Apuntes de la conferencia dictada por Daniel Zimmerman, el 19/09/2018
A modo de enigma escribo lo siguiente en el pizarrón:
i(a)
a
¿Qué significa este cociente?
Si estas conferencias son desde la clínica psicoanalítica, se me ocurrió interrogar a Lacan. Él dice, en Los escritos: La práctica del psicoanálisis es una práctica que reconoce en el deseo la verdad del sujeto. Subrayo la verdad en el deseo y el sujeto como palabras clave. Para esta misma época, en su Seminario 12 Problemas cruciales... , todavía no publicado oficialmente, dice:
Ser psicoanalista es estar en una posición responsable, la más responsable de todas, en tanto él es aquel, a quien es confiada la operación, de una conversión ética radical, aquélla que introduce al sujeto en el orden del deseo (...)
En base a esto, ¿que-hacer? Voy a tomar otra breve y contundente afirmación de Lacan, cuando nos orienta diciendo que la ética del psicoanálisis pasa nada más ni nada menos que en poner en práctica su teoría, la psicoanalítica. Practicar la teoría es el desafío que tenemos y por ejemplo, ver cómo se juega en el sujeto la verdad y la cuestión del deseo.
Tengo un gusto por encontrar en la literatura personajes, siguiendo la tradición freudiana y lacaniana, darles estatuto de sujeto e interrogarlos para que nos ayuden en el territorio de la subjetividad. No es nada nuevo, por ejemplo Freud y Lacan se preguntaban por qué Hamlet postergaba su acto vengativo, sabiendo por el fantasma del padre quién era el asesino. Tanto Freud como Lacan consideraron a Hamlet como protagonista de la tragedia del deseo. Freud dijo que el problema pasaba por el deseo por la madre. Lacan cambia la preposición: dijo que se trata del deseo DE la madre. Esto está en el S. VI, El deseo y su interpretación.
El narcisismo. Dice Lacan, en el S. XVI, De un otro al Otro, un recordatorio a la altura de su enseñanza. Hay una imagen que desempeña un papel privilegiado.
Esta imagen es la imagen especular que está al comienzo de esa dimensión que llamamos narcisismo.
Es la imagen especular. Sabemos que esto no es el privilegio del hombre, que en muchos otros animales, a cierto nivel de su comportamiento, de eso que se llama la etología, costumbres animales, las imágenes de una estructura aparentemente equivalente del mismo modo privilegiadas, ejercen una función decisiva en lo que se refiere al organismo.
Todo lo que es observado por el psicoanálisis, articulado como momento de las relaciones entre i(a) y este objeto a, es el punto vivo que para nosotros es de primer interés, para estimar en su valor de modelo todo lo que libera el psicoanálisis en el nivel de los síntomas.
Es decir, esto no es para pavonearnos con cuestiones teóricas, sino que esto va directamente al corazón del síntoma. Y si va hacia el síntoma, podemos anticipar, así como hablamos de narcisismo y deseo, nos va a conducir a la dimensión del goce.
Preguntémosle a Lacan, ¿Qué es i(a)? ¿Qué es a, si acaba de decir que tiene que ver con el narcisismo? Me voy 8 años atrás para rescatar una frase del seminario de La transferencia:
Lo que llamo el i(a) es el soporte de la función de la imagen especular. Dicho de otra manera, es la imagen especular en tanto tal cargada de investimiento propio, que le corresponde en el registro libidinal distinguido por Freud bajo el término investimiento narcisista. La función i(a) es la función central del investimiento narcisista.
¿Y qué es “a”? Vamos a tomar una, entre tantas definiciones que dio Lacan, del Seminario XI, donde dice:
Este a se presenta justamente en el campo del espejismo de la función narcisista del deseo como el objeto intragable, si así podemos decir, que queda atravesado en la garganta del significante. Es en ese punto de falta donde el sujeto tiene que reconocerse (...)
Espero que alguna de estas afirmaciones podamos retormarlas con el ejemplo literario. El a es ese objeto intragable que se presenta así en el espejismo de la función narcisista del deseo. Lacan, si volvemos a la cita, anticipa que i(a) es la clave es usar para diferenciar el valor de la imagen especular del narcisismo en los animales y el ser humano, habría que subrayar la relación en uno y el otro. Tratando de despejar esa función, en el Seminario IX, Lacan dice:
Ese i(a) es el que envuelve ese acceso al objeto de la castración.
