapsicología freudiana, es quizás también uno de los más oscuros del psicoanálisis. No en vano el propio Freud se refirió a estas mociones anímicas como “seres míticos, grandiosos en su indeterminación”.[4] Apareció pronto en su investigación teórica, ya cuando elaboraba su “Proyecto de una psicología para neurólogos” (1895), y no lo abandonó mientras vivió. Se trata de un concepto fundamental, “fronterizo entre lo anímico y lo somático”,[5] que da cuenta de aquello que anclado en el cuerpo, en lo orgánico, está ligado estrechamente a una representación psíquica. Es el de pulsión un concepto destinado a explicar las relaciones con el objeto y la búsqueda de satisfacción. Variadas y multicolores, las pulsiones poseen entre sí cuatro elementos en común: la fuente, el empuje, la meta y el objeto, siendo de los cuatro este último el que resulta mutable, intercambiable con tal de que la pulsión se satisfaga. Las pulsiones son esencialmente parciales y sus destinos, cuatro: se pueden transformar en lo contrario, volverse hacia la persona propia, caer bajo la represión o ser factibles de sublimación. Freud dividió el amplio y multicolor mundo de las pulsiones, con el objeto de hacer más accesible su estudio teórico, en dos grandes grupos que mantenían su idea de conflicto psíquico: las pulsiones sexuales o de vida, por un lado, y la pulsión de muerte, por otro; unas mueven al organismo, en tanto representante de la especie, a la reproducción, mientras la otra opera en el individuo desviándolo de las exigencias heredadas de su filogénesis.

Dos de las dificultades para estudiar las pulsiones estriban en que se suelen equiparar con cierta facilidad a la noción de instinto[6] y que no remiten a un fenómeno clínico tangible, sino que son sus exigencias las que permiten abordarlas en los análisis.

3. El borde de Lacan
En su seminario de 1964,[7] Jacques Lacan consideró la pulsión como uno de los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Tomó la conceptualización freudiana y la despegó de sus bases biológicas, para insistir en el carácter constante de la pulsión, con su movimiento arrítmico, que la distingue de las demás concepciones funcionales. Tomando lo dicho por Freud acerca de la contingencia del objeto, Lacan subrayó que el objeto de la pulsión no puede ser asimilado a nada concreto; para captar la esencia del funcionamiento de las pulsiones debemos concebir el objeto como un hueco, un vacío, una falta, lo no representable: el objeto(pequeño) a.

Para Lacan, el objeto de la pulsión es siempre parcial,[8] y en el citado seminario introduce dos nuevos objetos pulsionales, además del pecho materno (en la fase oral) y las heces (en la fase anal): la voz y la mirada, que denominó “objetos del deseo”.

En la clase del 6 de mayo de 1964, titulada Desmontaje de la pulsión, Lacan dice que el yo real “tiene un carácter de sujeto planificado, objetivado” y que Freud, a su entender, “subraya los caracteres de superficie de este campo al tratarlos topológicamente”. Es, conviene dejarlo claro desde ya, una lectura que hace Lacan, porque lo que afirma no está en la obra freudiana. Apoyado en eso, el francés sigue adelante: “Presento por último la cuestión de la fuente. Si quisiéramos a cualquier precio hacer entrar la regulación vital en la función de la pulsión, pensaríamos seguramente que es ahí donde está el sesgo. ¿Por qué? ¿Por qué las zonas erógenas no son reconocidas más que en estos puntos que se diferencian para nosotros por su estructura de borde?[9] ¿Por qué se habla de la boca y no del esófago, o del estómago? Participan igualmente de la función oral. Pero a nivel órgano, hablamos de la boca, y no sólo de la boca, de los labios y los dientes (...) Lo mismo ocurre con la pulsión anal. No todo consiste en decir que una cierta función viviente está integrada a una función de intercambio con el mundo del excremento. Hay otras funciones excrementicias, hay otros elementos que participan además del margen del ano (...)”.

Para resumir, desde esta plataforma argumentativa se impulsa Lacan para afirmar que existen una pulsión correspondiente a la mirada (pulsión escópica) y otra al oído (pulsión invocante, dirigida a la voz portadora del lenguaje y, por tanto, del deseo del Otro). Por tanto, boca, ojos, oídos y ano, orificios de cuyos bordes partiría la satisfacción de las pulsiones. Pero ¿qué pasa entonces con las fosas nasales? ¿Por qué no hablamos de una pulsión olfativa?

