lunes, 9 de marzo de 2020

El hombre que no existe.


El matrimonio aún
¿Quién se casa todavía? En estos tiempos, el matrimonio pareciera una institución pasada de moda, interesante sólo para aquellos que satisfacen algún ideal familiar, o bien para esos otros que gustan de las películas románticas de Hollywood.

Para dar cuenta de esta cuestión, no alcanzaría con enfatizar el avance del laicismo de nuestra época (ya que también el pacto civil se encuentra en crisis) en un mundo cuya otra novedad es la aparición de contratos pre-nupciales. En resumidas cuentas, la verdad del casamiento contemporáneo es que pone en forma y prepara respecto de la eventual separación. ¿Quién querría casarse cuando el divorcio es el horizonte, y la condición de posibilidad del acto en cuestión? Por esta vía, no es que el matrimonio vaya a desaparecer, sino que se volvió una institución paradójica y, por eso, le cabe la suerte agónica de las cosas del pasado destinadas a perdurar.

Esto mismo decía G. W. F. Hegel del arte. Una vez que éste perdió su función social (y religiosa) conservó su presencia como una forma vacía para la reflexión filosófica. Y, por cierto, el arte contemporáneo es una invitación constante a pensar en su propio estatuto artístico. Lo mismo podría decirse del matrimonio, de acuerdo con el título de un hermoso ensayo de S. Kierkegaard: vivimos en la época de la Estética del matrimonio. El casamiento se ha vuelto una institución divertida, sin gravedad.

Ahora bien, ¿qué era lo grave del matrimonio? Los historiales freudianos lo muestran con claridad: tanto el Hombre de las ratas como esa jovencita llamada Dora enferman en ocasión de una decisión que modificaría su estatuto sexuado. El primero se “refugia en la neurosis” (la expresión es de Freud) para evitar decidir con qué mujer se casaría; la segunda enferma en el momento de verse confrontada con la posibilidad de dejar de ser la “nena de papá”... para pasar a ser la “mujer de un hombre”. En última instancia, para ambos casos vale el mismo motivo: en la causa de la neurosis se encuentra el eventual matrimonio como un acto que modificaría la posición sexuada. He aquí un aspecto crucial: hasta hace unos años, el matrimonio era una coordenada simbólica cuyos efectos subjetivos tenían alcance en la distribución del ser para el sexo del hombre y la mujer.

De esta observación se desprende una conclusión fundamental: no se enferma (de neurosis) ante cualquier circunstancia más o menos traumática, sino que el trauma descubierto por el psicoanálisis se circunscribe en la esfera sexual; pero no se trata de pensar que el trauma sexual sería, nuevamente, un evento más o menos disruptivo, sino que apunta a la condición electiva en que alguien puede determinarse en su relación con el sexo. Un acto significativo en psicoanálisis no es cruzar el Rubicón u otra proeza (que quedaría más del lado del engaño narcisista); muchas veces encontramos la incidencia más elemental en el paso mínimo de la confesión de la palabra de amor.

De este modo, desde el punto de vista psicoanalítico, el matrimonio es menos un acto formal que la forma de un acto, sea que se realice ante Dios, un juez... o bien cada día ante y con la persona que encarna la causa de nuestro deseo. En otra época se enfermaba para no casarse, hoy en día nos casamos pensando en que después del divorcio todo volverá a ser como antes. Si una virtud tuvo el matrimonio, entonces, fue la de encarnar ese acto irreversible, cuyas consecuencias se hacían sentir en la nominación (de la esposa, de los hijos, de los bienes, etc.). Hoy vivimos en una época en que el nombre del Otro ya no nos afecta. Vivimos juntos, convivimos, pero sin que nada nos afecte. Nos parece terrible, una merma (a la libertad individual) que el ser del Otro nos fije un destino. Somos cada día más libres, pero vivimos cada vez más atados a nosotros mismos.

La seducción y sus fantasías
De modo ocasional, nos encontramos con sujetos cuya posición de seductores “natos” es particularmente incómoda. La mayoría de la veces se trata de hombres que no pueden dejar de inmiscuirse en diversos deseos con los que se cruzan, al punto de que luego, no pocas veces, terminan quejándose del particular esfuerzo que les requiere estar a la altura de lo que han generado. Como contrapunto, es una queja corriente de las mujeres de nuestra época hablar de una “histeria” masculina, como un modo de referirse a esos hombres que sólo se erotizan preliminarmente –que disfrutan de la seducción– y, luego, en el momento de condescender al deseo, desaparecen.

