jueves, 13 de agosto de 2020

La hipocondría: una aproximación psicoanalítica.

Se describen las características generales del síndrome hipocondríaco, se aporta una visión psicoanalítica desde las perspectivas teórica, clínica y metap - sicológica. Junto al análisis de posibles causas, se trata de explicar la hipótesis de que dicho síndrome puede constituir una defensa eficaz contra la desestructuración psicótica. Se recogen algunas ideas para el tratamiento psicoanalítico de la hipocondría.

Tanto la Asociación Psiquiátrica Americana (1987), como la décima Revisión de la Clasificación Internacional de las Enfermedades, reconocen la existencia de un síndrome hipocondríaco primario. La primera incluye este síndrome dentro de los trastornos somatoformes y la segunda entre los trastornos neuróticos derivados de situaciones estresantes que se expresan a través del cuerpo


La visión psicoanalítica está más cerca de esta segunda descripción que pone de relieve el carácter reactivo de este padecimiento a determinadas situaciones estresantes y nos habla de su expresión a través del cuerpo, con lo que queda mejor interpretado el carácter subsidiario del síntoma somático frente a la naturaleza eminentemente psíquica de esta enfermedad. 


En la práctica cotidiana el paciente hipocondríaco se nos presenta en un estado de alerta permanente, acompañado de angustia y temor, que como dice Perrier (1981), le impiden vivir, hablar, arnar y dormir y con respecto al cual, los problemas de su historia personal aparecen desplazados, pasados de moda, superados, descatectizados y anacrónicos. 


Este estado general suele ir acompañado de una serie de síntomas característicos que, aunque no siempre se manifiestan en la misma proporción, constituyen un conjunto que configuran la especificidad de este síndrome y facilitan a priori su reconocimiento y delimitación frente a otros padecimientos. De entre ellos destacamos: 


La sospecha de enfermedad, que le hace imaginar que padece algún mal, sintiendo los dolores y síntomas orgánicos que le corresponden. En el diagnóstico es importante diferenciar la sospecha de la certeza, ya que a más certeza más posibilidad de que el síndrome evolucione a una mayor desestructuración psicótica.

 — Las quejas del paciente, que muestran en mayor o menor grado una desproporción entre los síntomas que dice tener y su reacción frente a los mismos. Esta desproporción evidencia la existencia de alteraciones cognitivo-perceptivas, que afectan fundamentalmente al aparato digestivo, sistema nervioso, músculos y huesos, constituyéndose en fundamento de las sospechas del paciente. 

— Sus estados melancólicos, que justifican la relación establecida desde antiguo entre melancolía e hipocondría. 

— Su desconfianza no sólo hacia personas, sino también hacia las cosas, a las que puede llegar a dispensar un trato animista atribuyéndoles vida e intenciones propias. 

— Su preocupación exagerada por el cuerpo y la salud, fruto de la concentración del interés sobre el órgano que le preocupa. Rosenfeld (1984) y Pedinielli (1988) hablan de la pasión del hipocondríaco por sus padecimientos y de su aparente deleite en la exhibición de su sufrimiento. 

— Su temor a contraer nuevos padecimientos a través de la identificación con aquellos de su entorno que los padecen, sean familiares, amigos o personajes públicos. 


En «Introducción al narcisismo» (1914), incluye Freud la hipocondría entre las llamadas neurosis actuales, asociando este padecimiento con el narcisismo. Freud diferencia desde el principio las neurosis actuales de las psiconeurosis, tanto por su origen, como por la propia naturaleza de los síntomas. Si en el origen de las psiconeurosis ve conflictos infantiles, en el de las neurosis actuales pondera la importancia de situaciones del presente como desencadenantes de la enfermedad. 


Estas neurosis actuales no constituyen para él una expresión simbólica y sobredeterminada sino que son un resultado directo de la falta o inadecuación en el presente de la descarga de la energía sexual, con la consiguiente falta de consecución de la satisfacción. 


