La definición de frecuencia implica sin duda otras definiciones mayores, porque la frecuencia, el ritmo, el sentido del tiempo, se caracterizan de manera diferente en distintas teorías. El tema del tiempo me parece fundamental en esa discriminación. En un artículo honrado por la publicación de la revista Trópicos del Nº I del año 2002, y que se llamaba “Una revisión del tiempo en psicoanálisis”, había observado que en la práctica psicoanalítica se seguían manteniendo nociones de tiempo pre-sicoanalíticas. El presente trabajo podría ser considerado quizás un pie de página clínico de aquel artículo, porque la alta o baja frecuencia implica siempre una postura teórica frente al tiempo en psicoanálisis. En aquella oportunidad el ángulo era teórico y cultural, y me había centrado especialmente en los procesos de duelo, equívocamente considerados en una temporalidad cronológica no psicoanalítica. En este caso es sobre el encuentro clínico, tratado a veces con un equívoco similar en el tema de la frecuencia. ¿Qué significa frecuencia en este caso? Cuando David Bleger justifico en su época el encuadre, e incluyo en el mismo la frecuencia, sostuvo con simplicidad que todo sucede siempre dentro de algo. Personalmente disiento de esa observación en su aproximación más directa, en su acepción simple, porque la experiencia psicoanalítica podría definirse como la que desborda los lugares asignados imaginariamente, aquella experiencia que no sucede dentro de algo en sentido usual. La relación sexual de dos es en virtud de Freud de cuatro, el aparato psíquico resulta “extenso pero no lo sabe” como también había afirmado Freud, por otro lado el sujeto no es el yo, el yo no es solamente el cuerpo, y finalmente el tiempo tiene en el reloj y los días solamente una de sus versiones medibles. Aquello que sucede dentro de algo merece una revisión. La experiencia analítica es una concepción nueva del tiempo, y sus referencias no son convencionales. El calendario, como se sabe, pertenece a las formaciones ordenadoras de la cultura, el tiempo represado que precisamente el psicoanálisis subvierte. Así como la física moderna nos demostró que el espacio no es el continente de la materia o el movimiento sino que es constituido por esta materia y por este movimiento, y que el tiempo no es el continente de la acción sino que es constituido por la acción, también la experiencia psicoanalítica desnuda el tiempo subjetivo, y nos muestra que no es el “lugar” donde transcurren los actos sino un tipo de acto. Desplegar un análisis no es incluir entonces el psicoanálisis en el tiempo del paciente o del psicoanalista, sino incluir el paciente y el psicoanalista en el tiempo heterogéneo del psicoanálisis, permitir las diversas carreteras del tiempo psíquico. Esto es propiciarlo o permitirlo. Del mismo modo que no es el diván lo que debería gestar la asociación, sino la asociación lo que demanda a veces el diván, tampoco es la frecuencia la que debería llamar el contenido reprimido en la transferencia sino al revés.
Para Freud, a partir de la caracterización del inconsciente, la noción de tiempo se modificaba, dejaba de ser una entidad en la que transcurría el psiquismo para ser fundada por el mismo psiquismo. Así, pasado, presente o futuro no contienen el devenir psíquico sino que son formulados por este devenir. Esta noción de una temporalidad que emerge de la cadena del inconsciente y organiza una lógica propia creo que debería primar en la consideración de la alta o baja frecuencia. Aunque Freud mismo en alguna oportunidad enfatizó la importancia de la alta frecuencia para acompañar la vivencia del paciente, tanto sus últimos trabajos, como por ejemplo “Construcciones en el análisis”, como lo que indican la descripción y desenlaces de sus tratamientos, no señalan esta primacía de modo particular. Indican al contrario la prevalencia del tiempo psíquico. No es lo mismo la frecuencia de la intervención, o de la emergencia del inconsciente, y la de las horas o días de encuentro en el consultorio, la posibilidad física para que aquello ocurra. Es decir la cronología externa que sustenta la aparición real del tiempo psíquico. ¿pero hay una correlación ajustada entre ambos ? En muchas supervisiones que he realizado es frecuente la inquietud del analista por este paralelismo, por los momentos de vacaciones, despedidas, etc., donde superpone el tiempo del tratamiento con el tiempo del análisis, como si fueran iguales. Por supuesto, lo que sostiene esa