sábado, 17 de abril de 2021

Mentalidades, trebolizaciones. Acerca de diferentes nudos.

Odioamoramiento, pasiones y finales de análisis
La síntesis del sentimiento

We few, we happy few, we band of brothers
For he today that sheds his blood with me
Shall be my brother, be he never so vile
This day shall gentle his condition
William Shakespeare, Henry V. IV, 3

Al final de su obra y de su vida Lacan vuelve a echar mano de términos que antes había criticado: el de mentalidad (llamando así desde su seminario R.S.I.) a la capacidad de mantener juntos los registros, sin des/encadenar). 

El de individuo: si el sujeto logra singularizarse en su sinthome. Sin que ello implique que no siga vigente el sujeto divido por los significantes del Otro, en cuyo intervalo los imanta el objeto a. 

Y el de sentimiento. Propone, en efecto para el neurótico una “síntesis del sentimiento”. ¿De qué se trata en esta última afirmación? Sin que esta síntesis implique que los sentimientos de amor y odio ya no se diferencien.

Lacan profirió “I´y a de l´Un”. Lo que hace al mundo humano numerable. Se puede realizar un conteo en la medida que se decide qué se ha de considerar un uno contable. Y los unos que se cuentan tienen que ver con aquello de lo que se goza.

Pero claro: hay muchas clases de Uno. En esta ocasión nos referimos a un Uno singular, el del sentimiento. Para las psicosis añade como parte del cuadro clínico a la forclusión, no solo del significante de la ley, sino también del Uno del sentimiento. Al forcluirse ese Uno, el odio (en el delirio persecutorio) y el amor (en el erotomaníaco) se separan sin intersección.

Como todo verdadero amor tiene una punta de odio en su horizonte, dada la radical alteridad del otro del amor, no escapa al neurótico la posibilidad de que, sin llegar a constituirse esa forclusión, se separen odio y amor de manera de complicar severamente el vínculo al otro del amor y el del lazo social. Aún la sentí/mentalidad neurótica puede tender a desligar amor y odio.

Estos tienen caras que responden de los diferentes registros. En efecto hay amor en lo imaginario: hacer de dos uno, cara a la que se acentuó inicialmente en el lacanismo, lo que dio a tal sentimiento, por así decirlo “mala prensa”. Y hay odio en lo imaginario: agredir la imagen del otro. 

Se tiende a olvidar que hay también amor simbólico: ese que permite al goce condescender al deseo. Así como odio en lo simbólico donde al otro se lo injuria. 
Y también, por fin, hay amor real, sin cuya concurrencia en la crianza el cachorro humano va a tener serios problemas para tejer correctamente su nudo subjetivo: ese que dona su falta. Finalmente también el peor de los odios, el real: ninguneo, indiferencia, que irrealizan al otro. No le otorgan siquiera entidad como para ser atacado.

Lust y Unlust
Recordemos con de Freud que el Lust Ich purifiziert, yo de placer purificado, considera, en aras de su propio placer, que es fácil amar, y no nos incomoda, todo aquello que podamos incorporar al “metabolismo” de nuestro simbólico, nuestro imaginario y, por sobre todo, nuestra maneras de gozar ya fijadas. Y creemos, de ser vírgenes de análisis, que eso es lo que despierta nuestro amor.

Lacan extiende el concepto de libido al mito de la laminilla que envuelve en los límites del cuerpo erógeno todo aquello que va en dirección del vector de nuestro “amor”. La libido extiende los límites de nuestro cuerpo incorporando todo lo que nos es placentero, lo que nos apetece, con el riesgo temible de engullirlo, destruyéndolo. Freud por su parte añade, desde muy temprano, que lo exterior, lo ajeno y lo odiado, resultan en principio, idénticos. 

Lo que el sujeto tarda en comprender, para lo que en general precisa ayuda analítica, es que una parte de eso extraño, inasimilable, habita en su propio interior. Le llevará mucho tiempo saber-hacer con lo otro habitante de sí mismo sin enviarlo hacia fuera con odio. Esa otredad radical, aun del Otro del amor, resulta potencialmente odiable.