Pero Freud no independiza las neurosis actuales de las psiconeurosis, sino que plantea la existencia entre las mismas de correspondencias y relaciones que especifica en sus «Lecciones Introductorias al Psicoanálisis» (1917), apoyándolas en analogías estructurales y en el hecho constatado de que una neurosis actual se constituye con frecuencia como el núcleo y la fase precursora del síntoma psiconeurótico. He aquí las correspondencias: 

— Neurosis de angustia y la histeria de angustia. 

— Neurastenia y neurosis obsesiva ó histeria de conversión. 

— Hipocondría y psicosis. 


Como hemos dicho, Freud supone que en las neurosis actuales, y concretamente en la hipocondría, se produce una descarga inadecuada de energía libidinal. Esta energía ha sido retirada del mundo exterior para volcarse en el propio cuerpo (lo que se conoce como retirada narcisista hacia los órganos). No se trata pues en principio de un conflicto mental reprimido, sino mas bien de un estancamiento de la energía sexual o una descarga inadecuada de la misma. Su causa sería la falta de un eslabón intermedio entre lo somático y lo psíquico. La excitación en el nivel somático choca con una dificultad o imposibilidad de ser elaborada en el nivel psíquico. 


Así, aunque la neurosis actual aparece en un principio como no psíquica, en su raíz hay un conflicto. No un conflicto psíquico, pero si un conflicto entre el nivel de excitación somática y el deseo psíquico. Del lado somático encontramos la energía indiferenciada. Del lado psíquico el deseo, que requiere de un trabajo psíquico de ligamiento de esa energía y que, una vez nacido, tenderá a realizarse. 


Ya en el «Proyecto de una psicología para neurólogos» (1895) describe Freud este trabajo de elaboración y posteriormente en el «capítulo VII de la Interpretación de los sueños» (l900) lo hace de nuevo, esta vez a propósito del trabajo del sueño. También en «Duelo y melancolía» (1915) serán estos concebidos como un trabajo psíquico del que la tristeza o el empobrecimiento de la actividad son sólo manifestaciones. En este trabajo de elaboración los afectos constituyen el nivel más primario de elaboración psíquica de la energía pulsional. 


Este proceso de ligamiento de la energía tiene su inversión en el proceso de desligamiento por el cual se produce una liberación, una descarga abundante y espontánea de energía. Podemos pues afirmar que a mayor desligamiento menor elaboración y mayor desestructuración. 


Esta desorganización puede ocurrir tanto si este ligamiento no existe como si, existiendo de manera habitual, cesa espontáneamente por alguna causa. El estado de terror, de espanto, sería la manifestación más evidente de una falta absoluta de ligamiento de la energía, que da cuenta de un desbordamiento producido por una ausencia total de elaboración. 


De haber existido angustia, se habría producido una cierta elaboración que hubiera defendido al sujeto, aunque sólo fuera mínimamente, de la desorganización total que le produce el imprevisto ataque. La presencia de angustia revela por tanto un ligamiento de la energía somática aunque sea cuantitativamente pequeño y es por tanto el afecto más elemental. A partir de cierto nivel de simbolización en vez de angustia nos encontraríamos con un afecto más elaborado, es decir, con un ligamiento significante a reacciones somáticas. Este ligamiento significante del afecto a reacciones somáticas, junto con estados más o menos frecuentes e intensos de angustia, reflejan el proceso de ligamiento de la energía que podemos encontrar como síntomas destacados del padecimiento hipocondriaco. 


El afecto miedo, temor, queda ligado al cuerpo o, si se quiere, el cuerpo queda investido como temido o como temible y esta simbolización, que además de un afecto es ya una representación, tendrá su repercusión en la dinámica del aparato psíquico. 


Freud habla de tres niveles de ligamiento de la energía somática: el afecto, las representaciones, y los grupos de representaciones entre sí. Así cada nuevo nivel de elaboración conlleva por tanto nuevos ligamientos de energía. 