preocupación es generalmente una teoría vincular, explícita o no, una dimensión relacional, con elementos transferenciales y contratransferenciales que pueblan el tiempo. Esta relación determina la importancia de la frecuencia, ya que se trata esencialmente de un vínculo interpersonal más que la posición del inconciente con un objeto . La importancia que algunas corrientes otorgan a la ansiedad de separación le da un valor particular a estas despedidas y funde ambos tiempos. También ocurre cuando la teoría de las relaciones objetales organiza el sentido de los encuentros. En mi perspectiva teórica freudiana, la frecuencia debería ser relativamente irrelevante, pero también en cualquier enfoque que subordine esta relación interpersonal a la relación analítica y no al revés. Es sabido, creo, y abundan los ejemplos, que por una posición equívoca muchas sesiones semanales pueden ser un perfecto ejercicio de repetición racionalizada con interpretaciones imaginarias. Por el contrario, una sola sesión puede resultar altamente provechosa para suscitar acción o rememoración, o hacer saltar algún elemento fantasmático, etc. No es infrecuente que muchos insights asociados a la alta frecuencia sean simples acomodamientos del paciente al anhelo del analista, un “como si” de revelaciones graduadas. Este ajuste esta determinado usualmente por un modelo idealizado de relación que sostiene también la misma frecuencia del encuentro. Estarían repitiendo en el vínculo analítico un modelo previo de acomodación al otro, pero esta vez en una aparente asociación libre.
Frecuencia y clínica:
El encuentro en el consultorio no es necesariamente encuentro con el inconciente, ni con la dimensión pulsional, ni necesariamente con el trabajo analítico. Pero la fijación de la frecuencia, desprendida de estos propósitos, puede sugerir una suerte de curso independiente y acumulativo. Explica que algunos pacientes, tomados por este modelo fantaseado, quieran sustituir entonces una falta de asistencia para no perder la sesión, como si fuera una clase de un curso cuyo resultado habrá de demorar más si hay ausencias. Aquí aparece en el paciente un sentido del tiempo que es el de su analista, y no es psicoanalítico. Lo conveniente, en algunos de estos casos, es que pierdan a la sesión, que rompan la frecuencia consolidada. Pero la idea acumulativa expresaría una manera distorsionada de concebir la experiencia analítica, que evita defensivamente la expresión azarosa de la determinación psíquica. Si en parte todo análisis comienza por el retorno de lo reprimido, y sucede para saber y también para no saber de algo que esta retornando, el encuentro puede servir perfectamente en ese caso para la práctica de no saber, y para que el sujeto evite ser concernido por el desbalance inicial. Hay pacientes que procuran venir más veces para asegurar así su sistema defensivo, no para tratarlo. De manera que la noción de frecuencia, a mi juicio, debería revisarse y esclarecerse teóricamente en un contexto. Medir su real relevancia, sobre todo para impedir que los jóvenes analistas terminen capturados en una identidad encubierta, estilo Belle de Jour, analistas de día y terapeutas de noche, considerando que su formación idealizada supone cuatro o cinco sesiones y su práctica real, si salen alguna vez al mundo, estribara usualmente en una, dos o tres.
Por lo pronto, me animaría a realizar las siguientes observaciones que retoman aquel artículo del tiempo de años atrás y agregan nuevas consideraciones clínicas :
La frecuencia de las sesiones no debería servir sino al paciente, esto es derivarse de un acuerdo mutuo, que considere no solamente la demanda del paciente sino también su diagnóstico, realizado previamente mediante entrevistas. De las mismas se debería derivar la frecuencia de manera cambiante.
Hay cuadros psicóticos que exigen muchas sesiones semanales cinco o seis, y otros una solamente, según el momento crítico, el episodio.
Los fronterizos desbalanceados quizás requieran dos o tres, los que no lo están creo que es prudente que no pasen de una.
Aquellos cuadros tomados por organizaciones primarias, que requieren sostenerse por vínculos palpables, como ciertos trastornos narcisistas, o alteraciones traumáticas como las que describen los teóricos del apego, posiblemente requieran y sea preciso acordar una alta frecuencia. La suplencia demanda a veces una poderosa configuración imaginaria que, por un tiempo, sostenga la escasa dimensión simbólica del trabajo.
