Quien pretenda aprender por los libros el noble juego del ajedrez, pronto advertirá que sólo las aperturas y los finales consienten una exposición sistemática y exhaustiva, en tanto que la rehusa la infinita variedad de las movidas que siguen a las de apertura. Únicamente el ahincado estudio de partidas en que se midieron grandes maestros puede colmar las lagunas de la enseñanza. A parecidas limitaciones están sujetas las reglas que uno pueda dar para el ejercicio del tratamiento psicoanalítico.
En este trabajo intentaré compilar, para uso del analista práctico, algunas de tales reglas sobre la iniciación de la cura. Entre ellas habrá estipulaciones que podrán parecer triviales, y en efecto lo son. Valga en su disculpa no ser sino unas reglas de juego que cobrarán significado desde la trama del plan de juego. Por otra parte, obro bien al presentarlas como unos «consejos» y no pretenderlas incondicionalmente obligatorias. La extraordinaria diversidad de las constelaciones psíquicas intervinientes, la plasticidad de todos los procesos anímicos y la riqueza de los factores determinantes se oponen, por cierto, a una mecanización de la técnica, y hacen posible que un proceder de ordinario legítimo no produzca efecto algunas veces, mientras que otro habitualmente considerado erróneo lleve en algún caso a la meta. Sin embargo, esas constelaciones no impiden establecer para el médico una conducta en promedio acorde al fin.
Hace ya años, en otro lugar, expuse las indicaciones más importantes para la selección de los pacientes. Por eso no las repito aquí; entretanto, han hallado aprobación en otros psicoanalistas. Pero agrego que después, con los enfermos de quienes sé poco, he tomado la costumbre de aceptarlos primero sólo provisionalmente, por una semana o dos. Si uno interrumpe dentro de ese lapso, le ahorra al enfermo la impresión penosa de un intento de curación infortunado; uno sólo ha emprendido un sondeo a fin de tomar conocimiento del caso y decidir si es apto para el psicoanálisis. No se dispone de otra modalidad para ese ensayo de puesta a prueba; como sustituto no valdrían pláticas ni inquisiciones en la hora de sesión, por más que se las prolongase. Ahora bien, ese ensayo previo ya es el comienzo del psicoanálisis y debe obedecer a sus reglas. Quizá se lo pueda separar de este por el hecho de que en aquel uno lo hace hablar al paciente y no le comunica más esclarecimientos que los indispensables para que prosiga su relato.
La iniciación del tratamiento con un período de prueba así, fijado en algunas semanas, tiene además una motivación diagnóstica. Hartas veces, cuando uno se enfrenta a una neurosis con síntomas histéricos u obsesivos, pero no acusados en exceso y de duración breve -vale decir, justamente las formas que se considerarían favorables para el tratamiento-, debe dar cabida a la duda sobre si el caso no corresponde a un estadio previo de la llamada «dementia praecox» («esquizofrenia» según Bleuler, «parafrenia» según mi propuesta) y, pasado más o menos tiempo, mostrará un cuadro declarado de esta afección. Pongo en tela de juicio que resulte siempre muy fácil trazar el distingo. Sé que hay psiquiatras que rara vez vacilan en el diagnóstico diferencial, pero me he convencido de que se equivocan con la misma frecuencia. Sólo que para el psicoanalista el error es mucho más funesto que para el llamado «psiquiatra clínico». En efecto, este último no emprende nada productivo ni en un caso ni en el otro; corre sólo el riesgo de un error teórico y su diagnóstico no posee más que un interés académico. El psicoanalista, empero, en el caso desfavorable ha cometido un yerro práctico, se ha hecho culpable de un gasto inútil y ha desacreditado su procedimiento terapéutico. Si el enfermo no padece de histeria ni de neurosis obsesiva, sino de parafrenia, él no podrá mantener su promesa de curación, y por eso tiene unos motivos particularmente serios para evitar el error diagnóstico. En un tratamiento de prueba de algunas semanas percibirá a menudo signos sospechosos que podrán determinarlo a no continuar con el intento. Por desdicha, no estoy en condiciones de afirmar que ese ensayo posibilite de manera regular una decisión segura; sólo es una buena cautela más.
Prolongadas entrevistas previas antes de comenzar el tratamiento analítico, hacerlo preceder por una terapia de otro tipo, así como un conocimiento anterior entre el médico y la persona por analizar, traen nítidas consecuencias desfavorables para las que es preciso estar preparado. En efecto, hacen que el paciente enfrente al médico con una actitud transferencial ya hecha, y este deberá descubrirla poco a poco, en vez de tener la oportunidad de observar desde su inicio el crecer y el devenir de la transferencia. De ese modo el paciente mantendrá durante un lapso una ventaja que uno preferiría no concederle.
Uno debe desconfiar de todos los que quieren empezar la cura con una postergación. La experiencia muestra que no se presentan transcurrido el plazo convenido, a pesar de que los motivos aducidos para esa postergación (vale decir, la racionalización del designio) pudieran parecer inobjetables al no iniciado.
Dificultades particulares se presentan cuando han existido vínculos amistosos o de trato social entre el médico y el paciente que ingresa en el análisis, o su familia. El psicoanalista a quien se le pide que tome bajo tratamiento a la esposa o al hijo de un amigo ha de prepararse para que la empresa, cualquiera que sea su resultado le cueste aquella amistad. Y debe admitir ese sacrificio si no puede recurrir a un subrogante digno de confianza.