Lacan se ocupó de diferenciar al semejante (como su nombre lo indica, parecido a nosotros) del prójimo, ése al que habría que poder lograr amar. Y lo llamó “inminencia intolerable del goce”. Ubicando en el prójimo lo ajeno, le adosamos, además esa parte desconocida e "impresentable" que habita en el interior de nosotros mismos, nuestra extimia. Para poder, así desplazada, desconocerla mejor. Apasionadamente intentamos ignorar eso que nos corroe, como objeto extraño, éxtimo, desde nuestro propio interior y que, de no reconocer, cargamos en la cuenta del otro odiado. El echte Ich, en cambio, es para el maestro vienés una adquisición tardía que implica el haber aceptado que una parte del Lust Ich purifiziert No entra en las fronteras de nuestro yo, lo incompleta desde sus bordes. Al punto que Lacan, lo llamará de hecho la zona del Unlust.

Das Ding, nudo ético del psicoanálisis
Hay al menos tres lugares donde Lacan aborda esta dificultad para lidiar con la otredad. En principio durante el dictado de su seminario sobre la ética, donde coloca en el centro del Otro auxiliador algo inasimilable a nuestra máquina simbólica, un carozo que queda por fuera, y que muerde desde los bordes a la operatoria significante: das Ding, la Cosa irrepresentable. La extimia ausente y desconocida que pasa a ser carozo de nuestra propia intimidad. En la necesaria inaccesibilidad de La Cosa incestuosa, punto imposible y además (de forma de orientarnos en esa imposibilidad) prohibido, parte en el analista su noción de ética. Esta está orientada por el respeto a lo real de ese núcleo alrededor del cual se colocan los significantes que intentan expresar algo de nuestros goces. Así traza una diferencia neta con la moral, la cual depende de la obediencia a mandatos venidos de los cielos de algún padre legislador.

Dentro del vacío de la cosa pueden colocarse, colonizándola, los diferentes objetos a. Estas consideraciones no son ociosas. Puesto que si se comprende que este núcleo real de nuestro ser, este Kern unsseres Wessen debiera ser inviolable, se estará en condiciones de comprender cómo es que a este ser las pasiones intentan apropiárselo (en el amor pasión), destruirlo (en la pasión del odio) o ignorarlo, pretendiendo vivir en mundo angélico carente de núcleo real. De ahí la importancia capital de este seminario VII, que acerca por vez primera en la formalización de Lacan una definición neta de lo real, que hasta entones estaba enunciado pero no definido formalmente.

El otro subrayado acaece durante su dictado del seminario De un Otro al otro. Con el semejante podemos entonar un coro armonioso. Pero no todos los otros resultan ser nuestros semejantes. Algunos encarnan nuestro prójimo, que lleva puesta la marca de la extimia que no logramos reducir a nuestros ideales y goces.

De ahí que este maestro hablaba de la inminencia intolerable del goce que este alien implica. Pero ¿Cuál goce? ¿El exterminador? Recordemos aquí a nuestro querido maestro Moustapha Safouan. Se ocupó de señalar que, si bien todo goce violenta el principio del placer, hay goces que son “amigos de la vida”. Y otros que son “enemigos de la vida”. Frente al prójimo, ese que nos recuerda lo desigual, podemos hacer virar el fiel de la balanza subjetiva hacia uno u otro lado de los goces. Y para que predomine un uso amigable con el goce las pasiones debieran ceder el lugar fascinante que las convoca del peor de los lados.

Ese es el caso más frecuente frente al prójimo, a lo diferente, si no hemos logrado darnos cuenta que se nos ha presentado la posibilidad de renovar nuestras marcas y entonces gozar de las diferencias. No nos llamemos engaño. Eso cuesta trabajo. Las pasiones nos seducen, nos instan a atravesar el borde, que debe estar letrado en las neurosis, de La Cosa. Es en este seminario, además, que Lacan insiste en que los objetos a colonizan el hueco de das Ding, demostrando que esos señuelos se tornan también motores de la pulsión y, si el fantasma se ha logrado formar, causas de deseo en la ley.

Hay pues otros (seres, objetos, discursos, relatos) que entran con facilidad en nuestro circuito de placer y otros que muerden sobre sus bordes, lo cuestionan. Tardará el sujeto en comprender, si llega a poder, que justamente por eso “lo otro” puede enriquecerlo, arrancarlo de la chatura y el aburrimiento tranquilizador de la mismidad, de la pesadumbre de vivir siempre en el mismo film que ya no nos dice nada. 

