“Me ven trabajando, luego existo”
“El trabajo resulta tan importante como ser querido y reconocido por el otro”, sostiene el autor de este ensayo que examina los estragos subjetivos que son consecuencia del desempleo, pero, también, de la “amenaza latente” que supone la precarización laboral.
Droga: “En la precariedad laboral, la dependencia económica al empleador se potencia con la dependencia psíquica, de manera similar a una droga adictiva”.
Por Norberto Abdala
La realidad muestra que la falta de trabajo o la precariedad de las condiciones laborales ejerce un mayor efecto nocivo sobre la salud que los trabajos considerados “perjudiciales”. Al punto de que se puede hablar de una “psicopatología del desempleo”: la falta de trabajo no sólo genera angustia sino que opera como un misil que afecta las bases más profundas del equilibrio emocional y de la identidad.
La identidad del sujeto nunca se estabiliza de manera definitiva: necesita una continua confirmación. En caso de que tales confirmaciones no se produjesen, la persona sufriría casi inevitablemente una crisis de identidad, que le impediría reconocerse a sí misma y, en virtud de sus características personales, diferenciarse de los demás. La identidad es una conquista del orden de lo singular, pero que opera en la intersubjetividad: la realización del sí mismo tiene que ver con la mirada del otro. El psicoanálisis demostró el lugar central que el amor del otro (especialmente de la madre) tiene en el desarrollo de la identidad desde el inicio de la vida. Ese rol lo completarán el padre, los amigos, la pareja, los hijos.
En el plano de lo social, el reconocimiento del otro está muy relacionado con el reconocimiento del trabajo: el individuo puede acceder a sí mismo por el hacer y lograr que esa acción sea reconocida por el otro. Por ejemplo, será y se sabrá médico en la medida en que tenga pacientes que lo reconozcan como tal. El trabajo contribuye a tal punto a la realización de la persona que puede incluso suplantar (o por lo menos aliviar) las carencias afectivas de la vida, como por ejemplo los duelos, los divorcios. En otras palabras, en el adulto el trabajo resulta tan importante como ser querido y reconocido por el otro.
En este sentido, la construcción de la identidad es tributaria de la intersubjetividad, tanto en la situación amorosa como en la situación laboral. Puede existir una relación entre una sociedad que niega la posibilidad de trabajo y la ruptura de los códigos de convivencia civil, el interés por el prójimo y el respeto a las leyes que esa sociedad pretende imponer. En la medida en que el trabajo se precariza o no existe, se pierde el compromiso en la acción cívica y comunitaria. A nivel de las personas se manifiesta el individualismo, como forma de repliegue defensivo.
Desde el punto de vista psicológico, el trabajo tiene gran importancia simbólica, por el reconocimiento social que supone para el trabajador. Este reconocimiento pasa por dos tipos de apreciaciones. La primera concierne a la utilidad técnica, económica y social de las contribuciones concretas del sujeto en la organización del trabajo. Se refiere a la eficacia en lo que hace y comúnmente se traduce en aumento de salario, premios o ascensos. La segunda, en cambio, significa la apreciación valorativa de las cualidades particulares que lo distinguen de los otros (originalidad, ingenio, creatividad). Lo cual apuntala el sentido de la identidad, en la medida en que la noción del ser resulta una consecuencia del reconocimiento por parte de los otros de las condiciones que posee para el hacer.
Desde este punto de vista, el reconocimiento del trabajo realizado por un individuo es una gratificación a la identidad personal, que tiene un valor homologable a la expresión de amor por un ser querido para él. Es por eso que cuando se pierden las referencias identificatorias, como consecuencia de la falta de trabajo, el seguro de desempleo o un subsidio similar no resultan suficientes para el bienestar psicoemocional del desocupado. Cuando el Estado sólo atiende lo económico (y más aún cuando tampoco lo cubre), está atentando contra la salud mental de la población. La salud psíquica se basa y es consecuencia, entonces, del doble proceso de amparo de la identidad en el terreno del amor y del sustento de la identidad en el terreno social, que se da a través del trabajo. La mayoría de los sujetos sanos espera tener la oportunidad, precisamente por medio de éste, de construir su identidad en el campo social. Si la dinámica del reconocimiento se paraliza, no sólo no se obtiene placer, sino que a esa carencia básica se suma el sufrimiento que, cuando se acumula y persiste, genera enfermedad.