Tanto legos como médicos, que tienden aún a confundir al psicoanálisis con un tratamiento sugestivo, suelen atribuir elevado valor a la expectativa con que el paciente enfrente el nuevo tratamiento. A menudo creen que no les dará mucho trabajo cierto paciente por tener este gran confianza en el psicoanálisis y estar plenamente convencido de su verdad y productividad. Y en cuanto a otro, les parecerá más difícil el éxito, pues se muestra escéptico y no quiere creer nada antes de haber visto el resultado en su persona propia. En realidad, sin embargo, esta actitud de los pacientes tiene un valor harto escaso; su confianza o desconfianza provisionales apenas cuentan frente a las resistencias internas que mantienen anclada la neurosis. Es cierto que la actitud confiada del paciente vuelve muy agradable el primer trato con él; uno se la agradece, pese a lo cual se prepara para que su previa toma de partido favorable se haga pedazos a la primera dificultad que surja en el tratamiento. Al escéptico se le dice que el análisis no ha menester que se le tenga confianza, que él tiene derecho a mostrarse todo lo crítico y desconfiado que quiera, que uno no pondrá su actitud en la cuenta de su juicio, pues él no está en condiciones de formarse un juicio confiable sobre estos puntos; y que su desconfianza no es más que un síntoma entre los otros que él tiene, y no resultará perturbadora siempre que obedezca concienzudamente a lo que le pide la regla del tratamiento.
Quien esté familiarizado con la esencia de la neurosis no se asombrará al enterarse de que también alguien sumamente idóneo para ejercer el psicoanálisis en otro puede comportarse como cualquier mortal, y ser capaz de producir las más intensas resistencias tan pronto como él mismo se convierte en objeto del psicoanálisis. Uno vuelve a recibir entonces la impresión de la dimensión psíquica profunda, y no le parece nada sorprendente que la neurosis arraigue en estratos psíquicos hasta los cuales no caló la formación analítica.
Puntos importantes para el comienzo de la cura analítica son las estipulaciones sobre tiempo y dinero.
Con relación al tiempo, obedezco estrictamente al principio de contratar una determinada hora de sesión. A cada paciente le asigno cierta hora de mi jornada de trabajo disponible; es la suya y permanece destinada a él aunque no la utilice. Esta estipulación, que en nuestra buena sociedad es considerada natural para el profesor de música o de idiomas, en el caso del médico quizá parezca dura o aún indigna de su profesión. La gente se inclinará a señalar las múltiples contingencias que impedirían al paciente acudir al médico siempre a la misma hora, y demandará que se tomen en cuenta las numerosas afecciones intercurrentes que pueden sobrevenir en la trayectoria de un tratamiento psicoanalítico prolongado. Pero a ello respondo: No puede ser de otro modo. Cuando se adopta una práctica más tolerante, las inasistencias «ocasionales» se multiplican hasta el punto de amenazar la existencia material del médico. Y con la observancia más rigurosa de esta estipulación resulta, al contrario, que los impedimentos contingentes no se producen y se vuelven rarísimas las afecciones intercurrentes. Difícilmente llegue uno a gozar de un ocio del que debería avergonzarse en su condición de alguien que se gana la vida; uno puede continuar el trabajo sin ser perturbado, salvándose de la experiencia penosa y desconcertante de que justamente deba producirse una pausa en el trabajo, sin que uno tenga la culpa, cuando este prometía adquirir particular interés y riqueza de contenido. Sólo tras algunos años de practicar el psicoanálisis con estricta obediencia al principio de contratar la hora de sesión uno adquiere un convencimiento en regla sobre la significatividad de la psicogenia en la vida cotidiana de los hombres, sobre la frecuencia del enfermarse para «hacer novillos» y la nulidad del azar. En caso de afecciones inequívocamente orgánicas, que el interés psíquico en modo alguno puede llevarnos a excluir, interrumpo el tratamiento, me considero autorizado a dar otro empleo a la hora así liberada, y retomo al paciente tan pronto se restablece y me queda libre otra hora.
Trabajo con mis pacientes cotidianamente, con excepción del domingo y los días festivos; vale decir, de ordinario, seis veces por semana. En casos benignos, o en continuaciones de tratamientos muy extensos, bastan tres sesiones por semana. Otras limitaciones de tiempo no son ventajosas ni para el médico ni para el paciente; y cabe desestimarlas por completo al comienzo. Aun interrupciones breves redundarán en algún perjuicio para el trabajo; solíamos hablar en broma del «hielo del lunes» cuando recomenzábamos tras el descanso dominical; un trabajo menos frecuente corre el riesgo de no estar acompasado con el vivenciar real del paciente, y que así la cura pierda contacto con el presente y sea esforzada por caminos laterales. En ocasiones, además, uno se encuentra con enfermos a quienes es preciso consagrarles más tiempo que el promedio de una hora de sesión; es porque ellos pasan la mayor parte de esa hora tratando de romper el hielo, de volverse comunicativos.