Asimismo, si la cuestión de la seducción no ha despertado demasiado interés en la teoría psicoanalítica, esto puede deberse también a un motivo estructural: por lo general, cuando se interroga la vida amorosa, se intenta esclarecer las condiciones del objeto deseado, y no tanto la posición del deseante. Así, por ejemplo, en la primera de las Contribuciones a la psicología del amor (titulada “Sobre un tipo de elección de objeto en el hombre”) Freud elucida un tipo particular de interés en el deseo del hombre que requiere la conjunción de diversas “condiciones de amor”: 
a) la condición del “tercero perjudicado”, por la cual se elige como objeto de amor a una mujer que no esté “libre”, sino a una sobre quien otro hombre puede reclamar “derechos de propiedad”; 
b) la mujer que ejerce atracción es aquella cuya castidad puede suponerse en cuestión, o bien a la que puede reputarse una conducta disoluta o infiel; 
c) estas condiciones, asociadas con una sobrestimación del objeto amado, se repiten varias veces en la historia de la vida amorosa del hombre formando lo que Freud llama “una larga serie” – podríamos añadir que se trata de esos hombres que se enamoran siempre “por última vez”, es decir, para los cuales la última es siempre la “primera” (“ahora sí estoy enamorado de verdad”); 
d) en los amantes de este tipo suele exteriorizarse una tendencia particular a querer “rescatar” a las amadas.

De esta presentación de los rasgos de amor de este tipo de elección, la segunda condición de las mencionadas se encuentra vinculada, según Freud, con la cuestión de los celos, sin que quede del todo claro por qué la primera de ellas no lo estaría. En todo caso, podría suponerse que el “derecho de propiedad” cancela el carácter erótico de la mujer para el reclamante, es decir, no es en tanto objeto de deseo que la reclama ese vínculo –podría pensarse aquí, por ejemplo, en la novela El túnel, de E. Sábato, en la que el hecho de que María Iribarne se encuentre casada no es el principal desencadenante de los celos enloquecedores del protagonista–, como sí ocurría en el caso de la suposición de un amante (en la segunda condición). Quizá por eso, eventualmente, los hombres pueden bromear y decir, a una mujer casada, “no soy celoso”, mientras que enloquecen con la posibilidad de que su amante esté con otro... que no sea su marido.

A propósito de la tercera de las condiciones, cabría apreciar que se vincula directamente con la fascinación del encuentro amoroso, eso que habitualmente llamamos “el flechazo”, que ubica inmediatamente al objeto amado en un rango diferencial respecto de los demás objetos.

En relación a la cuarta condición, quizá parezca un poco “desusada” la fantasía de “salvación” de la amada –demasiado próxima, tal vez, a ciertos dramas narrativos del siglo XIX, como en la novela Naná de E. Zola–; no obstante, podría pensarse en figuras actuales, como la del hombre que se convierte en una suerte de manager de su amada, a la que asiste e intenta orientar en sus proyectos, etc.; en definitiva, de lo que se trata en esta cuarta condición es de la ternura –como moción libidinal– y de cierto desvalimiento que se le supone al objeto de amor. “¿Qué sería de ella (sin mí)?”, podría parafrasearse esta condición, que no hace más que iluminar en su último tramo el sostén narcisista que la funda –y que actualmente se verifica en aquellos hombres que no pueden dejar de “apoyar” (económicamente, emocionalmente, etc.) a sus ex-parejas incluso muchos años después de separados–.

De este modo, la seducción se articula con diferentes fantasías que hacen del erotismo una forma variada y singular. A continuación, detengámonos en el caso particular del llamado “Don Juan”.

El donjuanismo
En la escena amorosa contemporánea, una fantasía se desprende como privilegiada: la del Don Juan, es decir, aquel que sería capaz de ver la singularidad de cada mujer; o, dicho de otro modo, ese hombre que podría apreciar a cada mujer como única, para el cual sólo existirían las mujeres y nunca buscaría en una los rastros de otra.


No obstante, este hombre no existe. Y, según Lacan, en el seminario La angustia, habría que entreverlo como un fantasma femenino:


“Si el fantasma de Don Juan es un fantasma femenino, es porque responde al anhelo de la mujer de una imagen que desempeñe su función, función fantasmática –que haya uno, un hombre, que lo tenga– lo cual, en vista de la experiencia, es un desconocimiento de la realidad –todavía más, que lo tenga siempre, que no pueda perderlo. Lo que implica precisamente la posición de Don Juan en el fantasma es que ninguna mujer puede arrebatárselo, he aquí lo esencial. Es lo que él tiene en común con la mujer, a quien, por supuesto, no puede serle arrebatado porque no lo tiene.”

La mujer imagina que podría haber un hombre que no estuviese atravesado por la castración. Sería un hombre, entonces, al que nada le faltaría... como a la mujer –he aquí por qué Lacan dice que se trata de un fantasma femenino, aunque sería más correcto decir que se trata de un fantasma neurótico que imagina en el hombre un goce simétrico al de la mujer–. Podría pensarse, por ejemplo, en el caso del padre de la histérica, cuya castración es objetada por el síntoma, en la medida en que este último le está ofrendado. El síntoma histérico es un monumento a la idealización del padre, a la potencia del padre (aunque más no sea para demostrar la inscripción de su impotencia, como lo demuestra el caso Dora), el primer seductor que admitiría la estructura.