Aquellos cuadros en que prima la represión, y que suelen ser el bocado de cardenal de los análisis clásicos, permiten, paradójicamente, una baja frecuencia. Por lo menos al principio. El analista puede con baja frecuencia sostener la emergencia del tiempo psíquico en el automatismo neurótico, irrumpir con el anhelo presente sobre el recuerdo, acotar la intemporalidad inconsciente con intervenciones graduales, hasta atravesar la falsa eternidad que sostiene el fantasma. De ese trabajo puede derivarse luego una mayor frecuencia, pero no debería ser una imposición inicial. No debería ser una condición, como quizás sucede con algunas crisis o trastornos severos, o con adolescentes cuya actuación y constante efervescencia recomiendan una alta frecuencia temporal durante un período. La frecuencia esta dictada por el trabajo de simbolización, y esta lógica no sigue un calendario convencional. El tratamiento debería adecuarse al paciente y no este al tratamiento, sobre todo porque es dudoso que la frecuencia sea determinante del encuadre, si este es el dispositivo para tratar la dimensión latente. Ello es posible practicar con baja frecuencia, y variar en cuadros que no requieren la suplencia de los psicóticos o fronterizos y pueden sostener otra alternativa. Sin embargo, aquí no es solamente la clínica, o los límites de la patología, los que determinan las diferencias sino los enfoques teóricos o institucionales. Yo consideraré los teóricos solamente . Los ejemplos apuntarán a los casos que resultan pertinentes para considerar un sentido del tiempo específico, el modo propio, a mi entender, del trabajo analítico del tiempo con cualquier frecuencia.
Hay cuadros psicóticos que exigen muchas sesiones semanales cinco o seis, y otros una solamente, según el momento crítico, el episodio.
Los fronterizos desbalanceados quizás requieran dos o tres, los que no lo están creo que es prudente que no pasen de una.
Aquellos cuadros tomados por organizaciones primarias, que requieren sostenerse por vínculos palpables, como ciertos trastornos narcisistas, o alteraciones traumáticas como las que describen los teóricos del apego, posiblemente requieran y sea preciso acordar una alta frecuencia. La suplencia demanda a veces una poderosa configuración imaginaria que, por un tiempo, sostenga la escasa dimensión simbólica del trabajo.
Aquellos cuadros en que prima la represión, y que suelen ser el bocado de cardenal de los análisis clásicos, permiten, paradójicamente, una baja frecuencia. Por lo menos al principio. El analista puede con baja frecuencia sostener la emergencia del tiempo psíquico en el automatismo neurótico, irrumpir con el anhelo presente sobre el recuerdo, acotar la intemporalidad inconsciente con intervenciones graduales, hasta atravesar la falsa eternidad que sostiene el fantasma. De ese trabajo puede derivarse luego una mayor frecuencia, pero no debería ser una imposición inicial. No debería ser una condición, como quizás sucede con algunas crisis o trastornos severos, o con adolescentes cuya actuación y constante efervescencia recomiendan una alta frecuencia temporal durante un período. La frecuencia esta dictada por el trabajo de simbolización, y esta lógica no sigue un calendario convencional. El tratamiento debería adecuarse al paciente y no este al tratamiento, sobre todo porque es dudoso que la frecuencia sea determinante del encuadre, si este es el dispositivo para tratar la dimensión latente. Ello es posible practicar con baja frecuencia, y variar en cuadros que no requieren la suplencia de los psicóticos o fronterizos y pueden sostener otra alternativa. Sin embargo, aquí no es solamente la clínica, o los límites de la patología, los que determinan las diferencias sino los enfoques teóricos o institucionales. Yo consideraré los teóricos solamente . Los ejemplos apuntarán a los casos que resultan pertinentes para considerar un sentido del tiempo específico, el modo propio, a mi entender, del trabajo analítico del tiempo con cualquier frecuencia.
Teoría, tiempo y frecuencia
Se registra la premisa que la frecuencia dispara la regresión, la transferencia, la asociación libre. Pero ello no parece tan claro, si se revisan los conceptos de transferencia o asociación libre. Si la transferencia no es la práctica idealizada, explícita e interpretada de un vínculo, con sus vertientes positiva o negativa, sino una posición invisible frente al trabajo, el analista no requiere una frecuencia especial. Las brujas no vienen sino se las llama. Tampoco es relevante la frecuencia si se abandona la idea de una introversión inicial, una inmovilidad continuada, que dará lugar a una expresión profunda en cierta etapa analítica, como si fuera una cocción que hace pasar naturalmente lo interno o lo temprano al exterior. La temporalidad de alta frecuencia como condición analítica supone muchas veces esta traslación imaginaria, este hipotético viaje adentro y afuera. Se superpone lo temprano con lo profundo, y el análisis sugiere entonces un viaje de vuelta al recorrido psíquico original. Pero no es esa la temporalidad que debe extraerse necesariamente del análisis, donde el adentro y afuera, presente y orígen, entran precisamente en crisis. Aquí la teoría o el esbozo teórico que portamos es decisivo para evaluar el tema.
