Nota introductoria
Desde el punto de vista económico, la existencia de la aspiración masoquista en la vida pulsional puede calificarse de enigmática. El masoquismo es incomprensible si el principio de placer gobierna los procesos anímicos de modo tal que su meta inmediata sea la evitación de displacer y la ganancia de placer. Dolor y displacer dejan de ser advertencias para constituirse en metas y el principio de placer (guardián de nuestra vida) queda paralizado.
El masoquismo aparece bajo la luz de un gran peligro, lo cual no ocurre con su contraparte, el sadismo. Nos sentimos tentados de afirmar:
Principio de placer = guardián de nuestra vida, (no sólo de nuestra vida anímica).
Pero debemos indagar la relación del principio de placer con las pulsiones de muerte y las pulsiones de vida.
Principio de placer: La tendencia a la estabilidad. El aparato anímico tiene el propósito de reducir a la nada las sumas de excitación que le afluyen, o al menos mantenerlas en el mínimo grado posible. Barbara Low propuso el nombre de principio de Nirvana, que aceptamos. Pero identificamos apresuradamente el principio de placer-displacer con este principio de Nirvana.
Si el principio de placer fuera como Nirvana (no es):
Todo displacer debería coincidir con una elevación, y todo placer con una disminución, de la tensión de estímulo presente en lo anímico.
Está por completo al servicio de las pulsiones de muerte, cuya meta es conducir la inquietud de la vida a la estabilidad de lo inorgánico,
Tendría por función alertar contra las exigencias de las pulsiones de vida -de la libido-, que procuran perturbar el ciclo vital a cuya consumación se aspira.
Pues bien; esta concepción no puede ser correcta. Es indudable que existen tensiones placenteras y distensiones displacenteras. El estado de la excitación sexual es el ejemplo más notable de uno de estos incrementos placenteros de estímulo, aunque no el únicoo.
Placer y displacer no pueden ser referidos al aumento o disminución de una cantidad, que llamamos «tensión de estímulo», si bien tienen mucho que ver con este factor. Parecieran no depender de este factor cuantitativo, sino de un carácter cualitativo. Estaríamos mucho más adelantados en la psicología si supiésemos indicar este carácter cualitativo. Quizá sea el ritmo, el ciclo temporal de las alteraciones, subidas y caídas de la cantidad de estímulo; no lo sabemos.
El principio de Nirvana, súbdito de la pulsión de muerte, ha experimentado en el ser vivo una modificación por la cual devino principio de placer; y en lo sucesivo tendríamos que evitar considerar a esos dos principios como uno solo. El poder del que partió tal modificación sólo pudo ser la pulsión de vida, la libido, la que se conquistó un lugar junto a la pulsión de muerte en la regulación de los procesos vitales. El principio de Nirvana expresa la tendencia de la pulsión de muerte; el principio de placer subroga la exigencia de la libido, y su modificación, el principio de realidad, el influjo del mundo exterior.
Ninguno de estos tres principios es destituido por los otros. En general saben conciliarse entre sí, aun cuando en ocasiones desembocará forzosamente en conflictos.
Conclusión: No puede rehusarse al principio de placer el título de guardián de la vida.
Volvamos al masoquismo. Se ofrece a nuestra observación en tres figuras:
Masoquismo femenino. Es el menos enigmático, y se lo puede abarcar con la mirada en todos sus nexos. Empecemos con él nuestra exposición.