Cabe recordar que, ya en el comienzo de su práctica, Freud se encontró con la cuestión de la queja respecto de la seducción en la histeria, al punto de apreciar que se trataba de una fantasía y no de un hecho efectivamente vivido – o bien, independientemente de lo acontecido, lo que importaba era la posición pasiva asumida por el sujeto en la fantasía–. Ese Otro seductor no es el partenaire al que muchas veces la histérica ataca furiosamente (y que, eventualmente, suele representar el lugar de competencia fálica con algún hermano), ni el seductor efectivo que puede piropearla en la calle (y al que puede responder con diversas actitudes, desde la indiferencia hasta la sonrisa), sino que se trata de una función de reserva fálica, que sostiene un ideal de existencia de “uno que no” (no afectado por la castración). Por eso, incluso podría pensarse que el mito freudiano del padre de la Horda – elaborado en Tótem y tabú– es una suerte de fantasma femenino, que supone que habría un padre que gozaría de todas las mujeres o, mejor dicho, que podría gozar de todas la mujeres sin verse afectado por la detumescencia, por el carácter discontinuo del goce fálico, asociado a la insatisfacción. Ese lugar que la histeria suele reservar al padre, en el amor, puede ocasionalmente encarnarlo el partenaire en la figura de esos maridos que requieren todo tipo de atenciones; que, a primera vista, son todo lo contrario de un seductor, pero sostienen esta función fantasmática de la excepción.

De este modo, puede verse cómo el donjuanismo no está asociado a la delicadeza o al mero coqueteo de que puede hacer gala el hombre. En todo caso, estas actitudes remiten al pavoneo fálico con el que un hombre puede “vestirse” –su relativa impostura– para demostrar su interés por una mujer.

Pero el caso del Don Juan, como fantasía femenina, remite a ese punto en que ese hombre –que se supone que existe– no estaría interesado por ninguna. Al igual que al padre de la Horda, le corresponderían todas, pero este no sería sino un modo de indicar que desea a ninguna. En este punto, cabría trazar una distinción entre Don Juan y el padre de la Horda, de acuerdo con Lacan en el seminario ya mencionado:

“Casi parece un camelo subrayar la relación de Don Juan con la imagen del padre en tanto que no castrado. Quizás lo sea señalar que se trata de una pura imagen femenina.”

El argumento de Lacan no parece concluyente. ¿Por qué el hecho de que se trate de un fantasma femenino debería llevar a distinguirlo de la función del padre de la Horda? En principio, porque este último es una función estructural de todo fantasma neurótico. En todo caso, cabría pensar que el Don Juan es la versión histérica del padre de la Horda. Así parece entreverlo Lacan en este seminario cuando describe la práctica mítica del derecho de pernada y otros ritos de desfloración. Curiosamente, quien se encargaba de estos actos era el sacerdote de una sociedad, a un tiempo representante de la función paterna, pero también de quien se esperaría que no sea un galán, sino que haga su trabajo. Por eso, la función del donjuanismo no nombra lo que habitualmente llamamos un “Don Juan” –el mujeriego–, sino una condición estructural:

“La huella sensible de lo que les planteo acerca de Don Juan es que la compleja relación del hombre con su objeto está borrada para él, pero a costa de aceptar su impostura radical. El prestigio de Don Juan está ligado a la aceptación de dicha impostura.”

Dado que para él está borrada la relación con el objeto, por lo tanto, Don Juan no es un hombre deseante. De este modo, cumple asimismo –como todo fantasma– una función defensiva:

“Hay que decirlo, no es un personaje angustiante para la mujer. Cuando sucede que una mujer siente que es verdaderamente el objeto en el centro de un deseo, pues bien, créanme, de esto es de lo que en verdad huye.”

En definitiva, el fantasma de Don Juan es una forma de defensa contra el interés (y el deseo) que un hombre podría manifestar por una mujer. Una deriva de este ponerse a resguardo se da a través de la idealización del hombre, al cual se le supone que podría tener a todas las mujeres, como un modo de indeterminar el carácter singular del deseo. Otra deriva podría estar en un fantasma de celos y, en este caso sí, en la suposición de que el hombre es un mujeriego, como una manera de salir del “centro”. Ambos aspectos podrían resumirse en la idea de que la habitual acusación de donjuanismo que las mujeres reprochan a los hombres aúna un componente celotípico tanto como cierta idealización. Por esta vía, es curioso advertir que la atribución de un más allá de la castración termina siendo un modo de rechazar una condición deseante; o bien, es un modo de volver a notar que, en psicoanálisis, la castración es constitutiva del deseo.

Fuente: Lutereau, Luciano "Ya no hay hombres: Ensayos sobre la destitución masculina". Capítulo "El hombre que no existe".

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