Cuando las situaciones de trabajo se tornan precarias, la necesidad de trabajar determina muchas veces que el individuo traicione sus propios valores, con el consecuente sufrimiento moral. No sólo siente incertidumbre en relación con sus perspectivas futuras, sino que se ve obligado a sostener condiciones laborales que por otra parte reprueba, lo que lo conducen a una creciente autodesvalorización. En los casos de precariedad laboral, la dependencia económica frente al empleador se potencia a causa de la dependencia psíquica que se genera, de manera similar a la que produce una droga adictiva: el placer está excluido, pero no se puede cambiar ni elegir otra cosa, y se usa un mal “calmante” laboral que protege del riesgo de una descompensación psicofísica mayor.
El empleador testea al candidato en su capacidad de adherir a la cultura de la empresa, que en otros términos puede significar su aptitud para la sumisión a las normas de trabajo. Esto excluye al sujeto como persona y lo obliga a adoptar una falsa identidad: la personalidad debe adiestrar el cuerpo, reprimir las emociones y normatizar el lenguaje y las relaciones interpersonales. Este proceso se agudiza más todavía cuando existe la amenaza latente que supone cualquier trabajo temporario (contratos de una determinada duración renovables, indeterminados, o despidos de compañeros en situaciones similares), en los que existe una confrontación permanente con el miedo, la falta de expectativa de integración a un equipo institucional, el temor a lo desconocido y la incertidumbre constante.
Además, la necesidad de no perder el trabajo hace que el mimetismo y la competencia no den lugar ni a la confianza ni a la cooperación, preocupación y respeto por el otro. El temor a perder el trabajo, o la lucha por conseguir el puesto que escasea, por el contrario, lleva a desplegar una hiperactividad sin tiempo para la elaboración mental de los sucesos, en una actitud vigilante y agresiva, casi una verdadera excitación psicomotriz.
Ninguna situación de trabajo es neutra para la salud: o bien juega a favor de la realización personal y de la construcción de la persona -cuando permite obtener reconocimiento y gratificación de la tarea que se realiza– o, si no adquiere ese sentido subjetivo, se vuelve un factor patógeno.
Existen dos tipos de alienación: la alienación mental y la alienación social. En la alienación social, el individuo conserva una relación legítima con lo real (que no se verifica en la alienación mental), pero los otros no la reconocen o no la comprenden. Lo cual puede inducir, a su vez, dos tipos de trastornos psicopatológicos: o bien el individuo pierde la confianza, la autoestima y la autovaloración, lo que supone una inclinación hacia la depresión, o bien, para mantener sus creencias, valores y sistemas, se enfrenta al mundo a través de conductas paranoides.
El desconocimiento de la dimensión subjetiva que el trabajo tiene en el mantenimiento de la identidad personal conlleva consecuencias graves para la salud y en especial para la salud mental. El desarrollo de una pseudoidentidad basada en estereotipos, que permitiría resistir una situación de trabajo perjudicial, puede resultar desestructurante también desde el punto de vista de la identidad sexual del individuo. El trabajo juega un papel relevante en la constitución del sujeto sexuado sólo si le facilita la sublimación de sus pulsiones sexuales, tanto en el hombre comoen la mujer. En este sentido no resulta difícil entender que una reacción fóbica o la impotencia sexual puedan surgir como síntomas patológicos del esfuerzo que demanda sostener un trabajo precario.
La desocupación priva al individuo no sólo de los recursos económicos necesarios para vivir sino además de los efectos estimulantes y saludables de la actividad, de la estimulación sensorial, de los aportes narcisísticos y del soporte grupal de pertenencia. “La posibilidad de transferir los componentes narcisísticos, agresivos, e incluso eróticos, de la libido al trabajo profesional y a las relaciones sociales que implica da a este último un valor que no le cede nada al que le confiere el hecho de ser indispensable al individuo para mantener y justificar su existencia en la sociedad. Si se elige libremente, toda profesión deviene fuente de alegrías particulares”, pensó S. Freud.
Es necesario resaltar la importancia que tienen los factores grupales (sindicato, parroquia, comité, etcétera) cuando se presentan como posibles defensas para que el sufrimiento, por una situación de precariedad o falta laboral, no se transforme en enfermedad mental. Los trastornos psíquicos y emocionales que resultan del desempleo o mala calidad del trabajo no significan sólo una patología individual, que se podría superar con medicamentos o psicoterapia, sino una patología social, que exige de una política social real y efectiva del Estado.
* Profesor titular de Psiquiatría en la Facultad de Medicina de la Universidad del Salvador.
Fuente: Abdala, Norberto (2000), "Consecuencias psicopatológicas del desempleo y la precarización". Página 12
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