Esta claro que en un enfoque kleiniano, que tiende a subsumir en el universo objetal cíclico las diversas vicisitudes psíquicas, o aquellos enfoques que superponen el vínculo psíquico con la relación profesional, como tienden algunas teoría vinculares o las teorías del apego que enfatizan lo interpersonal, no considerarían me parece estos mismos matices subjetivos del tiempo. La intemporalidad psíquica general, y no solamente inconciente del enfoquer Kleiniano, paradójicamente debe ser sostenida por una temporalidad de alta frecuencia. La teoría freudiana, creo, hace posible, en oposición, la baja frecuencia porque administra otro sentido teórico del tiempo. La intemporalidad es del inconciente, pero los momentos de la organización Edípica plantean distintas versiones temporales. Los recuerdos, sobre esta matríz, se articulan históricamente. El Edipo es casi esencialmente un articulador del tiempo, sus representaciones crean el tiempo, y la cadena de representaciones es esencialmente tiempo. Y como permite diversos tiempos, también el análisis modula su frecuencia por el tratamiento mismo. La posibilidad de historizar es decir de convertir la intemporalidad inconciente en recuerdo, permite paradójicamente olvidar este recuerdo, darlo de baja, abrir el nuevo y tercer tiempo desconocido. Pero esto no ocurre por el mismo flujo de recuerdos solamente, sino por la intervención analítica. La interpretación descoloca esa cadena, y hace presente su arbitrariedad esencial, su contingencia. La confronta con otro tiempo. Así pasa el recuerdo a historia y la historia a mero relato. Para ello, paradójicamente, la frecuencia debería ser irrelevante. Me atrevería a decir que su relevancia es contraria al trabajo psicoanalítico en ciertos casos. Es adversa cuando tiende a repetir de manera implícita, cuando afirma un trato no analítico y encubridor bajo la figura de una identidad, una autoridad, la rutina o lo establecido. En tal caso las raíces fantasmáticas resultan tramadas en el mismo vinculo de trabajo y desplegadas al pasado y al futuro del sujeto, que es lo que justamente debe suspenderse. El acto analítico, en mi experiencia, asegura la relación de trabajo de sesión a sesión, sin ningún lazo externo a ese mismo trabajo. En el trabajo analítico, podríamos decir, que nada arrastra más que una intervención atinada cuando da en la diana de la pulsión (parafraseando aquí una grosera pero ilustrativa frase venezolana). Cuando se centra en esa bisagra que articula pulsión con representación sucede el trabajo. Para el analista es aquella posición que aclara el pasado en su presente dimensión pulsional, lo hace realmente historia, y abre el enigma del futuro. Cuando ese tiempo queda establecido como trabajo, la frecuencia formal no es importante, la frecuencia se deriva naturalmente del trabajo y no al revés.
El predominio de la enunciación sobre el enunciado, que es el ejercicio del inconciente, es limitado a veces por la rutina que tiende a absorber la enunciación en el enunciado. La enunciación es siempre el ejercicio del tiempo, el ejercicio desnudo del presente abierto en un sujeto. No casualmente un lingüista, Tzvestan Todorov, lo había vinculado al concepto de transferencia, y si recordamos aquella afirmación de Freud de que los fantasmas no pueden combatirse en efigie, en abstracto, sino en esa materialidad que es la vivacidad transferencial, debería considerarse que era precisamente del presente de lo que hablaba, del presente potenciado por el contraste del recuerdo, por la enunciación rebatiendo el enunciado. Contra el tiempo repetidor del inconsciente el tiempo del presente es lo que puede disolverlo en historia, porque el pasado no es historia en si mismo, aunque puede convertirse en historia.