El objeto de la castración es a. Subrayaría “envuelve. Concluyendo su año de enseñanza, dice:
Esto es lo que me propuse desarrollar este año (la identificación). i(a) y a, la relación entre uno y otro, la máscara que constituye uno para el otro. i(a) no es la representación ni el representante, no es eso, se trata de algo que envuelve, es la máscara del objeto a. es la vestimenta, como veremos más adelante.
Máscara, envoltura, que deberíamos aclarar que con Freud es el narcisismo secundario. i(a) envuelve, funciona como máscara del objeto a. Si el objeto a es un objeto que causa el deseo, ya podríamos empezar a preguntarnos si se trata de desenmascararlo. ¿Nuestra práctica consiste en eso? ¿Hasta qué punto esa máscara resulta engañosa? ¿Pero hasta qué punto podemos prescindir de ella? Es una cuestión central del S. IX, el S. XI, ¿Cambiará en algún momento la acentuación que le hace a esta cuestión? Encontré que en el seminario XX, 9 años después de la angustia, dice:
Sólo con la vestimenta de la imagen de sí que viene a envolver al objeto causa del deseo, suele sostenerse –es la articulación misma del análisis– la relación objetal. La afinidad del a con su envoltura es una de las articulaciones principales propuestas por el psicoanálisis.
Hasta aquí la articulación de la imagen especular, narcisismo y deseo. Pasemos a la ilustración clínica. Se trata del cuento Amor de Clarice Lispector, escritora brasileña ya fallecida, autora de cuentos y novelas. Yo tengo esta recopilación de cuentos que se llama “Lazos de familia”, publicado en la década del ‘60. El personaje podría ser alguien que viene a nuestra consulta.
Ana es casada, tiene hijos. La noche en que transcurre el cuento, ella espera a la familia para cenar y sube al tranvía con la bolsa de compras. Hay una descripción de su vida cotidiana, a la que se dedica con todo su esfuerzo:
Ana prestaba a todo, tranquilamente, su mano pequeña y fuerte, su corriente de vida.
Atendía las cosas de la casa, atendía a su marido de noche y a sus hijos. En ese contexto, empieza el relato.
Cierta hora de la tarde era la más peligrosa. A cierta hora de la tarde los árboles que ella había plantado se reían de ella. Cuando ya no precisaba más de su fuerza, se inquietaba. Sin embargo, se sentía más sólida que nunca, su cuerpo había engrosado un poco, y había que ver la forma en que cortaba blusas para los chicos, con la gran tijera restallando sobre el género. Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden. Parecía haber descubierto que todo era susceptible de perfeccionamiento, que a cada cosa se prestaría una apariencia armoniosa; la vida podría ser hecha por la mano del hombre.
El relato insiste con la vida cotidiana, hasta que aparece un peligro.
Su precaución se reducía a cuidarse en la hora peligrosa de la tarde, cuando la casa estaba vacía y sin necesitar ya de ella, el sol alto, y cada miembro de la familia distribuido en sus ocupaciones. Mirando los muebles limpios, su corazón se apretaba un poco con espanto. Pero en su vida no había lugar para sentir ternura por su espanto: ella lo sofocaba con la misma habilidad que le habían transmitido los trabajos de la casa. Entonces salía para hacer las compras o llevar objetos para arreglar, cuidando del hogar y de la familia y en rebeldía con ellos. Cuando volvía ya era el final de la tarde y los niños, de regreso del colegio, le exigían. Así llegaba la noche, con su tranquila vibración. (...) Y alimentaba anónimamente la vida. Y eso estaba bien. Así lo había querido y elegido ella.
Hay un peligro y aparece la palabra espanto. Podemos pensar y practicar nuestra teoría qué nombre podemos ponerle a lo que la narradora va describiendo: la angustia, una señal que anuncia un peligro. Volvemos al cuento y al tranvía:
El tranvía se arrastraba, enseguida se detenía. Hasta la calle Humaitá tenía tiempo de descansar. Fue entonces cuando miró hacia el hombre detenido en la parada. La diferencia entre él y los otros es que él estaba realmente detenido. De pie, sus manos se mantenían extendidas. Era un ciego.