Todo lo expuesto quiere contribuir a explicar que en las neurosis actuales y por consiguiente en la hipocondría, aunque el elemento desencadenante sea un evento concreto de la situación presente del sujeto, el remedio no está en que éste encuentre las condiciones para la realización de un acto sexual con el que descargar energía somática. El problema, como explica Laplanche (1981), es que la excitación somática no encuentra su correlato en el nivel psíquico porque falta elaboración y por tanto ligamiento suficiente. 


Esta energía no ligada psíquicamente se manifiesta en la hipocondría a través del órgano afectado, y esta presencia de dolor es también una manera de simbolización, portadora de espantosas consecuencias a juicio del sujeto. Las representaciones del paciente hipocondríaco sobre la nefasta significación de su padecimiento cumplen, por otra parte, la terapéutica misión de ligar energía y evitar el ataque de pánico que le sumiría en una mayor desestructuración. 


Es obligado preguntarnos por qué la energía de algunos acontecimientos no suficientemente elaborados, que devienen traumáticos, se descarga imaginaria y dolorosamente, precisamente a través de un órgano. Freud, en «El Yo y el Ello» ( 1923) nos dice que el Yo es ante todo un ser corpóreo. Este Yo acosado, que se refugia en un órgano para hacerse fuerte en él, muestra en la hipocondría el modo primario de interacción entre lo psíquico y lo somático: una cantidad de energía pulsional que consigue transformarse, ligarse, y otra que no puede ser elaborada. 


La energía ligada a afectos de angustia y temor explica los estados de angustia y las tétricas representaciones del mal que amenazan al paciente, mientras que la energía no ligada intoxica los órganos y produce el dolor. Esta interacción básica entre lo somático y lo psíquico surge pues como defensa que conjura una situación temible de peligro inesperado. La amenaza de desestructuración es evitada, mediante la concentración de la actividad psíquica en ésta sustancia básica de la estructura del Yo que es el cuerpo, densificándolo e impidiendo la despersonalización. Aquí se muestra la asociación entre hipocondría y narcisismo. 


A diferencia de Freud, algunos psicoanalistas han apostado por la analizabilidad de la hipocondría. El tratamiento de pacientes con este síndrome nos permite contar hoy con un mayor conocimiento de las alteraciones dinámicas y estructurales que se producen en la hipocondría, así como con explicaciones sobre sus causas, que en mayor o menor medida explicitan esa relación ya establecida por Freud entre la hipocondría, el narcisismo y la psicosis, poniendose de relieve en la hipocondría una función de defensa contra la psicosis. 


Anna Freud (1952) nos dice, en este mismo sentido, que los adultos hipocondríacos son equivalentes a los niños que sufren de grave deprivación materna. Fallas tempranas en el desarrollo, en momentos originarios de estructuración del aparato psíquico; experiencias traumáticas vividas por el sujeto en sus primeras relaciones con las figuras parentales, cuyos efectos quedaron taponados un tiempo de forma provisional y precaria. La enfermedad es el intento de restaurar el equilibrio perdido taponando el agrietamiento. 


Por esto, el hipocondríaco parece y padece indefenso como víctima inocente de una tragedia que se origina en el exterior, pero le alcanza plenamente en la imagen de su propio cuerpo, o mejor de los pedazos que lo componen reunidos, pero no bien soldados, imaginariamente susceptibles de cobrar vida propia e independiente. El paciente no sólo está siendo atacado en su hígado por la enfermedad, sino que atrincherado su Yo en el órgano enfermo, se defiende densificándose por el dolor. Al mismo tiempo el órgano afectado ha pasado a ser computado por el sujeto como una parte de su propio ser que amenaza con destruirse, destruyéndole. 