He aquí una pregunta desagradable para el médico, que el enfermo le dirige al comienzo mismo: «¿Cuánto durará el tratamiento? ¿Cuánto tiempo necesita usted para librarme de mi padecimiento?». Si uno se ha propuesto un tratamiento de prueba de algunas semanas, se sustrae de la respuesta directa prometiendo que trascurrido ese lapso podrá enunciar un veredicto más seguro. Se responde, por así decir, como Esopo en la fábula al peregrino que pregunta cuánto falta para llegar: «¡Camina! », le exhorta Esopo, y lo funda diciéndole que uno tendría que conocer el paso del caminante antes de estimar la duración de su peregrinaje. Con este expediente se sale de las primeras dificultades, pero la comparación no es buena: es fácil, en efecto, que el neurótico altere su tempo y en ciertos períodos sólo haga progresos muy lentos. En verdad, la pregunta por la duración del tratamiento es de respuesta casi imposible.
La falta de intelección de los enfermos y la insinceridad de los médicos se aúnan para producir esta consecuencia: hacer al análisis los más desmedidos reclamos y concederle el tiempo más breve. De la carta que una dama me ha enviado desde Rusia, llegada a mí hace pocos días, cito las siguientes cifras: Tiene cincuenta y tres años, está enferma desde hace veintitrés, y en los últimos diez estuvo incapacitada para cualquier trabajo constante. Su «tratamiento en varios institutos para enfermos nerviosos» no pudo habilitarla para una «vida activa». Espera curarse por completo mediante el psicoanálisis, sobre el cual ha leído. Pero su tratamiento ya ha costado tanto a su familia que no podría tomar residencia en Viena más de seis semanas o dos meses. A ello se suma la dificultad de que sólo quiere «explicar» al comienzo por escrito, pues tocar sus complejos provocaría en ella una explosión o «la enmudecería por cierto tiempo». – Nadie esperaría que se pudiera levantar con dos dedos una mesa pesada como se lo haría con un liviano escabel, o construir una casa grande en el mismo tiempo que una chocita; no obstante, tan pronto como se trata de las neurosis, que por el momento no parecen todavía insertas en la trama del pensar humano, aun personas inteligentes olvidan la necesaria proporcionalidad entre tiempo, trabajo y resultado. Es, por otra parte, una entendible consecuencia de la profunda ignorancia que existe acerca de su etiología. Merced a tal desconocimiento, la neurosis es para ellos una suerte de «señorita forastera». Uno no sabe de dónde vino, y por eso espera que un buen día haya de desaparecer.
Los médicos dan pábulo a esta fe vana; aun los que saben no suelen apreciar como es debido la dificultad de las neurosis. Un colega de mi amistad, a quien le acredito que tras varios decenios de trabajo científico realizado sobre otras premisas desistió de estas para abrazar el psicoanálisis, me escribió cierta vez: «Lo que nos hace falta es un tratamiento breve, cómodo, ambulatorio, de las neurosis obsesivas». No pude proveer a ello, me dio vergüenza y procuré disculparme con la puntualización de que también los médicos internistas se darían por contentos con una terapia de la tuberculosis o del carcinoma que reuniera esas ventajas.
Para decirlo de manera más directa: el psicoanálisis requiere siempre lapsos más prolongados, medio año o uno entero; son más largos de lo que esperaba el enfermo. Por eso se tiene el deber de revelarle ese estado de cosas antes que él se decida en definitiva a emprender el tratamiento. Considero de todo punto más digno, pero también más acorde al fin, que, sin propender a que se asuste, se le llame de antemano la atención sobre las dificultades y sacrificios de la terapia analítica, quitándole todo derecho a afirmar después que se lo atrajo mañosamente a un tratamiento sobre cuyo alcance y significado no tenía noticia. Y el que se deje disuadir por tales comunicaciones habría demostrado más tarde ser inservible. Es bueno procurar una selección así antes de iniciar el tratamiento. Con el progreso del esclarecimiento entre los enfermos aumenta también el número de quienes pasan esta primera prueba.
Yo desapruebo comprometer a los pacientes a que perseveren cierto lapso en el tratamiento; les consiento que interrumpan la cura cuando quieran, pero no les oculto que una ruptura tras breve trabajo no arrojará ningún resultado positivo, y es fácil que, como una operación incompleta, los deje en un estado insatisfactorio. En mis primeros años de actividad psicoanalítica mi mayor dificultad era mover a los enfermos a perseverar; esta dificultad se me ha desplazado hace mucho tiempo: ahora tengo que empeñarme, angustiosamente, en constreñirlos a cesar.
