domingo, 9 de octubre de 2022

Más sobre el despertar

Cosa extraña el despertar, del que se habló en esta conferencia, en donde se citaba el cuento sufí llamado El idiota en la gran ciudad. Queremos darle otra vuelta al tema. Dice G.I.Gurdjieff:
"Usted está dormido. No sabe quien es porque no se conoce a sí mismo. Hoy es una persona, mañana es otra. Usted no hace las cosas, las cosas lo hacen a usted, Así que me atrevería a decirle que si no se toma en serio lo que le digo, si no asume el trabajo sobre sí mismo como lo más importante que haga en su vida, seguirá durmiendo hasta el día de su muerte".

Es realmente interesante y curioso lo que dice Gurdjieff, Borges de alguna manera lo parafrasea, en otras palabras pero pareciese que el mensaje sería exactamente con el mismo denominador común, "despertar" de esta vida que resulta ser un sueño dentro de otro sueño...

."Un día o una noche —entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?— soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente".

¿Es posible pasarse toda una vida dormido? Y peor, para el terror del cabalista: ¿Es posible pasarse durmiendo toda una vida, para seguir durmiendo en la otra y la próxima... sin poder salir nunca del mundo sub-lunar? Mundo sub-lunar, que como cualquiera puede constatar, está caracterizado por estar sometido al cambio. 

En principio, podemos avanzar que nuestro yo duerme, si tomamos algo repetido hasta el hartazgo por los psicoanalistas: no hay nada más vacío que el Yo, virtualmente un narcisismo ubicuo, enjambre de identificaciones, ideales; una ficción, un semblante siempre un poco anónimo, un poco engañoso, incierto (significante ignorado) destinado a atraer el deseo del otro.

El hombre cree que es autónomo. Simone Weil reconoce que aceptar la autonomía es el primer paso para ser hombre, aunque no es el definitivo. Vivir con la aceptación de un «Yo-autónomo» es tan sólo aceptar el primer aspecto de la creación: aceptar que Dios ha creado un mundo autosuficiente y autónomo a Él mismo. Sin embargo, la verdad del hombre no está del todo dicha en la afirmación de su Creación. El ser humano debe, por así decir, aceptar dar un segundo paso, incomprensible e ilógico para él en muchos aspectos, para así poder aceptar la necesidad de la Decreación. La Creación impele al hombre a ser y a existir como autónomo. En cambio, la nueva perspectiva que inaugura la Decreación, incluye la muerte y la autodestrucción del «yo-autónomo» como paso necesario e ineludible para que el hombre sea verdadera y auténticamente criatura El objetivo al que apunta la Decreación es a la restauración, dentro del hombre, del equilibrio perdido por una apropiación indebida de un yo-autónomo, capaz no sólo de ponerse al mismo nivel, sino por encima del mismo Creador. Un Yo que, lejos de acordarse de la abdicación divina del acto creacional, apuesta por una búsqueda de una falsa divinidad, fundamentada en un anhelo de tener y poseer. Aspiración que busca, en el fondo, llenar un vacío: el producido por la ausencia, abdicación y kénosis original. A los ojos de Simone Weil, tal pretensión es la mayor falacia en la que el hombre cae. Es su pecado original. Para deshacerse de él no basta con taparlo, hace falta destruirlo. Ser criatura implica, inexorablemente, tender a ser imagen de Dios en su vaciedad: llegar a la Decreación.

Weil ofrece una distinción fundamental para captar la riqueza del concepto de Decreación. Ésta no consiste en destruir al hombre, sino, una vez éste ha asumido que su pretensión de plenitud está basada en una mentira, pasar al estado de decreado: «Decreación: hacer que lo creado pase a lo increado. Destrucción: hacer que lo creado pase a la nada. Sucedáneo culposo de la decreación». El objetivo, por tanto, no es destruir al hombre en su totalidad, sino, tan sólo, esa parte que en él dice «yo»:

Nada poseemos en el mundo —porque el azar puede quitárnoslo todo—, salvo el poder de decir yo. Eso es lo que hay que entregar a Dios, o sea, destruir. No hay en absoluto ningún otro acto libre que nos esté permitido, salvo el de la destrucción del yo.