Nada tiene pues de extraordinario que detrás de los síntomas se adivinan impulsos hostiles. Ese órgano imaginario queda transformado en fuerte sitiado, desde donde el Yo se defiende mediante el dolor y la constante vigilancia. Queda empeñado en esta tarea sin energía para evitar la confusión creada entre este cuerpo imaginario y el cuerpo real, que es así inventado, a la medida del deseo de un objeto intemo persecutorio e imprevisible que lleva nombre de muerte. Porque, junto con el Yo empobrecido y acorazado, el órgano acoge también al Superyó más temprano del primer año de vida, y abrumado por su enfermedad, reprime y transforma la culpa en autoagresión. 


No puede [el paciente], pues, relacionar sus sufrimientos con un conflicto psíquico porque su única preocupación son sus padecimientos. Con ellos se castiga y proyecta su agresión castigando inconscientemente a los que le rodean con sus interminables demandas. Las atenciones de los familiares sólo sirven para fortalecer la dependencia de nuestro paciente, al que no pasan desapercibidos totalmente ni los deseos agresivos ni los intentos de reparación de estos. 


Pero no creemos que el hipocondríaco padezca su enfermedad tan sólo para poder quejarse de élla. También parece estar pagando una deuda, espiando una culpa inconsciente, quizás derivada de un conflicto que no pudo elaborar por temor a un mal. Es como si, por ejemplo, no hubiera reaccionado a la muerte de su padre cuando esta ocurrió, razón por la cual teme siempre su venida, dentro de su propio cuerpo. En este caso concreto, los deseos de muerte hacia el padre eran probablemente fuertes cuando sobrevino su inaceptable muerte en lo real. 


También Ladee (1966) ha afirmado que la hipocondría puede salvaguardar al sujeto de la desintegración psicótica mediante este acotamiento en el cuerpo del objeto persecutorio. 


Esta proyección del Yo sobre el órgano es la que justifica que nuestro paciente, aunque enemigo de la enfermedad, sea sin embargo solidario con el órgano que imagina dañado, que es un valuarte de su Yo que hay que defender y a la vez un dios al que hay que temer. Al compartir fortaleza con su Yo impide la desintegración y la locura, a la vez que padece una amenaza de castración insoportable. 


De la agresión del Super Yo-órgano ha de defenderse devolviendo bien por mal, respondiendo a su desconsiderado ataque con nuevos mimos y cuidados, como una madre siempre dispuesta a pasar por alto los errores del hijo y a cuidarle y quererle siempre a pesar de todo. Esta atenta y maternal solicitud hacia el órgano que le castiga centra su interés y densifica su Yo aunando sus componentes en una tarea común. 


Visto desde aquí, parece natural que la pasión del hipocondríaco esté puesta en el órgano objeto de su interés. Escindido su Yo entre una madre melancólica, pero solícita y atenta, y un órgano sufriente que es el niño-falo de la madre, estructura cada parte en relación a la otra amortiguando los efectos de esta estructurante escisión. 


Merced a esta relación, el aparato psíquico consigue cristalizar una estructura que, aunque dolorosa y precaria, permite al Ello una descarga de sus impulsos agresivos, mientras un Yo pobremente estructurado, trata de sobrevivir haciendo frente al castigo que el Super-Yo le inflige. 


Para Diamond (1985) hipocondría y agorafobia serían intentos de reparar una fragmentación incipiente. La hipocondría repara esta fragmentación incipiente ligando afectos y representaciones al órgano enfermo a través del cual queda expresado el conflicto psíquico. El hipocondriaco parece ligar energía a la evocación y al sonido del nombre de las cosas que tienen que ver con su imaginaria enfermedad: órganos y funciones, enfermedades, médicos y medicamentos etc. Podría decirse que pronunciando los nombres cohesiona su Yo. Un momento especialmente complicado es aquel en que cesa el padecimiento imaginario de un órgano sin que surja ningún otro. Es como si el enemigo en vez de desaparecer hubiera dejado de estar localizado. Su alerta es total y su escucha permanente esperando siempre un indicio de lo temido. Monotonía de vida, tristeza y melancolía presidirán su angustiosa espera. Pero esa misma actitud de concentración del interés en la escucha de los signos, ese estado de alerta unido a las disquisiciones imaginarias sobre futuros padecimientos o reavivamiento de otros antiguos, contribuyen no poco a impedir la desestructuración de su Yo.