¿Qué otra cosa había hecho que Ana se fijase erizada de desconfianza? Algo inquietante estaba pasando. Entonces lo advirtió: el ciego masticaba chicle… Un hombre ciego masticaba chicle.
Ana todavía tuvo tiempo de pensar por un segundo que los hermanos irían a comer; el corazón le latía con violencia, espaciadamente. Inclinada, miraba al ciego profundamente, como se mira lo que no nos ve. Él masticaba goma en la oscuridad. (...) El movimiento, al masticar, lo hacía parecer sonriente y de pronto dejó de sonreír, sonreír y dejar de sonreír -como si él la hubiese insultado(...)
¿Qué presentifica este ciego? El texto dice que él la miraba profundamente, como se mira algo que no nos ve. Ella lo ve, él no la ve pero la mira. Presentificación incuestionable de una de las especies privilegiadas del objeto a: la mirada. La mirada y sus efectos. Recuerden que tenemos:
i (a)
a
Una de las especies del objeto a es la mirada. Una mirada que puede ser presentificada por aquel que no ve, un ciego. Fórmula lacaniana de la mirada “Tu no me ves allí desde donde yo te miro”. Esa es la fórmula que Lacan nos da para identificar y conocer la función de la mirada. Volvamos al cuento: hay un sacudón, el tranvía arranca.
Pocos instantes después ya nadie la miraba. El tranvía se sacudía sobre los rieles y el ciego masticando chicle había quedado atrás para siempre. Pero el mal ya estaba hecho.
La pregunta es cuál es ese mal que se ha producido al ver a un ciego esperando en la parada. Como siempre, la escritora lo dice mucho mejor y de manera más amplia de lo que podríamos decir nosotros.
La bolsa había perdido el sentido, y estar en un tranvía era un hilo roto; no sabía qué hacer con las compras en el regazo. Y como una extraña música, el mundo recomenzaba a su alrededor. El mal estaba hecho. (...) Ana respiraba con dificultad. (...) El mundo nuevamente se había transformado en un malestar. Varios años se desmoronaban (...) Notar una ausencia de ley fue tan súbito que Ana se agarró al asiento de enfrente, como si se pudiera caer del tranvía, como si las cosas pudieran ser revertidas con la misma calma con que no lo eran. Aquello que ella llamaba crisis había venido, finalmente.
Practiquemos la teoría: una crisis de angustia. Este es un ejemplo notable de la angustia como señal de peligro. El asunto es qué peligro. Freud reconoce que tiene que ver con el objeto, Lacan reconoce que efectivamente es así. El objeto a, el peligro no es que el objeto se pierda -Freud, léase Juanito- sino que el objeto no se pierda. Angustia señal a un peligro de corte con el objeto para Freud y para Lacan el peligro de que el corte con el objeto no se produzca. En el caso tenemos una crisis de angustia, esta mujer podría llegar a la guardia del hospital y ser diagnosticada con ataque de pánico. En el relato empieza a aparecer cierta de dimensión de la extrañeza. Como dice el relato, la crisis ya había venido finalmente.
Un ciego mascando chicle había sumergido al mundo en oscura impaciencia.(...)
Ella había calmado tan bien a la vida, había cuidado tanto que no explotara. Mantenía todo en serena comprensión, separaba una persona de las otras, las ropas estaban claramente hechas para ser usadas y se podía elegir por el diario la película de la noche, todo hecho de tal modo que un día sucediera al otro. Y un ciego masticando chicle lo había destrozado todo.
El relato tiene un toque vintage, creo que hoy se hablaría de Netflix. Pero la encrucijada puede ser la misma.
Solamente entonces percibió que hacía mucho que había pasado la parada para descender. (...) Por un momento no consiguió orientarse. Le parecía haber descendido en medio de la noche.
Interesante, extrañeza, desorientación… Esto a veces nos pasa en el consultorio, el paciente se pasa o se baja antes cuando venía a la consulta.