Es la misma postura del Maestro Eckart, que dice, en términos de "desapego":
Toda la perfección del hombre consiste en alejarse y en despojarse de la criatura; en comportarse uniformemente en y hacia todas las cosas, no ser abatido por las adversidades, no exaltarse en la fortuna, no alegrarse o temer o gozar de una cosa más que de otra… También si esto parece arduo y difícil, en cambio es absolutamente leve y necesario; leve sobre todo porque cuando se ha gustado del espíritu, se pierde el sabor de toda carne. De hecho, el inconmensurable gusto de Dios anula todo lo demás. Secundariamente porque, en efecto, para quien ama de verdad, todas las cosas son un puro nada fuera de Dios, en cuanto fuera del ser.

En Simone Weil, el Yo-decreado es absolutamente diferente al Yo-autónomo, en tanto que el primero obedece a la voluntad divina, el segundo se opone radicalmente a escuchar esa llamada de Dios. En el fondo de esta lucha subyace una concepción del alma humana dividida en dos y en permanente lucha. Estos dos «yoes» (el decreado y el autónomo), en realidad, no son más que el resultado final de esa lucha de las dos partes del alma (la mediocre y la sobrenatural) en la que una de las dos ha vencido a la otra. Pero, para entender esta lucha, debemos tener presente la geografía del alma de la que parte Weil. En el alma de todo hombre, desde el más santo al más diablo, cohabitan dos partes totalmente diferenciadas. Una que tiende hacia la Verdad, y la otra que la rehuye. A esta última parte la llama Weil, mediocre. Ambas partes luchan por sobrevivir y apoderarse la una de la otra. La parte mediocre, mientras no es molestada por ninguna presencia que la despierte de su reposo, no ofrece resistencia. Pues el reposo, para ella, es ya una victoria. En cambio, cuando empieza a percibir los primeros calores del «deseo de Dios», inicia una violenta rebelión contra la otra parte del alma:

Cuanto más real es el deseo de Dios (…), más violenta es la rebelión de la parte mediocre del alma; rebelión comparable a la retracción de un cuerpo vivo que está a punto de quemarse con fuego. Según los casos, tendrá principalmente color de repulsión, de odio o de miedo.

Si en los primeros momentos se puede afirmar que, para la parte mediocre del alma, el reposo es ya una victoria, no así se puede decir una vez ha sido iniciado el combate. El contacto con la Pureza significa para la mediocridad una cuestión de vida o muerte.

Y es entonces cuando empiezan a regir las leyes de supervivencia. En tales momentos cualquier argumento vale como arma para protegerse: «En su esfuerzo desesperado por sobrevivir y escapar a la destrucción por el fuego, la parte mediocre del alma inventa argumentos con actividad febril. Los toma prestados de cualquier parte..."

No es posible saber con antelación cuál de las dos partes va a salir victoriosa. Ambas cuentan con recursos suficientes para vencer. Aunque, en un primer momento, pueda parecer que la parte mediocre tiene más ventajas sobre la otra —pues su mayor esfuerzo reside en favorecer la fuerte tendencia humana a la desidia y a facilitar al alma espejismos placenteros para que se olvide de luchar—, sin embargo, la parte que tiende a la Verdad cuenta con otro factor a favor suyo. Y es que el mal que reside en la parte mediocre del alma es finito, mientras que el fuego divino que se hace presente a través del deseo, inagotable. Si el deseo de Dios permanece constante en la parte del alma que tiende a la Verdad, ésta tiene asegurada la victoria, a menos que, como dice Weil, esa parte arroje la toalla en la prosecución del fin que desea («que haya traición y rechazo deliberado del bien») o que, simplemente, muera antes de conseguirlo («que la muerte sobrevenga accidentalmente antes de tiempo»).

Una vez emprendido el camino de ida hacia la Verdad, y el temor a la pureza no inmoviliza el alma a proseguir su viaje, tarde o temprano, se franqueará «un umbral». ¿Qué quiere significar Weil con la referencia a ese «umbral»? Quizá simboliza ese límite no físico, que tan sólo se le percibe tras haberlo vivenciado; a ese «punto de no retorno», de que hablan los montañeros, tras el cual no es posible ya regresar al punto de inicio por el mismo camino y que hace saber al escalador que ya no le queda de otra sino vencer la cima; o esa sensación de haber salido con vida de una calamidad y sentir como si se hubiera «vuelto a nacer». Tras ese umbral —anotémoslo bien— no esta todo hecho, sino todo por hacer. Es ahí donde empieza verdaderamente la lucha por llegar hasta el Bien en su pureza.

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