lunes, 21 de diciembre de 2020

Fiestas privadas, fiestas públicas

Hay fiestas de todo tipo, laya y propósito. Están las de “aniversario”, siempre motivo de alegría y regocijo, en el otro extremo de las solemnes fiestas “de precepto”. Hay fiestas de mucha participación y alboroto como las de fin de año, y las que se reducen sólo a dejar de trabajar, como las empobrecidas “fiestas patrias”. Las “fiestas de guardar”, en cambio, crean obligaciones; por ejemplo, de oír misa.

En otras épocas estaban las “fiestas de armas", combates de unos caballeros con otros para mostrar valor y destreza, pero el rey Don Juan el IIº las suspendió porque de tanta diversión morían unos cuantos.

Hay fiestas, además, para los sentidos, como lo es para los ojos la belleza de una mujer y para el paladar los manjares de un banquete, por eso llamado “festín”. No falta tampoco la fiesta que es halago u obsequio para la voluntad de alguna, como en el galanteo, llamado “festejo”, que nos aproxima a los asuntos del amor. Mientras tanto, en fiestas como las “de toros” se trata de agradar a muchos, o a todos, de manera que, destinadas al regocijo popular, ofrecen un ejemplo del antiquísimo empeño de los gobernantes en entretener al pueblo. Allí debe intervenir la autoridad, puesto que la fiesta pública requiere la venia del mandamás, sin la cual no podría realizarse porque sería desorden.

La fiesta llamada “privada” puede ir desde algunos deleites perversos en la intimidad hasta aquellos de la “farándula”, en los que lo público y lo privado parecen buscarse mutuamente. A estas últimas, llenas de gentes a las que se atribuye poca mesura y liviandad en los hábitos y en las palabras, se las suele considerar el lugar natural de los mayores excesos. ¡Gracias a las fiestas de la farándula es posible creer que siempre hay más excesos en la casa ajena que en la propia!

El término “farándula”, por otra parte, viene del alemán “fahrender”, errante, y desde un comienzo designa un grupo de cómicos. Puesto que tenían que vivir del arte de representar, debían ser hábiles para llamar la atención. De allí que Cervantes expresara que “...desde muchacho fui aficionado à la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula”. Se ve que en lo farandulero no pueda faltar el artificio capaz de engañar, por eso Ricardo de la Vega reclamaba: “Vas a decirme la verdad sin filfas. Ni embustes, ni camelos, ni farándulas”. Es claro, lo hablador y trapacero nubla la exigencia de lo verdadero.

El abanico de lo festivo, yendo del frenesí colectivo al agasajo calmo, de lo insolente a lo que glorifica y de lo resumido a lo franco, no deja hacer del exceso su característica esencial. Una fiesta, cualquiera sea su pelo, sitúa la ocasión de tiempo y lugar en que la diversión, gozo o celebración resultan justificados. Ya sea por pacto solidario o compromiso sacro, complicidad mafiosa o legitimidad estatal, la fiesta convierte conductas que fuera de ella serían consideradas “excesos” en actos placenteros que compartimos con nuestros semejantes. La fiesta, en fin, hace del pecado virtud.

Nota:
Escrito por Raúl Courel. Se publicó primeramente en La Maga, Año 5, N° 256, 31/12/1996, con el título de “El pecado y la virtud. La fiesta y sus excesos”, después en La Nación, Sección Opinión, 17/12/2003, pág.21.

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