Un escritor, contratado para organizar juegos de póker luego de partidos de Rugby, presencia el ritual salvaje de “bautismo” de un jugador nuevo.
Ni bien llegamos a la puerta del club, un guardia de seguridad aguardaba en una posición extraña la llegada de algo o de alguien. La camioneta del fletero era una vieja F100 que por el largo de la mesa de póker no llegaba a cerrar la caja. Dije que era el del póker y esperamos veintidós minutos hasta que nos indicaron dónde quedaba el quincho. Como no había nadie para recibirnos armamos la mesa donde creí que era el mejor lugar: ni en el centro, ni muy apartado, lejos de la parrilla y cerca de la barra. El fletero me dijo que volvía a la noche y se fue.
Estar ahí era parte de mi trabajo, incluso aún siendo editor de la única revista de póker que existe en América Latina. También hice algunas cosas interesantes –entrevistar a Jason Alexander (más conocido como George Costanza), Ronaldo, Neymar, Nadal, tanto a Ivana como al tenista– y otras en las que no hubiese deseado estar, por decir la de aquel día: el ritual de bautismo de un jugador de rugby.
En algunos terceros tiempos nos invitaban para armar una mesa y que los deportistas pudieran jugar un rato, aunque antes de esas invitaciones, yo creía que los terceros tiempos consistían en comer hamburguesas y brindar entre ambos equipos por la camaradería que se suponía hay en ese deporte. El tema es que nos empezaron a llamar más seguido y yo iba a enseñarles las reglas básicas a los que no sabían y algo de estrategia para los avanzados, todo mientras repartía con algunos trucos de casino para generar atención, para hacer de payaso. Se armaban buenas manos y casi siempre se ponía intenso; si había probets, es decir apuestas paralelas, a mí no me lo decían.
Me tocó ir, por ejemplo, a un club de Provincia donde todo fue muy formal, muy inglés, por así decirlo; cero gritos, algún insulto muy naif y poco más. En un club de zona norte la cosa fue más tranquila todavía, casi aburrida, ni se coparon jugando por lo que me dediqué a observar a los jugadores, casi todos acompañados de las familias. Esta historia, entonces, es de cuando fui al un club cerca del río, donde esperamos veintidós minutos para entrar y donde la mesa ya había quedado armada.
En cada visita había de dos a tres torneos cortos, como mucho dos horas de juego, pero aquella vez jugaron hasta tarde: había buen nivel y, como conseguimos mejores premios, ninguno quería perder la valijita metálica con fichas originales que era como tener los mejores botines para un chico de barrio. Definían dos muy silenciosos que pensaban las jugadas como si estuvieran en la Serie Mundial de Las Vegas. Se había armado un grupo de espectadores en torno a la mesa, el heads up era el centro de atención, se especulaba con las jugadas, con las apuestas, con el proceso de la toma de decisiones, una verdadera final de película, solamente que en el mejor momento, ya muy cerca del flop definitivo, cuando ya a nadie le interesaba el asado, cuando ya había circulado suficiente alcohol para poner bien arriba a una comuna irlandesa, apagaron las luces, subieron la música y se armó un tumulto que no comprendí, una bataola en medio del quincho cerrado que llegó hasta la mesa de póker –al final no tan bien ubicada–, donde se volcó suficiente cerveza como para que me desesperara por el paño. El grupo que observaba amagó quejarse de la misma manera que se quejaron los dos que jugaban la final. Limpié rápido con un trapo, por eso no observé el comienzo, no entendí qué era todo aquello, recién cuando uno de los jugadores estaba desnudo y boca abajo sobre una mesa larga que había servido un rato antes para dejar las miles de hamburguesas que se devoraron, sentí curiosidad por ver cómo los otros cuarenta le cacheteaban el cuerpo con tanta fuerza que el sonido retumbaba en las paredes de concreto. Un plaf por segundo durante unos cinco minutos. Plaf, plaf, plaf. Cuando se detuvieron encendieron la luz sólo para chequear y reírse de la piel roja y marcada.
Lo bañaron en cerveza y entonces los plaf fueron más húmedos. Volvieron a apagar y entonaron una canción, tal vez el himno del club, tal vez una de la hinchada, pero mientras algunos cantaban, uno empezó a mear al del centro, y después otro y otro más. Pude ver la cara de asco y escuchar las arcadas cuando le mearon el pelo y la nuca.
Y yo, muy boludo, pero muy boludo, me puse a filmar como quién filma a su hijo cuando da los primeros pasos o a un amigo que enciende un fuego para comenzar el asado. Entonces un pibe, que también había jugado al póker, me agarró del brazo con fuerza y me llevó a un costado.
Había una puerta doble… apenas la abrió, reconocí a las chicas de hockey haciendo su tercer tiempo, en plena choripaneada, junto al bautismo del rugbier. Me quedé atónito. El pibe me dijo:
–¿Estás loco? ¿Querés que te maten?