La abreviación de la cura analítica sigue siendo un deseo justificado cuyo cumplimiento, como veremos, se procura por diversos caminos. Por desgracia, un factor de mucho peso se les contrapone: unas alteraciones anímicas profundas sólo se consuman con lentitud; ello sin duda se debe, en última instancia, a la «atemporalidad» de nuestros procesos inconcientes. Cuando se expone a los enfermos esta dificultad, el considerable gasto de tiempo que insume el análisis, no es raro que propongan un expediente. Dividen sus males en unos intolerables y otros que describen como secundarios, y dicen: «Basta con que usted me libre de aquellos (p. ej., el dolor de cabeza, una determinada angustia); en cuanto a los otros, ya les pondré término en la vida misma». De ese modo, sin embargo, sobrestiman el poder electivo del análisis. Sin duda, el médico analista es capaz de mucho, pero no puede determinar con exactitud lo que ha de conseguir. El introduce un proceso, a saber, la resolución de las represiones existentes; puede supervisarlo, promoverlo, quitarle obstáculos del camino, y también por cierto viciarlo en buena medida. Pero, en líneas generales, ese proceso, una vez iniciado, sigue su propio camino y no admite que se le prescriban ni su dirección ni la secuencia de los puntos que acometerá. Al poder del analista le ocurre casi lo mismo que a la potencia del varón. El más potente de los hombres puede, sí, concebir un hijo completo, mas no puede engendrar en el organismo femenino una cabeza sola, un brazo o una pierna; ni siquiera puede ordenar el sexo del niño. Es que él sólo inicia un proceso en extremo enmarañado y determinado por antiguos sucesos, que termina con la separación del hijo respecto de la madre. También la neurosis de un ser humano posee los caracteres de un organismo; sus fenómenos parciales no son independientes unos de otros, pues se condicionan y suelen apoyarse recíprocamente; siempre se padece de una sola neurosis, no de varias que por azar coincidirían en un individuo. El enfermo a quien, según su deseo, uno librara de un síntoma intolerable, bien podría hacer la experiencia de que se le agrava hasta adquirir ese carácter un síntoma hasta ese momento llevadero. El médico que quiera desligar en todo lo posible el éxito terapéutico de las eventuales condiciones sugestivas (vale decir, trasferenciales) que pudieran producirlo hará bien en renunciar aun a los vestigios que poseyera de influjo electivo sobre dicho resultado. El psicoanalista no puede menos que preferir a los pacientes que le piden la salud plena en la medida en que sea asequible, y le conceden todo el tiempo que el proceso de restablecimiento necesita. Desde luego, sólo en pocos casos se pueden esperar condiciones tan favorables.
El punto siguiente sobre el que se debe decidir al comienzo de una cura es el dinero, los honorarios del médico. El analista no pone en entredicho que el dinero haya de considerarse en primer término como un medio de sustento y de obtención de poder, pero asevera que en la estima del dinero coparticipan poderosos factores sexuales. Y puede declarar, por eso, que el hombre de cultura trata los asuntos de dinero de idéntica manera que las cosas sexuales, con igual duplicidad, mojigatería e hipocresía. Entonces, de antemano está resuelto a no hacer otro tanto, sino a tratar las relaciones monetarias ante el paciente con la misma natural sinceridad en que pretende educarlo para los asuntos de la vida sexual. Al comunicarle espontáneamente en cuánto estima su tiempo le demuestra que él mismo ha depuesto toda falsa vergüenza. Por otra parte, la humana sabiduría ordena no dejar que se acumulen grandes sumas, sino cobrar en plazos regulares breves (de un mes, por ejemplo). (Es notorio que no se eleva en el enfermo la estima por el tratamiento brindándoselo demasiado barato.) Se sabe que no es esta la práctica usual en nuestra sociedad europea para el neurólogo o el médico internista; pero el psicoanalista tiene derecho a adoptar la posición del cirujano, que es sincero y cobra caro porque dispone de tratamientos capaces de remediar. Opino que es más digno y está sujeto a menos reparos éticos confesarse uno mismo sus pretensiones y necesidades reales, y no, como suele ocurrir todavía hoy entre los médicos, hacer el papel del filántropo desinteresado, papel para el cual uno no posee los medios, y luego afligirse en su fuero íntimo por la falta de miramientos y el afán explotador de los pacientes, o quejarse de ello en voz alta. En pro de sus honorarios el analista alegará, además, que por duro que trabaje nunca podrá ganar tanto como los médicos de otras especialidades.
Por las mismas razones tendrá derecho a negar asistencia gratuita, sin exceptuar de esto ni siquiera a sus colegas o los parientes de ellos. Esta última exigencia parece violar la colegialidad médica; pero debe tenerse en cuenta que un tratamiento gratuito importa para el psicoanalista mucho más que para cualquier otro: le sustrae una fracción considerable del tiempo de trabajo de que dispone para ganarse la vida (un octavo, un séptimo de ese tiempo, etc.), y por un lapso de muchos meses. Y un segundo tratamiento gratuito simultáneo ya le arrebatará una cuarta o una tercera parte de su capacidad de ganarse la vida, lo cual sería equiparable al efecto de un grave accidente traumático.
Además, es dudoso que la ventaja para el enfermo contrapese en alguna medida el sacrificio del médico. Puedo arriesgar con fundamento un juicio, pues a lo largo de unos diez años consagré todos los días una hora, y en ocasiones hasta dos, a tratamientos gratuitos; la razón era que quería enfrentar en mi trabajo la menor resistencia posible con el fin de orientarme en el campo de las neurosis. Ahora bien, no coseché las ventajas que buscaba. Muchas de las resistencias del neurótico se acrecientan enormemente por el tratamiento gratuito; así, en la mujer joven, la tentación contenida en el vínculo trasferencial, y en el hombre joven, su renuencia al deber del agradecimiento, renuencia que proviene del complejo paterno y se cuenta entre los más rebeldes obstáculos de la asistencia médica. La ausencia de la regulación que el pago al médico sin duda establece se hace sentir muy penosamente; la relación toda se traslada fuera del mundo real, y el paciente pierde un buen motivo para aspirar al término de la cura.