No dejemos de lado, finalmente la otra ocasión en que Lacan habla del heteros. Ocurre cuando formaliza la feminidad como otredad radical. Quienes se dicen mujeres pueden ser rechazadas, vituperadas...o devenir causa de un lazo de amor, deseo y goce. Es por ello que, utilizando la afortunada homofonía que le proporciona el francés, afirma que quien no se ha tomado el trabajo de tolerar lo diferente, quien no puede amarla, a una mujer la dit femme. La difama, la mal-dice mujer.

Un “macho verdadero” goza con una mujer rebajada, de la que prefiere no tomar nota de su goce. Pues al todo falicismo este goce, Otro goce, lo vulnera, lo pone en cuestión.

Toda la cuestión es poder cernir cuándo lo otro, lo alien puede lograr causar amor y deseo y así renovar y enriquecer las fijaciones de goce y cuando cruza la frontera del odio para hacerse indigno de interés, escarnecido, odiado, apartado y, finalmente, exterminado.

Pasiones: de cómo hacer aséptico al otro
El genio de Freud encontró una fórmula maestra de “aseptizar” el objeto extranjero y hostil, “pasteurizándolo”, haciéndolo aparentemente inofensivo y armonioso. 

Frente al ascendente fenómeno del nazismo, y, así lo creemos, del totalitarismo soviético en formación, formaliza al fenómeno de masas, resolviendo en el mismo movimiento el enigma de la hipnosis y el enamoramiento extremo, definiendo a estos dos últimos fenómenos como "masas de a dos".

Así lo hizo en el apartado VII de Psicología de las masas y análisis del yo. Libro cuya vigencia aún hoy estremece.

Sumamente advertido de la peligrosidad de las pasiones, en pleno período de avance del nazismo, la observación de las masas enardecidas vivando a un líder tan carismático como furioso odiador de todo lo que no fuera la pureza de la raza aria, o de la observación del dogma leninista, Freud escribe uno de los libros que, así lo creemos, toda persona culta debiera tener en su biblioteca: Psicología de las masas y análisis del yo. Allí describe una forma tan aterradora como eficaz para tratar con esa extimia, para aseptizar el odio pasional que la otredad podría desencadenar, imaginando una Endlösung, una solución final: crear un imperio sin la mácula del no-ario. O bien declarar psiquiátricamente enfermo al que no se suma a la observancia del dogma. Método también útil, por qué no, para amar apasionadamente también a lo que se supone aquello igual a uno mismo, la “raza superior”, el “hombre nuevo”. 

Como fórmula para amar plenamente afirmó que "el" método consiste en la treta de recubrir al objeto inasimilable por un ideal que pretenda velarlo por entero: el del partenaire pasional, el del hipnotizador, el del líder carismático. Con ese expediente, dos personas o grandes masas de personas pueden imaginar desentenderse tanto de recabar la validez de sus propios valores ideales (que deben ser continuamente puestos a prueba por un sujeto responsable de su accionar privado y público), como de vérselas con el objeto extranjero, que siempre macula los sueños (más bien pesadillas) de pureza. Cualquiera sea ésta: del amado o amada, del relato, de la raza, de la ideología. Al examinar y formalizar el temible fenómeno de masa, de manada, Freud finalmente descubre el resorte de la hipnosis y del amor pasional, acompañado de lo que llamó la “servidumbre amorosa”.

En el fenómeno de masas (de a dos o de a millones) entra a jugar su rol necesariamente la pasión de la ignorancia, quizá la más difícil de atravesar. En efecto, se suele vivir más tranquilo ignorando bastantes cosas. Adormecidos, angélicamente infantiles, sumidos en la ignorancia estamos a salvo de despertar a lo real. Esa punta habita en cada uno de los integrantes de la masa. Ese objeto que no se deja masificar, domesticar, ése que chirría en los engranajes de la máquina totalitaria es lo heterogéneo al reino impoluto del todo. Y está en el interior de cada miembro de la masa, cada uno de cuyos integrantes ignora con pasión ciega esta interioridad de lo que cree abyecto. 

Por ello la masa hace que el objeto que mancha sea imputado al otro, al prójimo. Que será vivido como culpable de la impureza que ridiculiza, que pone en jaque el conglomerado de perfección que se ilusionaba. Ese objeto no es más que algo de nosotros mismos, pero desplazado al judío, al negro, al "cabeza", al que no comulga con el relato, al comunista...a veces al yankee.