La emergencia del tiempo psíquico
Si nos alejamos de la importancia de la frecuencia comienza a andar una temporalidad distinta. Estamos, según se advierte, haciendo confluir varios tiempos en este tema, el tiempo interno de las sesiones, el tiempo entre sesiones donde se registra la frecuencia, el tiempo imaginarizado en el relato, el tiempo del relato mismo, el tiempo mítico al que alude el relato. A ello se agrega el tiempo liberado del presente en la sesión, el tiempo que libera una interpretación acertada. Cuando se historiza un suceso suele desatarse la narración, se abre el tiempo no practicado del futuro, el porvenir en el discurso. Esa intersección no es fácil de representar, como suele suceder con la complejidad del análisis, y con el efecto interpretativo cuando suscita una nueva sensación del tiempo. Lo advertimos, por ejemplo, cuando el paciente abre en la sesión la extrañeza del presente : “ ¿ese cuadro siempre estuvo ahí ¿ ese mismo? Yo nunca lo vi, que raro”. Hay algo que ve por primera vez porque su punto de vista cambió. Suele suceder cuando se ha removido alguna ventana fantasmática, y aparecen nuevos ángulos. Esta experiencia, un nuevo sentido del tiempo, tiene una determinación que contrasta con la de la frecuencia, pero es de muy difícil transmisión. Acudiré entonces a ejemplos de otro orden, de otros campos, que ilustran este acontecimiento privilegiado y fundamental para el tema. Uno que parece óptimo, sirve también de ejemplo homenaje por la actual exposición del MOMA, y es la pintura de Reverón. Una pintura que hace emerger el tiempo en el espacio. En un libro, “La temporalidad y el duelo”, que tenía un sesgo cultural e histórico, había considerado años atrás, mediante el cuadro “El playón”, un revelador contraste con Michelena y su cuadro emblemático “Miranda en la Carraca”. Aunque la finalidad era una interpretación cultural, esa aproximación me sigue pareciendo válida para ilustrar este tema. El cuadro de Miranda es la historia, la imaginarización de la historia tal como la entrega el relato, pero la pintura de Reverón es el tiempo en bruto, la presencia del tiempo en el espacio. Aquello material que advertimos en los borbollones de pintura, la tercera dimensión del óleo que permite la pincelada, esa característica impresionista que había inaugurado Van Gogh, pero que aquí es potenciada además por la presencia desnuda de la tela. Es el rastro que lo haría a Reverón el precursor de la pintura gestual. Esta dimensión de la acción palpable es la que debe tener a mi juicio la intervención eficaz con la historia en el encuentro psicoanalítico. La intervención transformadora supone siempre la emergencia del tiempo real sobre el tiempo mítico del relato. Implica ese encuentro la tercera dimensión sobre un espacio vaciado de amoblamientos imaginarios. Así como la luz de Reverón no es la de la Carraca o de los bodegones de Michelena, sino la aparición real de la luz en la materia, así la intervención psicoanalítica implica el crudo tiempo real sobre el pasado o futuro imaginario.
El otro ejemplo lo tome de Georgio Agamben, que lo había tratado para otra finalidad. En su estudio filosófico de la infancia y la historia, señala que el juguete, tan ligado a la infancia, es aquello que reproduce la realidad histórica, la miniaturiza, la copia, y al mismo tiempo la deja afuera, la convierte en “algo que ya fue y no es más”. Esa doble relación, esa emergencia del tiempo abolido, es la que también hace nacer el trabajo analítico cuando frena la repetición y extrae lo repetido. La Locomotora real del inconciente se vuelve miniatura, el soldado se transforma en soldado de plomo, el árbol en bonsái, la nieve en talco, porque es extraído de una saga imaginaria que apresaba al sujeto, y la infancia se constituye porque deja de ser historia imaginaria, repetición infinita. Se vuelve objeto, anécdota, casualidad o contingencia, una materialidad absoluta, inerte, que puede botarse en el olvido. Es también la experiencia que suelen tener, según he sabido y yo también he vivido, los que retornan a la casa de la infancia después de años y advierten que el dormitorio es más pequeño, la cocina más chica, el gran patio un terrenito reducido, y en ese encuentro, que es con los ojos que tuvieron de niño, advierten el tiempo real, su condición subjetiva, descubren algo que no los hace más objetivos, ni más subjetivos, sino que los deja afuera, en un auténtico destiempo histórico. Visitar muchas veces esa casa del pasado. Aumentar la frecuencia, no aumenta su extrañeza esencial, ni la disminuye, pero puede