No todos los actos humanos pueden ingresar en el discurso chismoso: nadie toma el teléfono para difundir la sospecha de que Fulanita es una chica muy virtuosa”, observa la autora, y propone bases para una teoría que distingue entre la infidencia, la murmuración incierta y el chisme propiamente dicho, ese que enuncia “lo que se silencia para evitar el sufrimiento o la degradación social.
Por Laura Palacios
El chisme, hijo de la ligereza y del invento, es pariente plebeyo del Secreto. El Secreto exhibe dignidad, prestigio. Se lo ubica en una mansión de escaleras alfombradas. Cerrojos, puertas y ventanas a prueba de lo indiscreto. Conoce íntimamente a la Circunspección. Se codea con la Sobriedad y la Historia. Está ligado por línea directa al Silencio y a la Etica. Se dice heredero de la Verdad y cena en casa del Poder.
Y no sólo Herr Rotschild tiene un pariente plebeyo al que tratar con famillonaria cortesía; al que convidar si no hay más remedio, pidiéndole que entre por la puerta de servicio. Porque el Secreto no es zonzo. Presiente que, en las sombras y librado a su capricho primordial, el pariente plebeyo goza. Y el goce del chisme es corroer la dignidad del Secreto. Hablar a sus espaldas, deshonrarlo, revisarle los archivos, leer en su papelería íntima. Fabricar llaves ganzúa para violar su secretaire. Y sobre todas las cosas, divulgar, divulgar y divulgar. Propalar el tesoro.
Injurioso o trivial, más falso que verdadero, el cotilleo está inscripto en los avatares de la vida cotidiana. Es cercano al chiste, ya que ambos fenómenos aderezan y dan consistencia al lazo social. Por eso son imposibles de erradicar. Se cuelan en la fiesta del lenguaje y en los pasillos de nuestras instituciones. Y no sólo aceitan las bisagras del funcionamiento social, sino que nos recuerdan que estamos divididos. Que somos de luz y sombra. Que hay pelusa debajo de las alfombras.
El chisme comparte con el chiste otra condición: depender de la presencia de un otro para seguir existiendo. En este caso particular, de la complicidad del otro. Porque el chisme es gregario, necesita testigos. Y sobre todas las cosas, necesita a un tercero ausente y perjudicado. Al respecto, la Real Academia Española es implacable: no cree en su inocencia. El máximo diccionario de nuestra lengua adjudica al chisme la malévola intención de “indisponer a unas personas contra otras”. El chisme, y su sinónimo la murmuración, son “conversaciones en perjuicio de un ausente”.
Si bien es cierto que el chisme salpimenta la vida de los humanos, las malas lenguas no dejan de insinuar que esto se refiere a la rama femenina de la especie. Así lo dice La Fontaine: “Nada pesa tanto como un secreto; cargar con él es difícil para las damas”.
En un artículo sobre la “Actividad rumoradora”, publicado en 1989 en la revista de la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis, Rafael Mejía Montoya considera que –de acuerdo con los principios de la teoría de la comunicación– esta práctica, que es la del chisme, exige dos participantes: el Rumorador Emisor y el Receptor Transmisor. Usaré estas denominaciones sólo en sentido funcional, ya que ambos participantes están ligados a un pacto, un pacto doble y especular que les permite regocijarse, o sea: tramitar una dimensión de goce. Entiendo que todos los difusores del chisme no dejan de ser piezas de un superior engranaje al servicio del goce del Otro: Otro que se encarna en el amigo/confidente, en un grupo social y hasta en el público televidente.
En rigor, la circulación del chisme comienza con un acuerdo, con una pequeña mascarada que pone en juego la intención de inmovilizar su carrera: “Jurame. Jurame que no va a salir de tu boca”. Que parezca un secreto. Un segundo pacto, más tácito y subterráneo, entra en la gama de lo no dicho. Esta es la cláusula motriz, que garantiza la supervivencia del chisme: la que da por sentado que el receptor hará lo necesario para mantenerlo con vida. Se sabe: más temprano que tarde, ese Receptor Transmisor arderá en ganas de descoser la boca y dejarlo escapar... pero siempre bajo la condición de conservar su naturaleza furtiva. Porque el chisme, como ciertas vegetaciones exóticas, sólo guarda su lozanía si es mantenido en la penumbra. Expuesto a la luz, se marchita y muere.