El objeto heterogéneo es exterminado porque, por el mero hecho de existir, se burla de los afanes de pureza. Ridiculiza, aunque no se lo proponga, por su mera existencia, la homogeneidad de la masa. 

Afirmaba Freud que se puede sumar un número potencialmente infinito de miembros a una masa...a condición de tener por fuera de ella alguien a quien odiar. Y los líderes bien saben que inventar un enemigo cohesiona locamente a la masa, que suele adherir entusiasmada a la quema de brujas que la aglomera. 

Este afán exterminador culmina, como la historia nos lo ha hecho saber (y lamentablemente no sólo la historia pasada, sino también la más reciente y dolorosa) en el asesinato. 

Recordemos una enseñanza de Freud, una de tantas que no debemos olvidar: un asesinato equivale a un incesto. ¿Por qué? Porque pretende tomar por entero el cuerpo del otro. El bellísimo fragmento de Shakespeare que colocáramos como acápite muestra que hasta puede llegar a parecer estimulante y poético hacerse hermanos por la vía de mezclar nuestra sangre en una masacre cometida en común. La banda, los bandidos, la band of brothers suelen llamar padrino a su jefe. Una suerte de neoplasia de la función de Padre, de progenitor cuidadoso se encubre en el líder que pide un pacto de sangre con sus seguidores.

El horror de los regímenes totalitarios, radica justamente en el empuje a la pasión de la ignorancia en que sume a la población que ha ungido a su líder en objeto de amor colectivo e ideal protésico. Quien no pueda entrar en ese circuito, quién aún se sienta convocado a despertar a lo real, se transformará en un enemigo al que se comienza aislando, para concluir en su exterminio. Esos regímenes se arrogan el derecho de abolir La Cosa, la extimia que aloja nuestros objetos de pulsión, nuestra causa de deseo. Porque para la masa solo puede alojarse allí, sin resquicio alguno el líder, el hipnotizador, el partenaire pasional.

Si Freud fecha el inicio de su práctica como analista en el momento mismo en que abandona la hipnosis, es que repugnaba a su ética el dominio ignominioso del paciente que ésta implica.

El objeto a dirigiéndose al sujeto dividido figuran tanto en el matema del fantasma de la estructura perversa (no así en el fantasma perverso de las neurosis) como en el piso superior del cuadrípodo del discurso del analista. Si bien un losange y una flecha que direcciona no hacen idénticas estas combinaciones de letras, se nota bien en qué compromiso ético se halla el analista en cuanto se ha instalado la transferencia. 

En medio del amor pasión, en regímenes totalitarios, nunca ha de prosperar el psicoanálisis.
En medio de la hipnosis no hay análisis sino obediencia.
En la servidumbre amorosa se idealiza al otro y se lo sirve humildemente, desconociendo su real, su otredad radical.

Amor y odio desanudados: una posible trebolización
El problema de las pasiones y de los liderazgos pasionales, las hipnosis colectivas o de a dos (verdaderas folies a deux duales o multitudinarias) radica, así lo creemos, en que, al resignar el rasgo ideal a la vez sintomático que hace exquisitamente singular a cada quien y que se encarna en el líder o el partenaire idealizado y al hacer de esa “condición absoluta” del deseo que es el objeto a un objeto colectivizado en el líder, se produce una trebolización colectiva donde todos deben pensar igual, sentir igual y amar pasionalmente a la misma persona o relato. Esta situación se mantiene, tal como Freud lo dejara sentado en su Psicología de las masas y análisis del yo en tanto y en cuanto se señale a alguien a quien odiar pasionalmente. Ese odio pasional comienza en la injuria, continúa en el mecanismo concentracionario para culminar en el aniquilamiento, sea este real o simbólico.


Un empuje a la paranoia se desata, aun en sujetos que, en otras circunstancias no serían capaces de separar odio y amor hasta la forclusión (por pasión) del uno del sentimiento. Es claro que no todo sujeto es hipnotizable. Debe de constatarse una fragilidad de su propio ideal y una debilidad fantasmática que haga que el objeto sea fácilmente intercambiable por el del líder. Pero debemos tener claro que no es fácil encontrara sujetos no analizados con semejante fortaleza de la separación y establecimiento neto de su ideal y su objeto. 