 Pues bien, en la hipocondría se constata una regresión de la consciencia a modos de funcionamiento muy primitivos, donde lo somático es colocado en el primer plano de la percepción. La regresión revive una fase en que la consciencia y la percepción privilegian aún lo interno sobre lo externo. Una fase en la que aún no se ha operado el vuelco hacia lo exterior que dará entrada al principio de realidad. Parece natural que este vuelco de la consciencia hacia lo interior produzca una mayor sensibilidad propiciada por la hipervigilancia y un mayor descuido en la percepción de la realidad externa. 


Esta percepción selectiva centrada en el cuerpo, a la vez causa y efecto de emociones y pensamientos, parece justificar esa especie de carencia de afecto o al menos de palabras para representarlo que encontramos en el sujeto. Por otra parte, el hipocondríaco ha de unir al sufrimiento de su enfermedad el sufrimiento mental añadido que se alimenta de la sospecha de que nadie le cree, cosa que él puede interpretar como que nadie le ama. 


El cariño de los pacientes hipocondríacos a los ya muertos o a los que sufren lejos de él, es con frecuencia paralelo a su incapacidad de mostrar afecto a los seres queridos vivos y cercanos. Esta incapacidad puede ser consecuencia de la carencia de palabras para representarlo y comunicarlos. Parece indicar el regreso temporal y funcional de la consciencia a etapas donde este lenguaje verbal de los afectos aún no existía o estaba precariamente desarrollado. 


Predisposición constitucional, experiencias traumáticas tempranas y adolescencia problemática, parecen haber unido sus fuerzas para producir este síndrome primario en el que, aunque la madre parece ocupar el centro de la escena, probablemente no es la causa estructural del padecimiento. 


Vemos esa causa de forma parecida a como la describe Perrier (1981). No nos basta con una madre que estuvo en duelo durante la primera infancia del paciente. También puede ser estructurante la presencia ausente de un padre que no pudo ser rival simbólico de la tragedia edípica, tal vez porque fue un rival demasiado real. Un padre con el que la identificación quedó cortocircuitada y, facilitado por tanto el camino de identificación regresiva con esta madre en duelo, que embaraza al paciente de un órgano-niño. El evento desencadenante parece estar significado como amenaza de cumplimiento en lo real de los deseos agresivos de muerte hacia el padre. A ésto se unen los efectos del duelo introyectado de la madre que tal vez le hicieron desear en tiempos estar muerto, o en el caso de duelo por muerte real, ser él el muerto, ocupar su lugar para ser el centro de la aflicción de la madre, el centro de su atención, tal vez su único objeto de amor. 


Al requerir las circunstancias personales del sujeto que éste ligue (elabore) un incremento de libido (adolescencia, casamiento, trabajo, cambio de residencia, etc), lo transforma inmediatamente en angustia que tapona la posibilidad de elaboración de este miedo a ocupar el lugar del muerto. En un intento restaurador desliga sus identificaciones superyoicas, aquellas que sustituyendo a su débil estructura yoica, le venían permitiendo desenvolverse en la realidad y recarga con esta energía la identificación primera. Él es la madre, o mejor, la madre habita en él psíquicamente y en pleno duelo mientras que, como órgano-niño enfermo, espera la muerte que justifique el duelo de la madre que vive en él con la misma fuerza con que ansía la vuelta de la salud. 