Uno puede situarse muy lejos de la condena ascética del dinero y, sin embargo, lamentar que la terapia analítica, por razones tanto externas como internas, sea casi inasequible para los pobres. Poco es lo que se puede hacer para remediarlo. Quizás acierte la muy difundida tesis de que es más difícil que caiga víctima de la neurosis aquel a quien el apremio de la vida compele a trabajar duro. Pero otra incuestionable experiencia nos dice que es muy difícil sacar al pobre de la neurosis una vez que la ha producido. Son demasiado buenos los servicios que le presta en la lucha por la afirmación de sí, y le aporta una ganancia secundaria de la enfermedad demasiado sustantiva. Ahora reclama, en nombre de su neurosis, la conmiseración que los hombres denegaron a su apremio material, y puede declararse eximido de la exigencia de combatir su pobreza mediante el trabajo. Por eso, quien ataca la neurosis de un pobre con los recursos de la psicoterapia suele comprobar que en este caso se le demanda, en verdad, una terapia de muy diversa índole, como aquella que, según nuestra leyenda vienesa, solía practicar el emperador José II. Desde luego que en ocasiones hallamos también hombres valiosos y desvalidos sin culpa suya, en quienes el tratamiento gratuito no tropieza con tales obstáculos y alcanza buenos resultados.
Para las clases medias, el gasto en dinero que el psicoanálisis importa es sólo en apariencia desmedido. Prescindamos por entero de que salud y productividad, por un lado, y un moderado desembolso monetario, por el otro, son absolutamente inconmensurables: si computamos en total los incesantes costos de sanatorios y tratamiento médico, y les contraponemos el incremento de la productividad y de la capacidad de procurarse el sustento que resultan de una cura analítica exitosa, es lícito decir que los enfermos han hecho un buen negocio. No hay en la vida nada más costoso que la enfermedad y… la estupidez.
Antes de concluir estas puntualizaciones sobre la iniciación del tratamiento analítico, diré unas palabras todavía sobre cierto ceremonial de la situación en que se ejecuta la cura. Mantengo el consejo de hacer que el enfermo se acueste sobre un diván mientras uno se sienta detrás, de modo que él no lo vea. Esta escenografía tiene un sentido histórico: es el resto del tratamiento hipnótico a partir del cual se desarrolló el psicoanálisis. Pero por varias razones merece ser conservada. En primer lugar, a causa de un motivo personal, pero que quizás otros compartan conmigo. No tolero permanecer bajo la mirada fija de otro ocho horas (o más) cada día. Y como, mientras escucho, yo mismo me abandono al decurso de mis pensamientos inconscientes, no quiero que mis gestos ofrezcan al paciente material para sus interpretaciones o lo influyan en sus comunicaciones. Es habitual que el paciente tome como una privación esta situación que se le impone y se revuelva contra ella, en particular si la pulsión de ver (el voyeurismo) desempeña un papel significativo en su neurosis. A pesar de ello, persisto en ese criterio, que tiene el propósito y el resultado de prevenir la inadvertida contaminación de la trasferencia con las ocurrencias del paciente, aislar la trasferencia y permitir que en su momento se la destaque nítidamente circunscrita como resistencia. Sé que muchos analistas obran de otro modo, pero no sé si en esta divergencia tiene más parte la manía de hacer las cosas diversas, o alguna ventaja que ellos hayan encontrado.
Pues bien; una vez reguladas de la manera dicha las condiciones de la cura, se plantea esta pregunta: ¿En qué punto y con qué material se debe comenzar el tratamiento?
No interesa para nada con qué material se empiece -la biografía, el historial clínico o los recuerdos de infancia del paciente-, con tal que se deje al paciente mismo hacer su relato y escoger el punto de partida. Uno le dice, pues: «Antes que yo pueda decirle algo, es preciso que haya averiguado mucho sobre usted; cuénteme, por favor, lo que sepa de usted mismo».
Lo único que se exceptúa es la regla fundamental de la técnica psicoanalítica, que el paciente tiene que observar. Se lo familiariza con ella desde el principio: «Una cosa todavía, antes que usted comience. En un aspecto su relato tiene que diferenciarse de una conversación ordinaria. Mientras que en esta usted procura mantener el hilo de la trama mientras expone, y rechaza todas las ocurrencias perturbadoras y pensamientos colaterales, a fin de no irse por las ramas, como suele decirse, aquí debe proceder de otro modo. Usted observará que en el curso de su relato le acudirán pensamientos diversos que preferiría rechazar con ciertas objeciones críticas. Tendrá la tentación de decirse: esto o estotro no viene al caso, o no tiene ninguna importancia, o es disparatado y por ende no hace falta decirlo. Nunca ceda usted a esa crítica; dígalo a pesar de ella, y aun justamente por haber registrado una repugnancia a hacerlo. Más adelante sabrá y comprenderá usted la razón de este precepto -el único, en verdad, a que debe obedecer-. Diga, pues, todo cuanto se le pase por la mente, Compórtese como lo haría, por ejemplo, un viajero sentado en el tren del lado de la ventanilla que describiera para su vecino del pasillo cómo cambia el paisaje ante su vista. Por último, no olvide nunca que ha prometido absoluta sinceridad, y nunca omita algo so pretexto de que por alguna razón le resulta desagradable comunicarlo»
Pacientes que computan su condición de enfermos desde cierto momento suelen orientarse hacia el ocasionamiento de la enfermedad; otros, que no desconocen el nexo de su neurosis con su infancia, empiezan a menudo con la exposición de su biografía íntegra. En ningún caso debe esperarse un relato sistemático, ni se debe hacer nada para propiciarlo. Después, cada pequeño fragmento de la historia deberá ser narrado de nuevo, y sólo en estas repeticiones aparecerán los complementos que permitirán obtener los nexos importantes, desconocidos para el enfermo.
