Al comienzo de su práctica, el joven psicoanalista se interroga sobre cómo ejercer adecuadamente su función; cómo orientar esa práctica en forma coherente con su condición de experiencia de discurso. No tardará mucho en descubrir que tanto sus preguntas sobre la transferencia y la interpretación como sus primeros desarrollos teóricos son propios de un comienzo que, en verdad, no termina. Y que llegar a buen puerto en este asunto exige de su parte una permanente disposición para dejarse sorprender.
¿No es esto acaso lo que el propio Freud sostenía al afirmar que cada nuevo caso pone en tela de juicio el saber del psicoanalista? Quien se asume como analista no está ahí sin la mayor de las pasiones del ser: la ignorancia. Advertido de su ignorancia, el analista podrá encaminarse en las vías de un “no saber”. “No saber” a ser entendido, no como negación del saber, sino como su forma más elaborada.
Podría plantearse en este punto la siguiente objeción: ¿el practicante no queda así convertido en un iniciado en el misterio del “no saber”? De ninguna manera. Los psicoanalistas, sostiene Lacan, son los eruditos de un saber del que no pueden conversar. No hay en juego nada del orden de una iniciación. Toda iniciación constituye una aproximación en la que se revela algo que concierne al goce. El analista, en cambio, mantiene su goce en suspenso. Su posición lo pone a resguardo del goce en la medida de su acto.
El acto es lo que abre la entrada al psicoanálisis. Es el acto analítico, y no otra cosa, lo que permite al psicoanalista instaurarse como tal. Para un analista en formación su propio análisis resulta “didáctico” en la medida que le posibilita interrogar ese punto que designamos como “deseo del analista”. El joven practicante actuará acorde a su función asumiendo la enunciación que constituye su deseo de analista; entendido ese “de” en su determinación tanto objetiva como subjetiva: su deseo lo lleva a proponerse como analista y es en cuanto analista que hará jugar su deseo.
Una invitación al acto. En sus Recomendaciones de 1912, Freud pasó revista a las dificultades que presenta la práctica del psicoanálisis, limitando sus consejos a lo que el analista debería evitar. Sus continuadores se sometieron a esas reglas técnicas como si fueran tabúes, desechando la elasticidad que el propio Freud les atribuía. Restringido el problema a un “hacer”, quedó eludida la cuestión del acto analítico. La ética propia al psicoanálisis subvierte el lugar del sujeto para revalorizarlo en su condición deseante. En su intervención, el analista no aprueba ni rechaza los decires del analizante; su responsabilidad consiste en reconocerlo o abolirlo como sujeto.
Pasemos revista a varias recomendaciones de Lacan que encontramos dispersas en sus escritos y seminarios.
Haga palabras cruzadas, aconseja al joven psicoanalista en su Discurso de Roma; es su manera de recordarle que la práctica del psicoanálisis se despliega en el campo del lenguaje y que su medio exclusivo es la palabra.
Cuídense de comprender, nos recomienda a propósito de la dirección de la cura. Comprender implica siempre quedar comprendido uno mismo en los efectos del discurso. Toda vez que comprendemos traicionamos la verdad que, en la palabra, reclama su reconocimiento.
Leamos los textos; no nos detengamos en las etiquetas de los cajones, insiste. La práctica de los escritos de Freud (y de la obra de Lacan, agregamos nosotros) resguarda a ambos en tanto mero acontecimiento. Nos servimos de ellos, nos guiamos según las direcciones que señalaron; nos desplazamos en el interior de su obra, no para recurrir a sus términos como fetiches intelectuales, sino para articular lo esencial de su experiencia.
El analista no debe retroceder ante la psicosis. Rotunda afirmación lacaniana para zanjar la cuestión de si también en la psicosis el significante representa al sujeto para otro significante. No se trata, en la psicosis, de un sujeto más allá del lenguaje sino de una palabra más allá del sujeto.
Practique la teoría, subrayará Lacan a la hora de proponerle nuevos consejos al analista joven. Los resultados de la teoría deben confluir con la experiencia clínica cotidiana. El manejo de las nociones teóricas debe alcanzar el nivel de la experiencia y permitir su articulación precisa.
En su tercera visita a Roma, Lacan alienta a su auditorio: Sean más sueltos, más naturales cuando reciban a alguien que viene a pedirles un análisis. No se sientan obligados a darse importancia. Si no hay discurso que no sea el semblante; ¿por qué habría que hacer ostentación de él?
El procedimiento analítico, solidario del modo de intervención freudiano, hace prevalecer la sorpresa sobre la preparación. Hagan como yo, ¡y no me imiten!, leemos en el testimonio escrito de esa alocución. No es cuestión de imitarlo; para alcanzar el efecto de su enseñanza, debemos aprehender los principios que la gobiernan. No se trata de reproducir enunciados sino de alcanzar, a partir de ellos, el nivel de la enunciación. Una enunciación que no apunta sino al deseo del analista, apremiando al practicante a actuar en concordancia con él.
Ajustarse al inconsciente. Otra cosa que la práctica enseña rápidamente al analista es que hay algo que no puede no evitar. Ese imposible es lo real; que no está para ser sabido y que vuelve siempre al mismo lugar. Un real que apenas puede merodearse y que en la clínica del psicoanalista se mide con lo imposible de decir. Recostado en el diván, el analizante dice lo que cree verdadero; su verdad, podríamos decir, aspira a lo real. Sin embargo, en su discurso no consigue otra cosa que contornear lo verdadero. Sus asociaciones constituyen la cita reiterada con ese real que se escabulle una y otra vez. Cualquier tentativa de aproximación desemboca siempre en un desencuentro esencial. El discurso del analista permite cercar lo real. En este discurso nuevo, el lugar de la verdad es ocupado por el saber de la estructura.
El psicoanalista no hace de la interpretación una hermenéutica; tampoco un conocimiento iluminador. Aún siendo justa, sus efectos son incalculables. Si el inconsciente no descubre nada es sencillamente porque no hay nada para descubrir en lo real. El inconsciente no es un conocimiento: es un saber. Un saber ajeno a toda concepción de armonía, que no tiene otro sujeto que el que se desliza en la cadena significante. Freud descubrió la incidencia de este saber no sabido; Lacan reconoció su estructura articulada como un lenguaje.
Lo que el analista debe aprender es que ese saber inconsciente se sostiene presentándose como imposible y así testimonia de lo real. El inconsciente consiste en un trabajo de cifrado; y en ese cifrado reside el goce. La práctica de un análisis determina el lazo social que llamamos discurso analítico. Al hacerse sujeto de ese discurso, el psicoanalista posibilita el desciframiento. Imposible de aprehender, el saber inconsciente se confirma en definitiva sólo por ser legible.
Quien no está enamorado del inconsciente, sostiene Lacan, equivoca el rumbo. Es preciso ser su incauto; en otras palabras, dejarse tomar desprevenido por su saber.
Fuente: Daniel Zimmerman (2003), "La entrada en el psicoanálisis", Imago Agenda n° 69
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