1. En 1925, Freud dice que las mujeres son más celosas que los varones. El motivo: los celos femeninos tiene un refuerzo inconsciente por la envidia del pene. Sería fácil decir que Freud es un patriarca falocentrista, pero ¿qué está diciendo?
En principio, para Freud la diferencia sexuada no depende de la anatomía, sino de modos de creencia: varón es el que desmiente la diferencia, mientras que femenino es el ser que “en acto” admite la castración. Dicho de otro modo, ¡la castración es femenina! (que no es lo mismo que decir que la mujer está castrada). Por eso mujeres son los seres que no se engañan respecto de lo que ven (de ahí que en mitos se les atribuya la adivinación, o incluso el ciego Tiresias haya sido mujer); se dice de ellas: que son perceptivas, que tienen una intuición particular, etc.
La envidia, entonces, que se relaciona con el ver, no quiere decir que quieran tener un pene, sino que denota que no desmienten la diferencia sexuada, es decir, no se engañan con los semblantes fálicos como los varones. Dicho de otra manera, un varón cree idiotamente en el elogio y en cualquier cosa que le haga sentir que “la tiene grande” (“Me gustó tu artículo”, “Qué bueno lo que dijiste”, etc.), mientras que una mujer, después de preguntar qué tal le queda un vestido, difícilmente le crea al varón que diga: “Te queda bárbaro”. Puede aceptar el piropo, pero no le cree.
Las mujeres son más celosas, cuidadosas de la creencia, por eso las mujeres pueden fingir un orgasmo (porque los varones no dudan); mientras que las mujeres no le creen al goce de un varón, e incluso cuando estos acaben pueden pensar que él fantaseó con otra.
2. La “envidia del pene” es un concepto rimbombante, pero que nombra un fenómeno clínico concreto: alguien cree que es suyo algo que no tiene. Por ejemplo, una mujer habla de la hija de su pareja. Le molesta la relación cómplice de ella con su padre. “La pendeja se pone en un lugar que no le corresponde”, dice. Independientemente de la realidad de los hechos, lo importante es que esta mujer dice que la hija ocupa un lugar que le correspondería a ella. No dice “ocupa mi lugar”, sino que nombra un lugar por la negativa. Ella cree que es suyo un lugar que no ocupa. Quizá si lo ocupara no le molestaría la rivalidad de una niña, pero con su envidia no hace más que degradarse como mujer. De este modo, sus celos conscientes tienen un reforzamiento inconsciente por la envidia del pene. Es una idea freudiana básica. No es una afirmación universal, esencialista, sino la descripción de una habitualidad clínica.
3. Los celos son un síntoma irreductible en el análisis. La expectativa del analista de que los celos desaparezcan es un ideal terapéutico y vano. Ese desprecio por el síntoma también se refleja en el prejuicio (de algunos analistas) de que los celos mienten. O, mejor dicho, que el celoso vive una ficción sin verdad. Así, el analista extraviado trata al síntoma con menos respeto que a un delirio, cuando no trata al delirio como una interpretación falsa. Los celos son una interpretación del deseo, y revelan hasta qué punto la fantasía no es personal (o individual) sino un lazo entre dos. La mujer celosa conoce el carácter deseable de su pareja, el modo en que el otro puede gozar de ser deseado. El problema es que se desorienta con sus celos, reduce el deseo a engaño, la fantasía a una moral.
Lo analizable de los celos es la posición excluyente con que se vive la relación del otro con el deseo: si desea, yo estoy afuera. Por esta vía se puede llegar a un uso virtuoso del síntoma, como el que ciertas mujeres advierten cuando pescan que el varón que da consistencia a los celos está a un paso de caer destituido, y eso les permite soltarlo a tiempo. Los celos, cuando son femeninos, no son un síntoma que deba desaparecer. Esa no es una idea de Freud, quien nunca pensó fines de análisis para tipos clínicos, sino para el hombre y para la mujer.
4. Hay una relación directa entre las pasiones y la mirada. El celoso es siempre el que quiere ver lo opaco del deseo del otro. Desde que el mundo es mundo, la envidia está vinculada con el “mal de ojo”. Los neuróticos no ven lo que miran, mientras que el paranoico está siempre en el lugar de la mirada, con la que se identifica en ese fenómeno que es la “intuición” (que viene de “intueri”: tener la vista fija sobre algo).
Quizá por eso los ciegos no son celosos: no hay más que pensar lo que se decía de Borges y Kodama, o bien en El túnel de Sabato, y el refrán: “Ojos que no ven, corazón que no siente”. Sin embargo, el ciego no es el que no ve, sino (de acuerdo con Diderot) quien puede ver sin la sensación: la visión pura del juicio. La idea es impactante, y por eso suele atribuirse a los ciegos la videncia, la verdad, porque no están marcados por aquello que singulariza: la afección. Nuevamente es Sabato y el “Informe sobre ciegos” otra forma de hablar del horror que producen los (mal llamados) “no videntes”. Porque la ceguera, si no me equivoco, está relacionada con la sombra, con lo difuso, con la mancha.
El neurótico no ve lo que mira (y ese “lo” no es “él”, por eso la mirada se le impone, es compulsiva, no puede dejar de ver, a veces es un curioso empedernido o un chismoso); el paranoico acierta a primera vista, pero no sabe lo que ve, y la paranoia es el ejercicio incesante de acercar el saber a la mirada; mientras que los ciegos saben, pero con una verdad sin sujeto. Por eso el dicho acerca del “tuerto en el reino de los ciegos”, que es un gran refrán, porque el ciego es el que sabe sin creer lo que sabe, es un ser despulsionalizado.
5. Los celosos siempre somos sujetos más o menos vulgares, en la medida en que buscamos apresar un deseo a través de la confirmación material de un hecho.
Fuente: Lutereau, Luciano (2017) "Las mujeres son más celosas que los varones" - Imago Agenda n° 203
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