Hay pacientes que desde las primeras sesiones preparan con cuidado su relato, supuestamente para asegurarse un mejor aprovechamiento del tiempo de terapia. Lo que así se viste de celo es resistencia. Corresponde desaconsejar esa preparación, practicada sólo para protegerse del afloramiento de ocurrencias indeseadas. Por más que el enfermo crea sinceramente en su loable propósito, la resistencia cumplirá su cometido en el modo deliberado de esa preparación y logrará que el material más valioso escape de la comunicación. Pronto se notará que el paciente inventa además otros métodos para sustraer al tratamiento lo que es debido. Por ejemplo, todos los días conversará con un amigo íntimo sobre la cura, y colocará {unterbringen} en esa plática todos los pensamientos que estaban destinados a imponérsele en presencia del médico. La cura tiene así una avería por la que se escurre justamente lo mejor. Será entonces oportuno amonestar al paciente para que trate su cura analítica como un asunto entre su médico y él mismo, y no haga consabedoras a las demás personas, por más próximas que estén a él o por mucho que lo inquieran. Generalmente, en estadios posteriores del tratamiento el paciente no sucumbe a tales tentaciones.
No opongo dificultad ninguna a que los enfermos mantengan en secreto su tratamiento si así lo desean, a menudo porque también guardaron secreto sobre su neurosis. No interesa, desde luego, que a consecuencia de esta reserva algunos de los mejores éxitos terapéuticos escapen al conocimiento de los contemporáneos y se pierda la impresión que harían sobre ellos. Por supuesto que ya la decisión misma del paciente en favor del secreto trae a la luz un rasgo de su historia secreta.
Cuando uno encarece al enfermo que al comienzo de su tratamiento haga consabedoras al menor número posible de personas, lo protege así, por añadidura, de las múltiples influencias hostiles que intentarán apartarlo del análisis. Tales influjos pueden ser fatales al comienzo de la cura. Más tarde serán la mayoría de las veces indiferentes y hasta útiles para que salgan a relucir unas resistencias que pretendían esconderse.
Si en el curso del análisis el paciente necesita pasajeramente de otra terapia, clínica o especializada, es mucho más adecuado acudir a un colega no analista que prestarle uno mismo esa otra asistencia. Tratamientos combinados a causa de un padecer neurótico con fuerte apuntalamiento orgánico son casi siempre impracticables. Tan pronto uno les muestra más de un camino para curarse, los pacientes desvían su interés del análisis. Lo mejor es posponer el tratamiento orgánico hasta la conclusión del psíquico; si se lo hiciera preceder, en la mayoría de los casos sería infructuoso.
Volvamos a la iniciación del tratamiento. En ocasiones se tropezará con pacientes que empiezan su cura con la desautorizadora afirmación de que no se les ocurre nada que pudieran narrar, y ello teniendo por delante, intacta, toda la historia de su vida y de su enfermedad. No se debe ceder, ni esta primera vez ni las ulteriores, a su ruego de que se les indique aquello sobre lo cual deben hablar. Ya se imagina uno con qué tiene que habérselas en tales casos. Una fuerte resistencia ha pasado al frente para amparar a la neurosis; corresponde recoger enseguida el reto, y arremeter contra ella. El aseguramiento, repetido con energía, de que no existe semejante falta de toda ocurrencia para empezar, y de que se trata de una resistencia contra el análisis, pronto constriñe al paciente a las conjeturadas confesiones o pone en descubierto una primera pieza de sus complejos. Mal signo si tiene que confesar que mientras escuchaba la regla fundamental hizo la salvedad de guardarse, empero, esto o estotro; menos enojoso si sólo necesita comunicar con cuánta desconfianza se acerca al análisis, o las cosas horrendas que ha escuchado sobre este. Si él llegase a poner en entredicho estas y otras posibilidades que uno le va exponiendo, se puede, mediante el esforzar, constreñirlo a admitir que, sin embargo, ha hecho a un lado ciertos pensamientos que lo ocuparon: ha pensado en la cura como tal, pero en nada determinado de ella, o lo atareó la imagen de la habitación donde se encuentra, o se ve llevado a pensar en los objetos que hay en esta, y en que yace aquí sobre un diván, todo lo cual él ha sustituido por la noticia «Nada». Tales indicaciones son bien inteligibles; todo lo que se anuda a la situación presente corresponde a una trasferencia sobre el médico, la que prueba ser apta para una resistencia. Así, uno se ve forzado a empezar poniendo en descubierto esa trasferencia; desde ella se encuentra con rapidez el acceso al material patógeno. Los pacientes cuyo análisis es precedido por ese rehusamiento de las ocurrencias son, sobre todo, mujeres que por el contenido de su biografía están preparadas para una agresión sexual, u hombres de una homosexualidad reprimida hiperintensa.