Pensé que todo quedaba ahí, pero se sumó otro –en boxer y mucho más alcoholizado– que no se alejó hasta que le mostré cómo borraba el video, incluso de la papelera.
Me dijeron que me fuera, pero quedaba la mesa de póker, con las fichas y las sillas, sin eso no me movía. Les prometí que no volvería a filmar. Además, en algún momento, las dos situaciones, la de rugby y la de Hockey, irían a cruzarse, al menos en mi fantasía.
Cuando volví al quincho el de la mesa seguía en la mesa, alrededor de él unos diez pibes o más le apoyaban las manos de manera extraña, cosa que entendí cuando lo levantaron a fuerza de uñas clavadas en el cuerpo. Hubo gritos y risas. O no eran risas. No lo recuerdo. Cuando estuvo unos treinta centímetros arriba, contaron hasta tres y lo soltaron. Se festejó la proeza como un try contra los All Blacks.
Me acerqué a uno de los que había llegado a la final. Miraba, cerveza en mano, todo lo que ocurría. No participó de aquel circo romano, entonces me di cuenta de que había otros que solo se dedicaban al voyeurismo, como yo. No sabía si sólo se quedaban mirando porque eran del equipo contrario, porque no les cabía la violencia, o porque así funciona la cosa: siempre están los que aprueban con la mirada.
Le pregunté qué pasaba y se sorprendió de verme. Me explicó algo sobre un debut en el club, en Los Pumas, no entendí por el ruido. Le pregunté por qué no participaba y frunció el seño como dando a entender que no le gustaba, pero tampoco tuvo intención de detener todo aquello, ni siquiera de irse y no mirar. ¿Era acaso cómplice de semejante bestialidad? Si alguien hubiese podido detenerla era él y los otros que permanecían al margen. Entendí que si ninguno se interponía era porque el rito que practicaban no tenía víctima. El debutante, más allá del dolor, en algún lugar retorcido de su subconsciente, estaba disfrutando lo que le ocurría, de hecho era el sueño de la vida, su filiación como deseo, para pertenecer era necesario ese pasaje; a partir de aquella noche sería un feliz miembro de un subgrupo de subnormales. Era el tipo de anécdota que, una tarde en la estancia, mirando el horizonte, le contarían orgullosos a sus nietos.
Levantaron al debutante, lo alzaron desnudo sobre sus hombros, le ataron un botín a la pija y lo llevaron a pasear por el tercer tiempo de las chicas de Hockey. Enseguida me puse a mirar las reacciones de las jugadoras ante el cristo volador: algunas se tapaban los ojos dejando pasar la ofrenda, otras gritaban que se fueran, que eran unos desubicados, las menos se divertían golpeando el botín que se bamboleaba de un lado a otro.
Desde la puerta, desde el otro lado del quincho, los demás jugadores esperaban la vuelta de la procesión. No podía, no quería, no me animaba a pensar de qué manera podría continuar todo aquello. Quería preguntar cosas, miles, como por ejemplo a los que ya habían pasado por el ritual, si era el mismo, si tenía alguna variante, algo que se hubiese recrudecido o aligerado. Y si alguno, en verdad, lo había disfrutado.
Cuando estaba por volver con la marabunta de hombres a terminar el ritual con Axe en una mano y los rolitos más grandes en la otra, lo vi al fletero, observando también al rugbier con el botín colgando, para después señalarme el reloj, su propio reloj que me indicaba que era hora de desarmar e irnos.
Como siempre ocurría, algunos de los jugadores ayudaron a cargar las cosas en la camioneta. Lo hicieron rápido, me di cuenta de que no me querían ahí adentro.
Cuando estábamos por irnos, nos frenaron. Tuve un poco de miedo.
Eran los dos que habían llegado al heads up. Querían definir, querían el premio.
Le pedí al fletero abrir atrás. Presenté el premio, mezclé y repartí dos cartas para cada uno. Improvisé una mesa sobre la puerta de la caja de la camioneta. Se juntó un grupito que, babeando y gritando, al parecer también necesitaba la definición.
Los finalistas abrieron cartas. Estaban all in. En el silencio del club se escuchaba la música del quincho con normalidad hasta que también nos llegó un grito desgarrador que, salvo a mí y al fletero, a nadie pareció sorprender.
Los pibes ni se inmutaron y, como volví a llenarme de miedo, di vuelta rápido las cartas: hubo uno que ganó y uno que perdió. Los finalistas se fueron abrazados por el hombro. Las fichas las agarró alguno de los otros. Y no supe si el nuevo ruido era del motor del flete o si se trataba de otro grito proveniente del quincho.
–Estos pibes me hicieron acordar a una cosa que vi en la tele… –comenzó el fletero, y dejé de escuchar.
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