miércoles, 17 de julio de 2019

El dinero en el (tren) fantasma de los psicoanalistas

Archisabido que la cuestión del dinero envuelve la existencia de todo sujeto, lo representa, habilita o deshabilita, pacifica o invade, sostiene o construye… cuando no lo destruye. Cuestión tal no puede soslayarse en la experiencia clínica donde despierta inevitables torbellinos en los fantasmas de los psicoanalistas que enfrentan –como pueden– esa espinosa cuestión.

El psicoanálisis comparte muchas de las características de la mercancía: a) es un producto del trabajo humano; b) satisface una necesidad-demanda; c) está destinado al intercambio. Como toda mercancía tendrá un “valor” (que no es lo mismo que “precio”), estará sujeto a los altibajos del mercado y se medirá en dinero, que es la medida de valor de todas las mercancías (aunque es, también, él mismo una mercancía, a veces difícil de conseguir como bien saben los compradores de dólares “blue”). ¿Mercantilización del psicoanálisis? ¡No!, simple pertenencia del psicoanálisis a una sociedad mercantil, que no es cualquiera, sino la del neocapitalismo.
No obstante, en psicoanálisis, el tema “dinerario” ofrece varias aristas problemáticas, no sin consecuencias en el fantasma de los psicoanalistas.

Valor de mercado. “[el psicoanalista] Al comunicarle espontáneamente [al paciente] en cuánto estima su tiempo le demuestra que él mismo ha depuesto toda falsa vergüenza” (Freud. Sobre la iniciación del tratamiento –1913–).
Sin embargo, el valor de cambio de una mercancía obedece a varios factores uno de los cuales es la “demanda” que de esa mercancía haya en el mercado; así pues, no se trata sólo de lo que el poseedor estime que “vale” su mercancía sino, y principalmente, de lo que el mercado esté dispuesto a pagar por ella. Incógnita para despejar la cual habrá que tener en cuenta –entre otras cosas– los valores de la “competencia”; pero ¿cuál competencia? Hay un sector de “primeras” y otro de “segundas” (y hasta de “terceras”) marcas. Las “primeras” no pueden alejarse exageradamente de las “segundas”, pero deben estar alejadas, tanto por los costos de advertising (postítulos, pase, libros, profusión de artículos publicados, todo lo cual puede ser reemplazado y superado con mucha aparición en TV) que han insumido, como por el prestigio que ofrecen (ya M. Weber advertía que “el honor del status se basa siempre en la distancia y en la exclusividad”; síntesis: “pertenecer tiene sus privilegios”). 

El (primer) lugar entre las “marcas” –desgraciadamente– no es decidido por el oferente; su lugar (status) es el que la “sociedad” le adscribe. Así hemos visto (vemos) prestigios construidos en base a retaradas-reiteradas apariciones televisivas o periodísticas. He aquí un primer grupo de “fantasmales estaciones” por las que pasa nuestro tren incluso antes de la llamada pidiendo turno.

Malas palabras: “El analista no pone en entredicho que el dinero haya de considerarse en primer término como un medio de sustento y de obtención de poder, pero asevera que en la estima del dinero coparticipan poderosos factores sexuales. Y puede declarar, por eso, que el hombre de cultura trata los asuntos de dinero de idéntica manera que las cosas sexuales, con igual duplicidad, mojigatería e hipocresía” (Freud, “Sobre la iniciación del tratamiento”).
 
No hablamos de dinero sin posar o fingir un poco (es más fácil enterarse del partenaire sexual y sus prácticas que del monto del plazo fijo de alguien). Ya advertía Freud en “Psicopatología de la vida cotidiana” que sobre el dinero y las propiedades aún en las personas llamadas honestas no puede dejar de rastrearse una conducta dual. Tal doblez tiene que ver con “la codicia primitiva del lactante” que procura apoderarse de todos los objetos y que deja una huella indeleble en la subjetividad. La operación de la ley de la cultura no expulsa esa codicia (más bien la intensifica), lo que tiene sus múltiples retoños en la vida psíquica que despliega un abanico que va desde la ambición desmedida hasta la postrada abnegación. Hablar de dinero puede ser visto como “codicioso”, como la aceptación de que el nuestro es “un lecho que produce ganancias”, que hemos puesto nuestros “oídos en alquiler”; símiles prostibularios que nos arroja Foucault (v. Historia de la sexualidad I).

El temor, vergüenza, pudor o como se llame, a ser visto como un integrante más del sistema que sale a vender su fuerza de trabajo a cambio de un salario (que no es lo mismo que “sueldo”) hace que algunos psicoanalistas intenten presentarse asépticos, sin intereses ni ambiciones, casi fuera del mundo, como si el psicoanálisis fuera un hobby o un apostolado, es decir, cultivado por seres sin deseos o que han renunciado al cumplimiento de sus deseos. 

Cobrar o no cobrar. Cobrar no es el problema (el problema es hacer de la cura un estanco donde se “despachan” interpretaciones); no cobrar es un problema, ya que ubica al analista por fuera de la estructura económica y social. Podrá operar como una resistencia y como un fantasma que tumba. Si “el hombre que no vive en polis es una bestia o dios” (Aristóteles), el analista vive en polis y necesita del dinero para circular en ella. Si prescinde de ese “poder adquisitivo generalizado” es porque se ubica como un Dios (lo que deviene aniquilación del paciente) o como una bestia (lo que deviene espantoso destino del goce de la pére-versión… que también aniquila). No cobrar puede instaurar al Otro como consistente y también puede instaurar al Otro incontrolable del goce superyoico que orientará la cura hacia su fracaso por la gula del goce.