4. ¿Qué narices hacemos con el olfato?
Sin pretender adentrarme por los senderos de la anatomía y mucho menos la embriología, creo necesario aportar alguna información sobre cómo se desarrolla la función olfativa en el neonato.

Tomemos a Freud cuando aborda la angustia del nacimiento como modelo del estado angustiado que se repetirá después en numerosos momentos de la vida. Aquella angustia surgió como la reacción del bebé ante la amenaza de un peligro, y se reproducirá cuando reaparezca tal estado. Dice que “es probable que en el curso del nacimiento la inervación dirigida a los órganos de la respiración preparara la actividad de los pulmones, y la aceleración del ritmo cardíaco previniera el envenenamiento de la sangre”.[10] Tras el parto, mientras se pone en marcha el acto respiratorio, la catexis de esa función es máxima. Esta primacía señalada por Freud llevó a Chade a pensar en la existencia de tres momentos vinculados: el pulmonar, el respiratorio y el olfatorio.[11]

El primer momento prepara el órgano para su indispensable función que permita al neonato salir del colapso, el segundo aporta la urgencia en la incorporación del aire, y el momento olfatorio, una vez aplacada la angustia, adquirirá un carácter placentero, placer que poco después devendrá autónomo. Numerosos autores sostienen, mediante investigaciones documentadas, que el feto ya es capaz de percibir olores y sabores a través del líquido amniótico, como ocurre con los animales acuáticos. También se ha estudiado la respuesta de bebés con pocas horas de vida a estímulos olfatorios, donde queda demostrado que reaccionan de manera sintónica a olores agradables (como los azucarados) y con rechazo a los desagradables (como rancios o ácidos). Experimentos hechos con niños de tres a diez días de vida muestran que la ropa impregnada con el olor de su madre les produce un efecto sedante, comparable al de su presencia física, mientras que si la ropa es de otra parturienta el niño continúa inquieto.[12]

No podemos perder de vista la importancia del olfato en la función de alimentación. Según investigaciones de René A. Spitz, el ser humano nace con algo parecido a una dotación instintiva que él llamó hozar, ya que parece imitar el movimiento que los cerdos hacen con el hocico para remover la tierra en busca de alimento.[13] Si pocos segundos después de nacer se coloca al bebé sobre el pecho de la madre, enseguida buscará, con movimientos reptantes, el pezón, guiado por el olor, que en ese momento no es olor a leche —tampoco lo será después de manera exclusiva—, sino la marca personal extensiva del olor amniótico con el que ya está familiarizado: el aroma materno, ya inconfundible.[14] Mediante el hozar, el pequeño busca a tientas el pezón, del que se prenderá con ganas gracias a otra dotación prenatal: la succión.

Así, tenemos que al comienzo el olfato es un medio para el fin de la alimentación, pero que sirve a la vez para reconocer al otro y que muy pronto cumplirá también con el objetivo del propio reconocimiento: se habla de un “cerebro olfatorio”, centro de actividades psíquicas primarias, no sistematizadas, aunque permiten ya al bebé un primer paso en la elaboración de su personalidad;[15] sería un “psiquismo olfatorio” que permite al niño organizar su yo. Sólo más tarde el olfato se transformará en un fin en sí mismo como es el oler.

El vínculo oloroso que une a madre e hijo se transforma en una manera de comunicación. Si el bebé no ha sido separado de la madre será capaz de reconocerla de inmediato por el olfato, ya no sólo por el aroma de los pezones,[16] sino también por el olor de la leche, la sudoración, sus variaciones humorales y, más tarde, incluso será capaz de captar sus cambios emocionales (lo que redundará en beneficio de esa comunicación, generando demandas del bebé y atenciones de su madre).