Era una calle larga, con altos muros amarillos. Su corazón latía con miedo, ella buscaba inútilmente reconocer los alrededores, mientras la vida que había descubierto continuaba latiendo y un viento más tibio y más misterioso le rodeaba el rostro. (...) Caminando un poco más a lo largo de la tapia, cruzó los portones del Jardín Botánico. (...) La vastedad parecía calmarla, el silencio regulaba su respiración. (...) Todo era extraño, demasiado suave, demasiado grande.(...) El banco estaba manchado de jugos violetas. Con suavidad intensa las aguas rumoreaban. En el tronco del árbol se pegaban las lujosas patas de una araña. La crudeza del mundo era tranquila. El asesinato era profundo. Y la muerte no era aquello que pensábamos.
¿Qué nombre le pondríamos en nuestra jerga a esta dimensión que está subrayada? Clarice Lispector nos ayuda:
Al mismo tiempo que imaginario, era un mundo para comerlo con los dientes, un mundo de grandes dalias y tulipanes. Los troncos eran recorridos por parásitos con hojas, y el abrazo era suave, apretado. (...), era fascinante, la mujer sentía asco, y a la vez era fascinada.
Con Freud aprendimos, en el historial del hombre de las ratas, que hay situaciones donde se mezclan el horror y la fascinación por la irrupción del goce. El goce tiene que ver con la amenaza de irrupción de algo que permanece opaco en la cortina imaginaria, pero que tiene que ver con el mundo que aparece ya para comerlo con los dientes. Empieza a ponerse de primer plano la aproximación a lo real del goce. Y en relación al objeto a, la mirada. Me gustaría subrayar esto de la fascinación y el punto en que un sujeto es capturado por ella.
Era fascinante, y ella se sentía mareada.
Pero cuando recordó a los niños, frente a los cuales se había vuelto culpable, se irguió con una exclamación de dolor. Tomó el paquete, avanzó por el atajo oscuro y alcanzó la alameda.(...)
Hasta que no llegó a la puerta del edificio, había parecido estar al borde del desastre. Corrió con la bolsa hasta el ascensor, su alma golpeaba en el pecho(...)
Subrayo para la clínica la dimensión de la culpa. Lacan nos enseña que la culpa es una brújula que nos permite ver si un sujeto está orientado o no en el deseo. El sentimiento de culpa nos sirve, en la clínica y en relación al deseo, nos indica que el sujeto se encuentra extraviado en su deseo. En el S. VII de La ética Lacan nos dice que no hay otra culpa que la de haber cedido en el deseo. ¿Qué tratamiento transcurre sin que en el corto plazo aparezca algo que el sujeto hizo o dejó de hacer por la culpa que le daba? Practiquemos la teoría; el relato nos dice: ella se siente culpable, recuerda a los niños, y eso ¿le hace recobrar el “sentido de realidad” -con muchas comillas-, su realidad cotidiana? El peligro va a terminar cuando llegue a su casa y la amenaza de desastre quede anulada.
Se dejó caer en una silla, con los dedos todavía presos en la bolsa de malla. (...) su corazón se había llenado con el peor deseo de vivir.(...) Ya no sabía si estaba del otro lado del ciego o de las espesas plantas.(...) Estoy con miedo, se dijo, sola en la sala. Se levantó y fue a la cocina para ayudar a la sirvienta a preparar la cena.(...) Horror, horror. Caminaba de un lado para otro en la cocina, cortando los bifes, batiendo la crema. En torno a su cabeza, en una ronda, en torno de la luz, los mosquitos de una noche cálida. (...)
Después vino el marido, vinieron los hermanos y sus mujeres, vinieron los hijos de los hermanos.(...) Cansados del día, felices al no disentir, bien dispuestos a no ver defectos. (...) Ana sujetó el instante entre los dedos antes que desapareciera para siempre.
¿De qué instante se trata, qué le espera? La mirada nos propone seguir el relato, en relación a la imagen especular y el objeto. Se trata del instante de ver. Si en algún momento lo real amenazó con resquebrajar la imagen especular, en el instante de ver se recupera y Ana logra recomponer su realidad cotidiana. La pregunta permanece:
La ciudad estaba adormecida y caliente. Y lo que el ciego había desencadenado, ¿cabría en sus días? ¿Cuántos años le llevaría envejecer de nuevo?
Ella oye un ruido, se tropieza con el marido y él derrama un poco de café. Él advierte que hay algo extraño en Ana:
-¡No quiero que te suceda nada, nunca! -dijo ella.