Cada nuevo órgano enfermo es así como un nuevo embarazo, como un nuevo niño que reclama su atención y que puede vengarse de su abandono. Es natural por tanto que, como madre, centre en él su interés y su actividad. Con su mediación puede poner en marcha todos los mecanismos de defensa primarios que le defienden de la más completa desorganización en que terminaría, si llegase a ser totalmente poseido por el duelo de la madre. 


Negación, proyección, identificación proyectiva y proyección identificativa, introyección e inversión, conjugan su esfuerzo aunando sus almas en defensa de esta precaria estructura yoica que, tal vez ayudada por una predisposición constitucional o por un desarrollo hipertrófico de la relación de la mente con determinados órganos, pudo encontrar refugio en aquellos que más nos remiten a funciones fisiológicas básicas para la vida. 


La tarea del terapéuta será en cierto modo restaurar el habla y devolverle el uso de la palabra, teniendo en la escena terapéutica el miedo a la muerte como telón de fondo. Laplanche (1981) nos dice que no hay afecciones sin simbolización; ni el conflicto real, ni los síntomas somáticos, agotan por sí solos el nivel de las explicaciones. Por muy actual que sea una neurosis, el esfuerzo terapéutico consiste en hacer psíquico el conflicto y el síntoma. Todos tenemos fantasías; si son vividas como invasiones sin sentido, o como posesiones demoníacas, el trabajo terapéutico consistirá en volverlas personales y conflictivas para el sujeto que las tiene. 


La psicoterapia de la hipocondría se abre así sobre un verdadero psicoanálisis, con un tiempo previo en el que se movilice y simbolice lo que el paciente había excluido de su vida psíquica. Siguiendo a Perrier ( 1981), podríamos decir que para el hipocondríaco, antes de que pueda ser suya, la verdad habrá de transparentarse en las significancias del texto de una historia que, recibida en herencia, está inscrita en su inconsciente. Haciéndose, con nuestra ayuda, historiador del pasado de los otros y particularmente del drama de su madre, el sujeto podrá nacer un dia a su propia vida y comprometerse en una situación intersubjetiva con tal que hayamos sabido callarnos todo el tiempo necesario, que es en definitiva todo ese tiempo en que él aún no podía escucharnos. 


Referencias.

American Psychiatric Association ( 1987). Diagnostical and statistical manual of mental disorders (3a ed. rev.) Washington, D.C.: 

APA. Diamond, D. (1985). Panic attacks, hypochondriasis and agoraphobia: a self psychology formulation. 

Americal Journal of Psychotherapy, Vol. XXXIX, 114-125. Freud, A. (1952). «The role of bodily illness in the mental life of children». Psychoanalytic study of the Child, 8, 69-81. 

Freud, S. (1895). Proyecto de una psicología para neurólogos. En O.C. Tomo I. Madrid: Biblioteca Nueva, 1973. –(1900). La interpretación de los sueños. Capítulo VII. Sobre la psicología de los procesos oníricos. En O.C. Tomo I. –(1914). Introducción al narcisismo. En O.C. Tomo II..–(1915). Duelo y Melancolía. En O.C. Tomo II.  –(1917). Lecciones introductorias al psicoanálisis. En O.C. Tomo II. –(1923). El Yo y el Ello. En O.C. Tomo III. 

Ladee, G. (1966). Hypochondriacal syndromes. Nueva York: Elsevier. 

Laplanche, J. (1981). La angustia. Problemáticas I. Buenos Aires: 

Amorrortu. Pedinelli, J., Bertagne, P., y Delahousse, J. (1988). Religion et medecine: la passion de l’hipochondriaque. Psychologie Medicale, 20, 71S-719. 

Perrier, F. (1981). El cuento de la buena pipa. Barcelona: Petrel. 

Rosenfeld, D. (1984). Hypochondria, somatic delusion and body schene in psychoanalytic practice. International Journal of Psychoanalysis, 65, 377 387


Fuente: Joaquín Valonero Belmonte “La hipocondria: una aproximación psicoanalítica” Revista clinica y Salud p. 467-475


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