Relacionado primero con la urgencia por sobrevivir —es decir, regido por el principio de placer para conseguir una disminución de la vivencia displacentera—, el olfato deviene después fuente de placer, por la incorporación de la madre a través de la cavidad nasal (se la “come” en moléculas olorosas) y por la incorporación de sus propios aromas y hedores, tales como los jabones, perfumes y talcos, como también el vómito, la orina y las heces. En los primeros 30 o 40 días posteriores al nacimiento el bebé alcanzará primero los objetos con el olfato, antes que con las manos o la vista, todavía insuficientes para tal fin. Estos primeros 40 días serían los de un marcado predominio de lo olfatorio, y se corresponden con el puerperio, cuando la madre experimenta un marcado descenso de su deseo genital, por una bajada de los estrógenos; cuando se reanudan las relaciones de la pareja se produce la ruptura del primer vínculo oloroso entre madre e hijo.

5. Levántate y mira
El olfato era un sentido privilegiado cuando el hombre andaba cerca del suelo. Sólo tras conseguir la postura erguida se resignó a favor de la vista y el oído, lo que relegó al olfato a un lugar no sólo secundario, sino también a aquello encargado de delatar lo sucio, lo desagradable, lo apestoso que el cuerpo propio y el ajeno generan de manera natural. Olor propio, vergüenza y asco guardan así una relación íntima. De ahí a poder decir que el olfato y lo reprimido están también en estrecha relación sólo hay un paso.

En su carta del 14 de noviembre de 1897, Freud le escribe a su amigo y colaborador Wilhelm Fliess: “A menudo he sospechado que algo orgánico interviene en la represión, y en alguna oportunidad ya pude comentarte que se trataba del abandono de antiguas zonas sexuales (...) en mi caso tal presunción se vinculó al cambio de función de las sensaciones olfatorias: la adopción de la locomoción erecta, la nariz que se aleja del suelo y, con ello, una serie de sensaciones ligadas al suelo que otrora fueron interesantes se tornan repugnantes (...)”.

Lo oral y lo anal no están destinados a la reproducción humana, sino sólo —y no siempre— al placer preliminar que puede conducir al coito. Para lo que Freud estableció como la sexualidad del “hombre maduro y normal”,[17] lo oral y lo anal cesan de producir excitaciones sexuales que surjan de las sensaciones internas emanadas de esas zonas, como lo hacen las sensaciones de los órganos sexuales propiamente dichos. Es en el animal en el que aquellas zonas sexuales conservan su poder en ambos sentidos; cuando esto se da en el hombre, nos hallamos con la perversión, en el sentido freudiano del término. En la infancia no hay, como ocurrirá en épocas posteriores, una organización genital, de modo que “en ella también las zonas que habrán de ser abandonadas —y posiblemente la superficie entera del cuerpo— estimulan en cierta medida la producción de algo que puede considerarse análogo a la ulterior excitación sexual”.[18]

Lo olfativo, que fue generador de gran placer durante la fase oral, que estableció el primer vínculo entre el bebé y la madre, que participó de manera fundamental en la comunicación primordial del niño antes de que se desarrollasen la vista y el tacto, que propició la “devoración” de la madre en un nivel molecular y que causó después gran satisfacción durante la fase anal, con todo su juego excrementicio,[19] cae muy pronto bajo el manto de la represión. La educación del niño empuja a que lo olfatorio sea apartado y, de manera directa, relacionado con el asco y la vergüenza, dos de los “diques psíquicos” (junto con la moral) mencionados por Freud. El olfato, el asco y la vergüenza quedarán ligados entre sí por efecto del lenguaje.

6. Palabras olorosas
“El primitivo órgano del olfato, el más bajo de los sentidos” 
Patrick Süskind

“No, eso es caca”. “¡Aj, qué peste!”. “No seas asqueroso”. “¿Qué haces oliéndote ahí?”. Estas frases u otras muy similares han sido y son utilizadas por los encargados de la educación de los niños de todo el mundo. Aplacar, mantener a raya, sofrenar lo que en el pequeño resulta placentero —eso que lo convierte en un “perverso polimorfo”, según la famosa definición freudiana—, es indispensable para que acceda a la sociabilidad, para que paulatinamente ingrese en el mundo adulto. Y para ello no hay mejor vía que el lenguaje. Así, el asco y la vergüenza dejarán su marca indeleble sobre el acto olfatorio, relegándolo a un terreno muy acotado.