-Deja que por lo menos me suceda que el fogón explote -respondió él sonriendo. (...).
Ese día, en la tarde, algo tranquilo había estallado, y en toda la casa había un clima (...) triste.
-Es hora de dormir -dijo él-, es tarde.
En un gesto que no era de él, pero que le pareció natural, tomó la mano de la mujer, llevándola consigo sin mirar para atrás, alejándola del peligro de vivir. Había terminado el vértigo (...)
Había atravesado el amor y su infierno; ahora peinábase delante del espejo, por un momento sin ningún mundo en el corazón. Antes de acostarse, como si apagara una vela, sopló la pequeña llama del día.
Así termina el relato: ella aferrándose a la imagen en el espejo. El relato no lo podría decir más claro. Ana se aferra a la imagen en el espejo como lo que le da sentido a su existencia. Volvamos a la definición del lugar del psicoanalista. Un psicoanalista puede colaborar para que el sujeto no se confíe de la imagen. No se trata de sacar la imagen ni atentar contra ella, pero no se puede dejar de pasar por el fantasma, soporte del deseo, en la medida que funciona como marco que encuadra la realidad.
Pregunta: Me gustaría que explicaras más la mirada del que no ve.
D.Z.: La angustia surge ante el deseo del Otro. Lacan toma la novela “El diablo enamorado” para plantear que el surgimiento de la angustia es cuando se le presenta al sujeto “che vuoi?”
El relato de Clarice Lispector nos muestra como la presentificación de una mirada puede perturbar o alterar la cotidianeidad y no necesariamente una mirada es algo que nos mira. Algo en la imagen especular de repente empieza a funcionar como mancha. Algo en el terreno de lo visto produce un corte y presentifica algo que puede ser vivido por el sujeto como fascinación. Es decir, está ligado a la irrupción de un goce. Cuando digo que cualquier cosa puede mirarnos, quiere decir exactamente eso: puede ser la mirada ciega de alguien que no ve, pero algo en nuestra cotidianeidad, en determinado momento, puede empezar a mirarnos y empezar a interrogarnos en relación a si estamos en concordancia o no con nuestro deseo. Por eso lo ligo con el “che vuoi?” y eso va de la mano con el ejemplo que Lacan da para ilustrar sus conceptos con la mantis religiosa. La angustia surge en el momento en que el sujeto se ve cuestionado en qué quiere el Otro de mi como objeto. No hay una respuesta de qué, ni siquiera de un quien, el desafío de esa pregunta es que insta al sujeto a manifestarse deseante. No a manifestarse en su deseo sino a manifestarse como deseante. No tenemos ningún dato del caso que nos indique lo subjetivo en relación a la madre, o qué pasó en sus tiempos instituyentes para afirmar algo de faltó o no algo de la mirada.
Siguiendo el relato podríamos decir que el ciego masticando chicle podríamos preguntarnos, ¿por qué la insistencia en que está masticando chicle? En principio es la aparición de otra pulsión, la pulsión oral. Ya tenemos la mirada y ahora la pulsión oral. Presentificación del objeto a como causa del deseo, que amenaza con desarmar el marco fantasmático, entendiendo que marco fantasmático es algo que vacila y el peligro de su vacilación es que irrumpe ese objeto que debería quedar velado: i(a). Por eso digo que no se trata de que desenmascaremos esa pátina de realidad para aproximarnos a ese real, porque ese real es siempre imposible. De lo que se trata es, a través de la culpa, a través de la extrañeza, de la fascinación, interrogar históricamente la pista que Ana nos da: ¿Por qué ella descartó todo lo que tenía que ver con su deseo en relación a lo decorativo como si fueran enfermedades de la infancia que se padecen y si uno después se cura? Este es el drama que ella misma nos dice:
Todo su deseo vagamente artístico hacía mucho que se había encaminado a transformar los días bien realizados y hermosos; con el tiempo su gusto por lo decorativo se había desarrollado suplantando su íntimo desorden.