Seamos justos. No es correcto adjudicar al emisor-receptor la responsabilidad en esta fuga; no todo depende de su infidencia. A causa de que el cotilleo es un relato creador de significados, “te cuento algo de alguien” se comporta como una entidad de puro movimiento. Edgardo Cosarinsky, en “Museo del chisme”, destaca que el chisme respira en el ámbito precario del tránsito. Su razón de ser es el devenir, el flujo (no nos bañamos dos veces en el mismo chisme). Eslabón de una cadena que se va modificando en el “boca a boca”, el chisme se arropa con lo que halla a su paso. Ahí gana y pierde, se recorta y muta. Adquiere su touch particular, su nota trágica, solemne, irónica, erótica, surreal. En Los secretos de Harry, Woody Allen filosofa: “Nuestra vida depende de cómo la vamos distorsionando”. Igual que la vida, el chisme, que es pura distorsión, se va alterando con las señas particulares de los sujetos que lo transmiten. Arrastra claves de la subjetividad. En él, la marca constitutiva y no declarada del autor torna imposible su clonación.
Entonces: 1) Cada hecho del acontecer de los otros devenido en chisme no se repetirá de manera idéntica; 2) el chisme es un decir que sólo menta asuntos relativos al comportamiento humano; no se murmura acerca del estado del tiempo; 3) no todos los actos humanos están calificados para ingresar en el discurso chismoso. Nadie toma el teléfono a altas horas de la noche para difundir la sospecha de que Fulanita es una chica muy virtuosa.
Pero al punto más intenso, al acmé del chisme, no se llega de cualquier manera. Este deberá referirse a ciertos hechos que opacarían la parte más regia de la novela familiar: me refiero a toda clase de actos delictivos o que fallan a la ética. El ridículo, las desgracias, las debilidades, el pasado difícil. Los orígenes humildes o sórdidos. Todo lo que se silencia para evitar el sufrimiento o la degradación social. Los secretos de familia, el adulterio, la existencia de padres indignos, de hijos ilegítimos, las relaciones incestuosas, los familiares estafadores o dementes, los cónyuges homosexuales, las esposas de cascos livianos. Todo aquello que circula sotto voce, y de lo que suele decirse que huele mal.
En cuanto al contenido de la actividad rumoradora y a su modo de exponerse, situaré algunas diferencias. Por un lado, tenemos la infidencia. La infidencia es solapada y perniciosa, porque divulga un contenido más o menos verdadero. Este subtipo incluye un ingrediente lleno de espinas: la traición. ¿Hubo filtraciones en el recipiente del secreto? ¿Se ha violado un pacto confidencial? Sí, lo que antes estuvo guardado ahora es un secreto a voces.
En un grado diferente se ubica la murmuración incierta, encargada de divulgar hechos que no tienen demostración. Se trata, digamos, de un producto tercerizado, que nadie enunció en nombre propio. Sucesos que ninguno parece haber presenciado, quedando elidida la marca del autor: “Se dice por ahí...”, “Escuché que...”, “No sé si tendría que decírtelo, pero se comenta...” Recordemos el inicio de “Las ruinas circulares”, de Borges: “Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur...”. Ese “nadie” es “todos”.
Por último, está el chisme propiamente dicho, que disemina una invención irreal. El emisor sabe que miente, su intención es francamente maliciosa; en forma abierta o solapada, su mensaje transporta un deseo hostil. Entiendo que el comadreo social, nuestro chusmear de todos los días, es un híbrido de todas estas intenciones.
Pero, ¿qué le sucede a la víctima del acto chismoso? ¿Por qué, algunas veces, el estilete se clava tan profundo que llega a rasguñar la membrana narcisista?
Propongo lo siguiente. Verdaderos o falsos, puestos a rodar, estos dichos ponen en boca de otros algo que afecta al producto de la división subjetiva. El accionar del chisme pispea –y a veces pone reflectores– sobre el íntimo, oscuro extranjero que nos habita y da sustento. Inquieta a ese fundamento que, a causa de la inicial división, permanece y deberá permanecer al margen, no revelado. Se trata, en palabras de Lacan, de “aquel elemento que resulta aislado en el origen por el sujeto, en su experiencia del complejo del semejante, como siéndonos por naturaleza extranjero” (El Seminario, Libro 7, “La ética del psicoanálisis”).
Sin duda que la intimidad del otro puede adquirir un sesgo ominoso e inquietante, como un pozo infinito, cuya cercanía produce vértigo. La destrucción de la intimidad no es un progreso, sino una peligrosa involución. Tal vez actualmente se está perdiendo ese miedo reverencial, ese horror casi sagrado que provoca la reserva del otro. Y no habrá nada que festejar si nos volvemos traslúcidos, si por alguna razón se desmantela esa pequeña caverna que íntimamente nos acoge.
* Miembro de la Asociación Psicoanalítica Argentina (APA). Textos extractados del trabajo El secreto y el chisme.
Fuente: Palacios, Laura (2012) "No sé si debería decírtelo...”, Página 12.
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