Estamos tentados de afirmar que en verdad esta fragilidad de ideal y objeto es mucho más frecuente de lo que pensamos. Que los sujetos “hipernormales” tienen en verdad tendencia a preferir no hacerse cargo de recabar los valores de sus propios ideales, ni de verificar cuál es el objeto “exquisitamente singular”, la “condición absoluta” que causa sus deseos. Mucho menos común aún es el haberse tomado el trabajo de diferenciar al máximo objeto e ideal.

De ahí la humana tendencia a elevar algún gurú, algún líder carismático, algún ojeto de amor pasional, algún hipnotizador al lugar del guía que nos alivie de la responsabilidad de pensar por nuestra cuenta. Para ello hubiera sido necesario individualizarse en un sinthome que des-homogenice nuestro nudo mental.

El fracaso de la treta
El problema radica en que no todo el objeto se deja cubrir, deglutir por ese ideal prestado. Una punta de él siempre queda atragantada en las mandíbulas del ideal. Esa punta habita en cada uno de los partenaires del amor. Ese objeto que no se deja domesticar, ése que chirría en los engranajes de la máquina del amor “puro” es objetor al reino impoluto del todo. Y está en el interior de cada miembro de los partenaires amorosos, en cada miembro de la masa, en el síntoma del/ de la hipnotizada que retorna remitido el trance. Los integrantes de estas masas ignoran con pasión ciega esta interioridad de lo que cree abyecto y en cuanto, inexorablemente se produce el despertar a lo real, suele desencadenarse el viraje al odio. Pues el objeto que mancha suele ser imputado al otro, al prójimo. 

Es un mérito inmenso del psicoanálisis el haber comprendido la importancia de la separación máxima posible entre el objeto y el ideal.

El objeto heterogéneo es odiado porque, por el mero hecho de existir, se burla de los afanes de pureza. Ridiculiza, aunque no se lo proponga, por su mera existencia, la homogeneidad de la masa sectaria. Pone una piedra en los zapatos del sueño de inmaculado amor, en los del hipnotizador y en los del líder.

Para enfrentar lo alien haciéndolo, al revés, posible aireador de nuestro hábito por lo mismo, el psicoanálisis se torna una herramienta clave. Es en un análisis personal que se podría adquirir la valentía de hacer de ese mismo objeto el motor de cambios de fijaciones, de renovación de nuestro deseo, de posibilidad de crear algo no consabido. El psicoanálisis apuesta a la lenta y difícil apreciación del valor de lo radicalmente otro. Un análisis personal nos impulsa al esfuerzo paciente de encontrar la forma de vivir mejor el malestar en la cultura. No elimina al odio, lo enlaza al amor.

Nos alivia sin prometernos que será ni fácil, ni gratuito, ni a corto plazo. 

Pero cualquiera que ha pasado por un análisis en que se ha comprometido comprobará que franqueando estos escollos encontrará una refundación subjetiva. Una forma creativa de llevar adelante el viaje de la vida con otros con los que no nos hemos de conglomerar acríticamente. Con otros a los que no estemos forzados a odiar.

Sería de esperar que al final del análisis (que también transita por el sendero del amor –y los odios- de transferencia) quien ha pasado a la tomar el lugar de analista haya logrado esa mentada “síntesis”. La tolerancia a la diferencia, la oportunidad que da el radicalmente otro, de airear nuestra mismidad se espera de quien transite los finales de análisis. El que ha pasado por esos finales dará así uno de los testimonios de haber aceptado ese quite llamado castración. Nunca habrá una perfecta síntesis del sentimiento, pero tendrá muchas chances de detener el desencadenamiento del odio. Así como tampoco creemos posible que adscriba a pasiones amorosas o de masas que pegoteen ideal y objeto.

Desde luego, y sin que imaginemos cegar por completo la humana tendencia a ignorar con pasión aquello que nos incomoda, el análisis personal hará que estemos dispuestos a despertar a lo real.

Por eso mismo y sin que esto implique en nada variar la autorización de sexo de quien llegue a ese final, se abrirá una posibilidad de trato o de ejercicio de la feminidad que el sujeto pueda albergar.

Fuente: Silvia Amigo (2021) - Coloquio de verano de la EFBA

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