Ahí tenemos algo que podemos indagar, cómo es que el ciego y su mirada la interroga: che vuoi?, ¿qué quieres? ¿Qué fue de tu deseo artístico, en qué lugar quedó? ¿Por qué lo dejaste ahí, por qué no le hacés lugar? No se trata de que deje a los niños, que tire todo por la borda… La pregunta es si cuando la mirada del ciego irrumpe, ella se ve con la bolsa en el regazo diciendo ¿solamente esto soy, haciendo las cosas de la casa y dejando pasar el día hasta que la cosa se vuelva a reacomodar? La señal clínica que tenemos de este peligro es la angustia, la extrañeza, el corazón que late más fuerte, sensaciones de desorientación, presentificación de lo real. La angustia es señal de lo real, en un marco que vacila pero que siempre se mantiene conservado, que es lo que nos permite reorientar la brújula en la clínica. Pero Ana, en el momento que se siente culpable, vuelve a cerrar lo que se abrió. Instante de ver. El cuadro vuelve a rearmarse, pero queda la pincelada. Subrayo la palabra mancha, la mancha como prototipo y paradigma de la mirada, cualquier situación puede en determinado momento funcionar como mancha. Es una función. La presencia del ciego funciona como objeto causa del deseo, que viene a cuestionar ese espejo que ella se esmera por mantener brilloso todo el tiempo. Este espejo la refleja, el espejo narcisista, donde no aparece si una salpicadura, a la que hoy estamos llamando i(a). Eso que funciona como mancha puede ser algo que salpica la apariencia de las cosas.
Hay una historia de Lacan, que cuenta que un burgués va a pescar con un grupo de pescadores. Y en un momento, uno de los pescadores le dice, al ver una lata de sardinas flotando en el agua, “¿Ves esa lata flotando? Ella te mira”. La lata, por el brillo del sol, adquiere un reflejo particular. El humilde pescador le señala que esa lata lo mira preguntándole qué está haciendo él ahí, con los laburantes, sacando el pescado para vivir.
Hay otro ejemplo del cine tomado por Lacan, en La Dolce Vita, en la famosa escena donde Marcello Mastroiani va a la playa donde los pescadores están rescatando una manta raya. La cámara se centra en el ojo de la mantaraya y Mastroiani dice que esa mantaraya muerta los está mirando.
Lacan toma esta escena para ilustrar cómo un ojo inerte puede mirar sin ver para cuestionar el lugar del sujeto en relación a su deseo. Esa es la encrucijada que Ana atraviesa y que lo que se trata es que de la mano de un psicoanalista o del que sea, pueda a partir de esa perturbación, rescatar que el afecto que se produce es claramente respecto de la angustia y que se confirma una vez más de que está advirtiéndole al sujeto de que puede quedar extraviado en su deseo. Eso no quiere decir que abandone todo y que la clave sea tirar todo por la borda como si nada de todo eso tuviera importancia. Largarse a lo real no es más que una salida que a veces el sujeto se embarca y la llamamos pasaje al acto. Pero antes de eso, el sujeto podría intentar ponerse en concordancia con lo que tiene que ver con su deseo. La angustia está del lado del sujeto, está para advertirle que está en la disyuntiva que plantea la encrucijada con la imaginada mantis religiosa. Si no cambia de posición, puede quedar capturada en una posición de goce y queda impedida en el camino de su propio deseo.
Este relato de la vida cotidiana de Ana no nos da ninguna pista, pero seguramente encontraríamos en un análisis, vía la mirada como paradigma del objeto causa del deseo, o por medio de otra especie del objeto -dijimos objeto intragable, masticando chicle- y podemos también ver ahí algo del deseo y el goce en los llamados trastornos de la conducta alimentaria como la anorexia y la bulimia. ¿En qué relación se coloca el sujeto y qué posición adopta en la encrucijada de la angustia? O la convivencia de los cortes en sujetos diagnosticados de anorexia. ¿Qué corte es el que se está produciendo un sujeto cuando incide sobre su cuerpo real, cortándolo? La respuesta clínica es unánime: no hay nada de masoquista ni cosas por el estilo. Lo dicen: una vez que me corté, sentí alivio. Algo de ese corte propiciatorio, no por el mejor de los caminos, se lo procuró. Corte del objeto, objeto que cae y que le permite al sujeto no quedar atrapado en el goce del Otro. En la medida que el objeto cae, se relanza el deseo.
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