agotarla. Ese recuerdo, en su limbo de extrañeza, permite a cambio una posibilidad distinta, puede ser ahora de nadie, ser abandonado porque no tiene pertenencia, no hay alguien que lo sostenga y deja entonces un espacio vacante. Es la apertura a la luz desde la tela vacía que advertimos en Reverón cuando cesa la imagen histórica. La reminiscencia se torna historia, pero para abandonarla, para constituirse, como en los juguetes que había definido Agamben, en algo que fue y no es, que relanza entonces la narración y deja abierto el futuro. Recuerdo a un paciente obsesivo, tomado por sus minuciosos relatos, que trajo una chuleta para no olvidar lo esencial, como lo llamaba, y que luego de una intervención quedó con esa chuleta en las manos, con la historia achicada, como una suerte de juguete narrativo. La intervención había roto el tiempo encerrante de la obsesión y convirtió su narración en juguete. Para seguir con la pintura, cabe recordar a Paul Klee cuando postulaba “ no hay que mostrar lo visible, sino hacerlo visible “. Con el mismo sentido, la intervención permite hacer palpable el tiempo real en el relato. El moroso relato obsesivo cambió, y se logro suscitar en la sesión siguiente un tratamiento distinto de ese mismo recuerdo. Era sin duda un resultado de la experiencia del tiempo, el contraste de dos tiempos, lo que opera en ese pequeño cambio. Parafraseando a Paul Klee, no debe ilustrarse el choque del tiempo, debe ejercerse haciéndolo suceder. Y ese acontecimiento no puede ser previsto, obviamente, por ninguna frecuencia, solamente por la posición analítica del tiempo.
En defensa de la baja frecuencia
A veces el descubrimiento del tiempo, su revelación, llama a la mayor frecuencia, demanda tratamiento, deriva una frecuencia mayor desde adentro del trabajo en la sesión. Ello usualmente exige que se haya mantenido un trabajo de análisis previo, aquello que permite al analizante entrar en análisis. Aunque absolutamente plausible con baja frecuencia, este trabajo resulta también más desafiante. No es sostenido por una red doctrinaria, cuelga de la simple eficacia analítica. La menor superficie del contacto aumenta muchas veces su intensidad, y hay menos oportunidad para recoger una asociación, e incrementa por ello la precisión estratégica, pero. no disminuye por ello la calidad analítica. La idea que se trabajaría mas con niveles preconcientes es un equívoco, un error dictado por una metapsicología rígida que no ha incorporado la multiplicidad cambiante del discurso. El material inconciente es lo que puede propiciar o recoger un trabajo analítico, no un nivel expresivo general, como una lengua que se suelta más cuando tiene mas oportunidad. Ello no quiere decir que no haya acomodamientos técnicos en una frecuencia muy baja.. Exige en el peor caso frenar cada tanto el análisis con momentos de síntesis, incorporar construcciones que neutralicen parcialmente la ansiedad y al mismo tiempo no cieguen el túnel. Pero mientras resulte más productivo que trabajoso, creo que el riesgo de la baja frecuencia es también, analíticamente, su virtud.
- Asi como según algunas hipótesis la “agrupabilidad” terapéutica, la cantidad de miembros, podría estar determinada por modelos familiares no concientes, esquemas o tamaños que facilitan o impiden el vínculo al terapeuta, no es difícil que la cantidad de sesiones, la frecuencia del encuentro, tenga también modelos fantasmáticos similares. Cuando la relación analítica se aleja de la lógica del objeto inconciente, y facilita fantasías transferenciales y contratransferenciales, probablemente estos modelos empiezan a actuar.
No desconozco la determinación institucional, pero no solamente sus claves son complejas, sino que su transformación demanda esfuerzos que exceden este trabajo. Entre la pureza estéril de algunas corrientes con “aires” filosóficos y la permisividad, a veces poco discriminada, de otras con “aires” samaritanos, posiblemente se comparte la misma mezquindad intelectual y un similar narcisismo institucional, apetencias de poder, etc. La teoría no escapa a esas determinaciones, pero permite alejarla de sus epidemias irremediables. A pesar que es muy difícil para las instituciones psicoanalíticas en general cumplir con el ideal de tratar el pensamiento propio como si fuera ajeno y al ajeno como si fuera propio, el horizonte teórico sigue como una referencia ineludible.
Fuente: Fernando Yurman (ago 2007) "La frecuencia y el tiempo psicoanalítico" - Revista Topía de Psicoanálisis, Sociedad y Cultura
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