El niño es obligado, ya que lo hará de muy mala gana, a renunciar al placer de sus olores naturales, en beneficio de la cultura. De hecho, en el bebé podemos ver repetido, a escala individual, el desarrollo de la humanidad, que progresivamente ha ido apartándose de los estímulos olorosos que una vez también fueron una guía para moverse en el mundo (es decir, una incorporación de la cultura). Sirva como ejemplo este fragmento de Süskind: “En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible para el hombre moderno (...) Hombres y mujeres apestaban a sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a tumores malignos (...) El campesino apestaba como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza entera y, sí, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en decadencia que no fuera acompañada de algún hedor”.[20] La limpieza, tal como la entendemos en nuestros días, es una adquisición tardía del ser humano. La tendencia a apartar los considerados malos olores va en aumento, hasta el punto de que podríamos hablar del tabú del olor, así como hablamos del tabú de la muerte como otro de los aspectos más íntimamente vinculados a la existencia humana (su animalidad corporal y la certeza de su finitud). El olor natural avergüenza por un tipo de represión donde la amenaza no es la pérdida del amor, como ocurre en la culpa. Es un tipo de rechazo más específico, dado por la vergüenza como afecto ligado al momento en que uno es detectado por un otro con el olfato, a causa de algo que no puede controlar: su ano, sus secreciones y también su deseo genital.[21]

Dice Freud: “La impulsión a la limpieza corresponde al esfuerzo por eliminar los excrementos que se han vuelto desagradables para la percepción sensorial. Sabemos que entre los niños pequeños no ocurre lo mismo. Los excrementos no excitan aversión ninguna en el niño, le parecen valiosos como parte desprendida de su cuerpo. La educación presiona aquí con particular energía para apresurar el inminente curso del desarrollo, destinado a restar valor a los excrementos, a volverlos asquerosos, horrorosos y repugnantes. Tal subversión de los valores sería imposible si estas sustancias sustraídas del cuerpo no estuvieran condenadas, por sus fuertes olores, a compartir el destino reservado a los estímulos olfatorios”.[22]

Lo paradójico del asunto es que en la elaboración de los perfumes que se comercializan mediante la estrategia de la seducción —a veces a través de metáforas, a menudo de manera directa y explícita— se utilizan sustancias naturales y sintéticas que poseen como base el ámbar gris, el almizcle o el civeto, cuando no ácido fórmico o sustancias florales que se eligen en su época de celo. El ámbar gris natural se encuentra en las tripas de las ballenas, en plena descomposición. El almizcle se extrae de las glándulas del prepucio de un rumiante que vive zonas frías. El civeto se obtiene de las glándulas de la civeta, también conocida como gata de Algalia. Los ácidos liberados, la etilamina y la propilamina son sustancias idénticas a las que debe su olor la materia fecal. Y las acetonas, también usadas en perfumería, son un componente ocasional de la orina. Es decir que los mejores y más caros perfumes, con los que intentamos enmascarar los olores desagradables generados por nuestro propio cuerpo y atraer al partenaire sexual, vendrían a actuar como reforzadores de aquello reprimido, hasta el punto de que podríamos compararlos con lo que los recuerdos encubridores representan en la formación del síntoma neurótico.

El lenguaje está preñado de expresiones que remiten a lo olfativo para denotar asco, placer, vergüenza o incluso, en sentido figurado, agudeza o perspicacia. “Este asunto huele mal”, “es taimado, apesta”, “huele a diablos”, “me da en la nariz que”, “a Fulano no lo puedo ni oler”, “tiene buen olfato para eso”, son voces que abundan en nuestro idioma para referirse al olor o que utilizan lo oloroso para señalar alguna propiedad de una persona o el carácter de una situación.[23] También dan cuenta de la importancia del olfato en la formación y emisión de un juicio razonado.

Los olores siempre resultan algo misterioso, ya que no pueden verse a simple vista (aunque hoy existe la tecnología que lo hace posible) y son capaces de “tocarnos” cuando no estamos preparados para ello, a veces para provocar en nosotros reacciones físicas muy evidentes.[24] Todo lo que se refiere al olor es subjetivo; es imposible hacer mención de lo oloroso si no es a través de metáforas o comparaciones: “huele como a” es la expresión más frecuente, y puede ir seguida de substancias (ajo, cebolla, mierda), adjetivos (dulce, suave) o incluso abstracciones (gloria, santidad, paz).