Así como la primera resistencia, también los primeros síntomas o acciones casuales del paciente merecen un interés particular y pueden denunciar un complejo que gobierne su neurosis. Un joven y espiritual filósofo, con actitudes estéticas exquisitas, se apresura a enderezarse la raya del pantalón antes de acostarse para la primera sesión; revela haber sido antaño un coprófilo de extremo refinamiento, como cabía esperarlo del posterior esteta. Una joven, en igual situación, empieza tirando del ruedo de su falda hasta exponer sus tobillos; así ha revelado lo mejor que el posterior análisis descubrirá: su orgullo narcisista por su belleza corporal, y sus inclinaciones exhibicionistas.
Un número muy grande de pacientes se revuelven contra la postura yacente que se les prescribe, mientras el médico se sienta, invisible, tras ellos. Piden realizar el tratamiento en otra posición, las más de las veces porque no quieren estar privados de ver al médico. Por lo común se les rehúsa el pedido; no obstante, uno no puede impedir que se las arreglen para decir algunas frases antes que empiece la «sesión» o después que se les anunció su término, cuando se levantan del diván. Así dividen su tratamiento en un tramo oficial, en cuyo trascurso se comportan las más de las veces muy inhibidos, y un tramo «cordial» en el que realmente hablan con libertad y comunican toda clase de cosas, sin computarlas ellos como parte del tratamiento. El médico no consentirá por mucho tiempo esta separación; tomará nota de lo dicho antes de la sesión o después de ella y, aplicándolo en la primera oportunidad, volverá a desgarrar el biombo que el paciente quería levantar. Ese biombo se construye, también aquí, con el material de una resistencia transferencial.
Ahora bien, mientras las comunicaciones y ocurrencias del paciente afluyan sin detención, no hay que tocar el tema de la transferencia. Es preciso aguardar para este, el más espinoso de todos los procedimientos, hasta que la transferencia haya devenido resistencia.
La siguiente pregunta que se nos planteará es de principio. Hela aquí: ¿Cuándo debemos empezar a hacer comunicaciones al analizado? ¿Cuándo es oportuno revelarle el significado secreto de sus ocurrencias, iniciarlo en las premisas y procedimientos técnicos del análisis?
La respuesta sólo puede ser esta: No antes de que se haya establecido en el paciente una trasferencia operativa, un rapport en regla. La primera meta del tratamiento sigue siendo allegarlo a este y a la persona del médico. Para ello no hace falta más que darle tiempo. Si se le testimonia un serio interés, se pone cuidado en eliminar las resistencias que afloran al comienzo y se evitan ciertos yerros, el paciente por sí solo produce ese allegamiento y enhebra al médico en una de las ¡magos de aquellas personas de quienes estuvo acostumbrado a recibir amor. Es verdad que uno puede malgastar este primer éxito si desde el comienzo se sitúa en un punto de vista que no sea el de la empatía -un punto de vista moralizante, por ejemplo- o si se comporta como subrogante o mandatario de una parte interesada, como sería el otro miembro de la pareja conyugal.
Esta respuesta supone, desde luego, condenar el procedimiento que querría comunicar al paciente las traducciones de sus síntomas tan pronto como uno mismo las coligió, o aun vería un triunfo particular en arrojarle a la cara esas «soluciones» en la primera entrevista. A un analista ejercitado no le resultará difícil escuchar nítidamente audibles los deseos retenidos de un enfermo ya en sus quejas y en su informe sobre la enfermedad; ¡pero qué grado de autocomplacencia y de irreflexión hace falta para revelar a un extraño no familiarizado con ninguna de las premisas analíticas, y con quien apenas se ha mantenido trato, que él siente un apego incestuoso por su madre, abriga deseos de muerte contra su esposa a quien supuestamente ama, alimenta el propósito de traicionar a su jefe, etc,! Según me he enterado, hay analistas que se ufanan de tales diagnósticos instantáneos y tratamientos a la carrera, pero yo advierto a todos que no se deben seguir esos ejemplos. De esa manera uno se atraerá un total descrédito sobre sí mismo y sobre su causa, y provocará las contradicciones más violentas -y esto, haya o no acertado; en verdad, la resistencia será tanto mayor mientras mejor acertó-. Por lo general, el efecto terapéutico será en principio nulo, y definitiva la intimidación ante el análisis. Aun en períodos posteriores del tratamiento habrá que proceder con cautela para no comunicar una solución de síntoma y traducción de un deseo antes que el paciente esté próximo a ello, de suerte que sólo tenga que dar un corto paso para apoderarse él mismo de esa solución. En años anteriores tuve muchísimas oportunidades de experimentar que la comunicación prematura de una solución ponía fin a la cura prematuramente, tanto por las resistencias que así se despertaban de repente como por el alivio que iba de consuno con la solución.
En este punto se objetará: ¿Es nuestra tarea prolongar el tratamiento, y no llevarlo a su fin lo más rápido posible? ¿No padece el enfermo a causa de su no saber y no comprender, y no es un deber hacerlo sapiente lo más pronto posible, vale decir, cuando el médico lo deviene?
Para responder esta pregunta se necesita un breve excursus sobre el significado del saber y el mecanismo de la curación en el psicoanálisis.