El analista se gana la vida y se gasta la vida. Circula en la estructura de la falta y, por eso, está a merced de las fluctuaciones de la moneda (revisa como todos la cotización diaria del dólar), lo que genera inevitables turbulencias en su fantasma. Pero que los genere no es para atemorizarse, lo preocupante es que no pueda captar cuán trabado está en eso que precisa despejar

En principio, no se inicia un análisis sin perder algo de goce. Un análisis implica la posibilidad para el sujeto de intercambiar goce por significante. El analista cobra porque cede goce para sostener su deseo de analizar y precisa que el paciente también haga esa cesión. Freud, en el circuito de las equivalencias simbólicas (Conferencia 32) hace la analogía entre excremento y dinero: “el excremento [es] el primer fragmento de corporeidad al que se debió renunciar. La circulación de las renuncias del objeto pulsional se juega en un análisis, y es preciso pagar con goce y con dinero –entre otras cosas–.

El pago en la cura implica una cesión de goce, un algo cedido (como alianza e intercambio) al Otro en el establecimiento de la transferencia lo cual supone de parte del analizante la cesión de sufrimiento y la posibilidad de preguntarse por su complicidad en ese sufrimiento. Es decir, el analista cobra con dinero para mantenerse fuera del goce porque hay un intercambio simbólico que hace que él no esté ahí como cómplice del goce o para disfrutar del goce que el otro entrega. ¿Es tan fácil esa resolución? Seguramente no.

Está claro, pues, que la sesión debe cobrarse, pero ¿cuánto? y ¿a quién? El cuánto remite al status del profesional (vale la kantiana pregunta “¿qué me está permitido esperar?”), en el a quién habría que considerar que el costo de sesión para algunos representa el 0,01% de su presupuesto, para otros el 10%, ¿serán todos son iguales ante la… sesión? 
He aquí otro grupo de “fantasmales estaciones” por las que pasa nuestro tren… ¡y todavía no han llamado pidiendo turno!

Pago o Dinero en sesión. Dentro del dispositivo analítico, es importante hacer una distinción entre “el pago” de la sesión, respecto “al dinero” en la sesión. Una cosa no implica necesariamente la otra, además, es fundamental rastrear el lugar del dinero en lo simbólico (en las equivalencias), en lo imaginario (en las prestancias idealizantes) y en lo real, como objeto a, en su dimensión de causa del deseo por fuera del campo de las equivalencias. Ubicados los registros del dinero, será preciso registrar cómo inciden esos registros en cada analista y en cada cura.

Puede decirse que cuando el dinero aparece como factor de goce del lado del analizante, recibir su dinero también puede fortalecer la resistencia en la cura. Para quien el dinero puede comprarlo todo, también puede comprar un analista. Un paciente adinerado intentaba de diversos modos comprar a su analista como “socia del silencio”. La fórmula fue hacerlo pagar con su significante más valioso: el tiempo de espera de sus sesiones (de sus cesiones). Algo debía ceder para entrar en análisis… y no era justamente dinero.

Un profesional muy poco profesional: Hace algún tiempo, en una entrevista en Uruguay a un psicoanalista francés éste afirmó que “el analista no es un profesional” ya que tal es quien recibe un título habilitante, lo que no es el caso: nada ni nadie habilita al analista. A la pregunta sobre cuándo se puede considerar que el analista está habilitado para ejercer respondió: “Cuando tiene pacientes”, agregando: “Hay un tiempo, al inicio, en que es necesario ‘dárselas de psicoanalista’ para empezar a recibir pacientes”. Convengamos que es un inicio un tanto non sancto, pero así son todos los inicios, más aún, así son todos los “iniciantes”: todos se inician (en lo que sea) “dándoselas” de consumados expertos. 

Probablemente, el colega francés fue escuchado por un grupo de profesionales no profesionales, es decir, psicoanalistas sin título de psicoanalistas (ya nos aclaró que “título” tal no existe ni debe existir) pero titulados en psicología, psicopedagogía, medicina o… títulos necesarios para poder facturar a las obras sociales. Profesional o no, todos los oyentes del francés habrán debido o deberán inscribirse como “monotributistas” (hay “títulos” impositivos que suenan mejor pero… son más caros). 

Puede que, a quien me lee, le importen un rábano las obras sociales ya que está en ese status donde se puede prescindir de ellas (objetivo al que aspira toda la masa psicoanalítica); pero si ese no es caso, el título habilitante es imprescindible. De todos modos, basta una mirada por legislaciones como la brasilera o la (idealizada) francesa para comprobar (con pena) que mientras allí se hacen esfuerzos –no muy eficaces– para no retroceder, aquí los hacemos para profundizar los avances.

Intento (obvio, inútilmente) detener el tren antes de su llegada a la más terrorífica de las estaciones. En ese funesto lugar suceden cosas horribles. Allí somos examinados sin miramientos, allí debemos mostrar lo que no queremos, allí somos verdaderamente lo que somos. Allí todo se sabe, desde allí parten las espantosas Erinnias que tocan nuestra puerta en las horas más inesperadas. Ante ese fantasma flaquea nuestro “dárnosla de…”. Igual que el can Cerbero dantesco “su naturaleza es tan impía que nunca sacia su codicia odiosa y, tras comer, tiene hambre todavía”.

Enfrentaríamos, combatiríamos, aceptaríamos atravesar todos los fantasmas habidos y por haber si pudiéramos librarnos de ella… inútil, con o sin título, profesional u oficiante, mientras tengamos CUIT monotributista el tren se detendrá en la estación AFIP. Cuánto tiempo permanecerá allí dependerá de la pureza de nuestras “declaraciones juradas”, de cuán bien (o mal) hemos sabido mostrar (u ocultar) “la codicia primitiva del lactante”.

Fuente: Imago Agenda n° 179 (2014), Marta Gerez Ambertín, El dinero en el (tren) fantasma de los psicoanalistas

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