7. El carácter olisco
En su libro “Tres ensayos de teoría sexual” (1915) pero también en “Psicopatología de la vida cotidiana” (1900) Freud relacionó la amnesia infantil con el carácter. Y en su artículo Carácter y erotismo anal (1908) describe así la naturaleza del carácter y el mecanismo de su formación: “Es posible indicar una fórmula respecto de la formación del carácter definitivo a partir de las pulsiones constitutivas: los rasgos de carácter que permanecen son continuaciones inalteradas de las pulsiones originarias, sublimaciones de ellas o bien formaciones reactivas contra ellas”.

En “La interpretación de los sueños” (1900) dice: “Lo que llamamos nuestro carácter se basa en las huellas mnémicas de nuestras impresiones; y por cierto las que nos produjeron un efecto más fuerte, las de nuestra primera juventud, son las que casi nunca devienen concientes”.[25] Si tomamos también lo que afirma Reich, a saber, que el carácter posee la función de ahorrar energía represora,[26] podríamos establecer una relación entre los rasgos de carácter que llamaremos “olfatorios” y las características funcionales de la olfación. El carácter olfatorio u olisco se formaría como reacción defensiva contra la excitación provocada sobre el aparato olfativo como zona erógena privilegiada de los primeros meses de vida y quizás en el renacer de la sexualidad, con la entrada en la pubertad. Las formas defensivas del carácter olfatorio, dice Chade, “corresponden a fijaciones y regresiones de las mismas en etapas tempranas del desarrollo, que se convierten en modos regulares de reacción y se reiteran ante situaciones similares que reactivan aquellas originales que le dieron vida. En esta estructuración tienen importancia las cargas de objeto abandonadas por identificaciones, en tanto el carácter contiene la historia de sus cargas de objeto”.[27] Afirma la autora que el carácter olfatorio genital y el pregenital son los tipos libidinales básicos.

El significado de la palabra olfato, de hecho, ya remite a una cualidad de quien huele. Proviene del latín olfatus, es el “sentido corporal con el cual se perciben los olores” pero también, figuradamente, la “sagacidad con que uno descubre o entiende lo disimulado o encubierto”. Por su parte, oler, del latín olere, en una de sus acepciones es “indagar con curiosidad y diligentemente lo que hacen otras personas para sacar provecho de ello o con algún otro fin”. El olfativo u olisco es sagaz, alguien que indaga, husmea, barrunta y se maneja con cautela. En su interés por lo que hacen otras personas podemos intuir también una preocupación por lo amoroso, como apunta Erich Fromm en “El arte de amar”,[28] cuando dice que el amor “es una actitud, una orientación del carácter que determina el tipo de relación de una persona con el mundo como totalidad”: dominados por el temor a perder el amor, se encuentran en particular dependencia de los demás, quienes pueden privarlos de ese amor. La sagacidad y la desconfianza se darían como una formación reactiva a la fijación olfatoria. La persona de carácter olisco no confía, re-cela, lo que remite, por oposición, a la entrega total que el niño tiene con su madre: para creer lo debe hacer “en confianza”, mientras que si este pacto tácito se quiebra —real o alucinadamente— el pequeño se desanimará (sufrirá el des-aliento), crecerá temeroso, re-celoso y en adelante se protegerá del miedo a ser abandonado volviéndose olisco, es decir, suspicaz, delicado, susceptible de ofenderse con facilidad.

Freud trató a un paciente que luego se hizo famoso, ya que forma parte del reducido ramillete de casos clínicos publicados en su obra: el conocido como “Hombre de las ratas”, afectado de una neurosis obsesiva grave. “Nuestro paciente resultó ser también un olfateador, y en su infancia, según sostenía, era capaz de discernir a las personas por el olor como si fuera un perro; y todavía hoy las percepciones olfatorias le decían más que otras. En otros neuróticos, obsesivos e histéricos, he hallado algo parecido, lo que me aleccionó para incluir en la génesis de las neurosis un placer de oler sepultado desde la infancia. Y en términos generales yo plantearía esta cuestión: Si la atrofia del sentido del olfato, inevitable al apartarse el ser humano del suelo, y la represión orgánica del placer de oler así establecida, no pueden contribuir en mucho a su aptitud para contraer neurosis. Ello nos proporcionaría algún entendimiento sobre el hecho de que en un ascenso cultural tenga que ser justamente la vida sexual la víctima de la represión. En efecto, desde hace tiempo sabemos del íntimo nexo establecido en la organización animal entre la pulsión sexual y la función del órgano del olfato”.[29]