Es verdad que en los tiempos iniciales de la técnica analítica atribuíamos elevado valor, en una actitud de pensamiento intelectualista, al saber del enfermo sobre lo olvidado por él, y apenas distinguíamos entre nuestro saber y el suyo. Considerábamos una particular suerte obtener de otras personas información sobre el trauma infantil olvidado, fueran ellas los padres, los encargados de la crianza o el propio seductor, como era posible en algunos casos; y nos apresurábamos a poner en conocimiento del enfermo la noticia y las pruebas de su exactitud, con la segura expectativa de llevar así neurosis y tratamiento a un rápido final. Serio desengaño: el éxito esperado no se producía. ¿Cómo podía ser que el enfermo, conociendo ahora su vivencia traumática, se comportara empero como si no supiera más que antes? Ni siquiera el recuerdo del trauma reprimido quería aflorar tras su comunicación y descripción.
En cierto caso, la madre de una muchacha histérica me reveló la vivencia homosexual a la que cupo gran influjo sobre la fijación de los ataques de aquella. La madre misma había sorprendido la escena, pero la enferma la tenía totalmente olvidada, y eso que pertenecía ya a los años de la prepubertad. Pude hacer entonces una instructiva experiencia. Todas las veces que le repetía el relato de la madre, ella reaccionaba con un ataque histérico, tras el cual la comunicación quedaba olvidada de nuevo. No cabía ninguna duda de que la enferma exteriorizaba una violentísima resistencia a un saber que le era impuesto; al fin simuló estupidez y total pérdida de la memoria, para protegerse de mis comunicaciones. Fue preciso entonces quitar al saber como tal el significado que se pretendía para él, y poner el acento sobre las resistencias que en su tiempo habían sido la causa del no saber y ahora estaban aprontadas para protegerlo. El saber conciente era sin duda impotente contra esas resistencias, y ello aunque no fuera expulsado de nuevo.
Para la llamada «psicología normal» permanece inexplicada la asombrosa conducta de la enferma, que se ingeniaba para aunar un saber consciente con el no saber. Al psicoanálisis, sobre la base de su reconocimiento de lo inconsciente, no le depara dificultad alguna; y, por otra parte, el fenómeno descrito se cuenta entre los mejores apoyos de una concepción que aborda los procesos psíquicos diferenciados tópicamente. Y es que los enfermos saben sobre la vivencia reprimida en su pensar, pero a este último le falta la conexión con aquel lugar donde se halla de algún modo el recuerdo reprimido. Sólo puede sobrevenir una alteración si el proceso conciente del pensar avanza hasta ese lugar y vence ahí las resistencias de la represión. Es como si el Ministerio de Justicia hubiera promulgado un edicto según el cual los delitos juveniles deben juzgarse con mayor lenidad. El trato dispensado a cada uno de los delincuentes juveniles no cambiará hasta que no se notifique de ese edicto a los diversos jueces de distrito; tampoco, si estos no tienen el propósito de obedecerlo, sino que prefieren juzgar según su propio entendimiento. Pero agreguemos, a modo de enmienda, que la comunicación conciente de lo reprimido no deja de producir efectos en el enfermo. Claro que no exteriorizará los efectos deseados -poner término a los síntomas-, sino que tendrá otras consecuencias. Primero incitará resistencias, pero luego, una vez vencidas estas, un proceso de pensamiento en cuyo decurso terminará por producirse el esperado influjo sobre el recuerdo inconciente.
Ya es tiempo de obtener un panorama sobre el juego de fuerzas que ponemos en marcha mediante el tratamiento. El motor más directo de la terapia es el padecer del paciente y el deseo, que ahí se engendra, de sanar. Según se lo descubre sólo en el curso del análisis, es mucho lo que se debita de la magnitud de esta fuerza pulsional, sobre todo la ganancia secundaria de la enfermedad. Pero esta fuerza pulsional misma, de la cual cada mejoría trae aparejada su disminución, tiene que conservarse hasta el final. Ahora bien, por sí sola es incapaz de eliminar la enfermedad; para ello le faltan dos cosas: no conoce los caminos que se deben recorrer hasta ese término, y no suministra los montos de energía necesarios contra las resistencias. El tratamiento analítico remedia ambos déficit. En cuanto a las magnitudes de afecto requeridas para vencer las resistencias, las suple movilizando las energías aprontadas para la trasferencia; y mediante las comunicaciones oportunas muestra al enfermo los caminos por los cuales debe guiar esas energías. La trasferencia a menudo basta por sí sola para eliminar los síntomas del padecer, pero ello de manera sólo provisional, mientras ella misma subsista. Así sería sólo un tratamiento sugestivo, no un psicoanálisis.
Merecerá este último nombre únicamente si la trasferencia ha empleado su intensidad para vencer las resistencias. Es que sólo en ese caso se vuelve imposible la condición de enfermo, por más que la trasferencia, como lo exige su destinación, haya vuelto a disolverse.
Además, en el curso del tratamiento es despertado otro factor propiciador: el interés intelectual y la inteligencia del enfermo. Sólo que apenas cuenta frente a las otras fuerzas que se combaten entre sí; lo amenaza de continuo una desvalorización debida al enturbiamiento del juicio por obra de las resistencias. Restan, pues, trasferencia e instrucción (en virtud de la comunicación) como las nuevas fuentes de fuerza que el enfermo debe al analista. Empero, de la instrucción se vale sólo en la medida en que es movido a ello por la trasferencia, y por eso la primera comunicación debe aguardar hasta que se haya establecido una fuerte trasferencia; y agreguemos: las posteriores deben hacerlo hasta que se elimine, en cada caso, la perturbación producida por la aparición, siguiendo una serie, de las resistencias transferenciales.
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