8. La emoción de los aromas
El ser humano no piensa en imágenes olfativas, pero sí está fuertemente aferrado a percepciones emocionales relacionadas con el poder evocador de los olores. Como dice Süskind, “la fuerza de persuasión del perfume no se puede contrarrestar, nos invade como el aire invade nuestros pulmones, nos llena, nos satura, no existe ningún remedio contra ella”. Bueno, ninguno no: ya hemos visto que el carácter olisco es una formación reactiva —es decir, una defensa yoica poderosa como pocas, acaso la más poderosa— ante la invasión aromática.

Desde el pecho materno, que significa supervivencia y después cuidados, entrega, confianza y muchas otras representaciones (o sus contrarios), hasta esa persona capaz de despertar en uno el deseo sexual más intenso y urgente, las fragancias provocan inscripciones a veces indelebles en nuestro aparato psíquico. Cómo se produce esa inscripción es algo que no abordaremos aquí, porque nos llevaría demasiado lejos. Pero ya hemos visto que los olores sólo pueden ser descritos en palabras mediante metáforas o comparaciones. Si lo inconsciente guarda el registro de las representaciones pulsionales (representaciones-palabra) y hemos llegado hasta aquí con el supuesto de que podríamos hablar de una pulsión olfatoria que se resigna, se sofoca y es objeto de represión por empuje de la educación, no cabe duda de que el registro de las imágenes olfativas es poderoso y duradero, está imbricado en una compleja red de afectos y determina en muchos casos la manera en que un sujeto se relaciona con ciertos rasgos de su neurosis: el obsesivo lavador no tolerará que la cama en la que duerme, sus manos u otra parte de su cuerpo, acaso su pareja o algún miembro de su familia huelan de una forma que le ofenda; el histérico se tomará todo el tiempo posible —ese que nunca es suficiente— para encontrar la fragancia que le permita sentirse atractivo, deseable; el fóbico sentirá que le falta el aire, que se sofoca o que algo le impele a escapar ante la irrupción de un aroma que pueda ligarse a sus pensamientos reprimidos.

El hecho mismo de que, como apuntaba en la introducción, la literatura psicoanalítica carezca casi por completo de trabajos dedicados a la incidencia del olfato en el desarrollo psicosexual, ¿no estaría señalando que algo está reprimido también en el campo analítico? ¿No deberíamos preguntarnos acerca de qué influencia tienen los olores en el marco de una sesión? ¿O es que tanto nosotros como los pacientes somos inodoros?[30] ¿Nada de lo olfativo debe ser tenido en cuenta en los fenómenos derivados de la transferencia y la contratransferencia?

Para volver una última vez a “El perfume” y a su protagonista, Jean-Baptiste Grenouille, cabe recordar que el genial y atribulado perfumista asesino muere devorado por una muchedumbre sedienta de su sangre y de su carne, provocada no por sus palabras ni por su aspecto —es decir, ni por lo invocante ni por lo escópico—, sino por los efluvios que desprendía su última creación, la fragancia virginal, de sexo intocado, producida con las esencias epidérmicas de 25 doncellas. Luego hay algo que el olor nos dice que resulta anticipatorio, que actúa de manera inconsciente para quien lo emite o lo percibe, y que sólo después de su efecto se ponen en marcha las cadenas asociativas, el proceso secundario y lo que el análisis despliegue a partir de ahí. Acaso estemos ante un elemento más para incorporar a la clínica y que, por oscuras razones —oscuras como las pulsiones y sus vicisitudes—, se ha venido manteniendo a un costado.

Barcelona, 28 al 31 de marzo de 2013

[Texto distribuido como soporte a la ponencia del mismo título presentada el sábado 11 de mayo de 2013 a las 10:30 en las XIII Jornadas Psicoanalíticas del EPBCN, tituladas “Aperturas en psicoanálisis (II)”, y celebradas en la sede del EPBCN de la calle Balmes, 32 (Barcelona).]
Notas
1 Si acaso, algunos artículos breves en revistas especializadas. 
2 Flora Chade, 2005, Proa XXI (Buenos Aires). 
3 Patrick Süskind, 2012, Seix Barral (Barcelona). 
4 Sigmund Freud, “Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis”, Obras Completas, volumen XXII, 2001, Amorrortu Editores (Buenos Aires). 
5 S. Freud, Pulsiones y destinos de pulsión, Obras Completas, vol. XIV, 2003, Amorrortu Editores (Buenos Aires). 
6 A lo que contribuyeron algunas traducciones de la obra freudiana, donde Trieb (una palabra que en alemán tiene su especificidad) no equivale a Instinkt, el “instinto” de la lengua castellana, que remite a las componentes animales. 
7 Jacques Lacan, “Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis”, 2006, Paidós (Buenos Aires). 
8 La expresión “objeto parcial” ya había sido utilizada por Karl Abraham y los kleinianos, según apuntan Laplanche y Pontalis en su “Diccionario de psicoanálisis” (Paidós Ibérica, 1996). 
9 El subrayado es mío. 
10 S. Freud, Inhibición, síntoma y angustia, Obras Completas, vol. XX, 2004, Amorrortu Editores (Buenos Aires). 
11 F. Chade, op. cit. 
12 Trabajos de Richard Porter, del Departamento de Psicología y Desarrollo Humano de la Universidad de Vanderbilt (EE.UU.), citados por F. Chade, op. cit. 
13 R. A. Spitz, “No y sí”, 2001, Paidós (Buenos Aires). 
14 Pedro Morales, Apego y olfato, 2009, del blog Neuropsicoanálisis ( http://neuro-psicoanalisis.blogspot.com.es/2009/07/apego-y-olfato.html). 
15 J. Cuatrecasas, “El hombre, animal óptico”, 1965, Ed. Eudeba (Buenos Aires). Citado por F. Chade en op. cit. 
16 “Ten en cuenta que está acostumbrado al aroma de tu pecho”, le dice el padre Terrier a la nodriza Jeanne Bussie cuando ésta acude a él espantada por el supuesto espíritu endemoniado del bebé Jean-Baptiste Grenouille. 
17 Op. cit. 
18 S. Freud, op. cit. 
19 Los niños disfrutan con sus deposiciones, no sienten ninguna vergüenza y suelen querer compartir su experiencia al respecto con sus seres queridos. 
20 P. Süskind, op. cit. ↩
21 F. Chade, op. cit. ↩
22 S. Freud, El malestar en la cultura, Obras Completas, vol. XXI, 2001, Amorrortu Editores (Buenos Aires). Las cursivas son mías. ↩
23 Con frecuencia se escucha decir que “hay buena (o mala) química” entre dos personas, para referirse a su relación afectiva, lo que puede pensarse como una cierta alquimia en la que también estaría en juego una marca olorosa. De hecho, existen los llamados mensajeros químicos externos (MQE) por los cuales se pueden establecer “transmisiones” que den cuenta de estados emocionales, afectivos y fisiológicos de forma inequívoca, sin necesidad de que se pronuncie una palabra al respecto. Se cree que un perfumista profesional puede dar cuenta del estado afectivo de una persona con mayor precisión que un psiquiatra. ↩
24 Las ferormonas, sustancias que transportan mensajes olorosos a través del aire, actúan en el medio externo (a diferencia de las hormonas segregadas por las glándulas endocrinas) por ingestión, por absorción a través de la piel o el tracto respiratorio, sobre órganos olfatorios, sobre el sistema nervioso central o a través de mecanismos neurohumorales o vías respiratorias. En la pituitaria hay terminaciones no sólo del nervio olfatorio, sino también fibras del trigémino (táctiles) y podemos así apreciar calor, frío y dolor (F. Chade, op. cit.). ↩
25 Las cursivas son mías. ↩
26 Wilhelm Reich, “Análisis del carácter”, 2005, Paidós (Barcelona). ↩
27 Op. cit. ↩
28 E. Fromm, 1959. ↩
29 S. Freud, “A propósito de un caso de neurosis obsesiva”, Obras Completas, vol. X, 1999, Amorrortu Editores (Buenos Aires). 
30 Flora Chade, Op. cit., llega a afirmar que “el carácter del psicoanalista tiene características que lo aproximan al carácter olfatorio”, dado que uno de los rasgos de su labor estriba en buscar lo que se oculta tras las apariencias. 

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