De esta clase de masoquismo que desembocan en el acto onanista o la satisfacción sexual. Las escenificaciones (Veranstaltung} -reales de los perversos masoquistas responden punto por punto a esas fantasías, ya sean ejecutadas como un fin en sí mismas o sirvan para producir la potencia e iniciar el acto sexual. En ambos casos el contenido manifiesto es el mismo: ser amordazado, atado, golpeado dolorosamente, azotado, maltratado de cualquier modo, sometido a obediencia incondicional, ensuciado, denigrado. Es raro que se incluyan mutilaciones; cuando sucede, se les impone grandes limitaciones. La interpretación más inmediata y fácil de obtener es que el masoquista quiere ser tratado como un niño pequeño díscolo. Todo el material es homogéneo y accesible a cualquier observador aunque no sea analista. Las fantasías masoquistas ponen a la persona en una situación de feminidad, vale decir, significan ser castrado, ser poseído sexualmente o parir. Por eso he dado a esta forma de manifestación del masoquismo el nombre de «femenina», aunque muchísimos de sus elementos apuntan a la vida infantil. La castración o el dejar ciego, que la subroga, ha impreso su huella negativa en las fantasías: la condición de que a los genitales o a los ojos no les pase nada. En las fantasías masoquistas se expresa también un sentimiento de culpa cuando la persona afectada ha infringido algo (se lo deja indeterminado) que debe expiarse mediante todos esos procedimientos dolorosos y martirizadores. Esto aparece como una racionalización superficial de los contenidos masoquistas, pero detrás se esconde el nexo con la masturbación infantil. La culpa, nos lleva a la tercera forma, el masoquismo moral.
El masoquismo femenino se basa enteramente en el masoquismo primario, erógeno, el placer de recibir dolor; ¿Cuál es la explicación de esto?
En Tres ensayos de teoría sexual (1905) dije que la excitación sexual se genera por una gran serie de procesos internos, para lo cual basta que la intensidad de estos rebase ciertos límites cuantitativos». Según eso, también la excitación de dolor y la de displacer tendrían esa consecuencia. Esa coexcitación libidinosa provocada por una tensión dolorosa y displacentera sería un mecanismo fisiológico infantil que se agotaría luego. En las diferentes constituciones sexuales experimentaría diversos grados de desarrollo, y en todo caso proporcionaría la base fisiológica sobre la cual se erigiría después, como superestructura psíquica, el masoquismo erógeno.
Esta explicación es insuficiente al no arrojar ninguna luz sobre los vínculos íntimos entre el masoquismo y su contraparte pulsional, el sadismo. En el ser vivo (pluricelular), la libido se enfrenta con la pulsión de muerte; esta, querría desagregarlo y llevar a la condición de la estabilidad inorgánica (aunque tal estabilidad sólo pueda ser relativa). La tarea de la libido es volver inocua esta pulsión destructora; desviándola afuera, dirigiéndola hacia los objetos del mundo exterior. Recibe entonces el nombre de pulsión de destrucción, pulsión de apoderamiento, voluntad de poder. Un sector de esta pulsión es puesto directamente al servicio de la función sexual, donde tiene a su cargo una importante operación. Es el sadismo propiamente dicho. Otro sector no obedece a este traslado hacia afuera, permanece en el interior del organismo y allí es ligado libidinosamente con ayuda de la coexcitación sexual antes mencionada; en ese sector tenemos que discernir el masoquismo erógeno, originario.
¿Cómo se consuma este domeñamiento de la pulsión de muerte por la libido? Se produce una mezcla y combinación entre las dos clases de pulsión. No debemos contar con una pulsión de muerte y de vida puras, sino sólo con contaminaciones de ellas, de valencias diferentes en cada caso.
La pulsión de muerte actuante en el interior del organismo -el sadismo primordial- es idéntica al masoquismo. Después que su parte principal fue trasladada afuera, sobre los objetos, en el interior permanece como su residuo el genuino masoquismo erógeno, que por una parte ha devenido un componente de la libido, pero por la otra sigue teniendo como objeto al ser propio. Así, ese masoquismo sería un testigo y un relicto de aquella fase de formación en que aconteció la liga entre Eros y pulsión de muerte. El sadismo proyectado, vuelto hacia afuera, o pulsión de destrucción, puede ser introyectado de nuevo, vuelto hacia adentro, regresando así a su situación anterior. Ese es el masoquismo secundario, que viene a añadirse al originario.
El masoquismo erógeno acompaña a la libido en todas sus fases de desarrollo, y le toma prestados sus cambiantes revestimientos psíquicos.
Masoquismo moral: afloja su vínculo con lo que conocemos como sexualidad. El padecer como tal es lo que importa; el verdadero masoquista ofrece su mejilla toda vez que se presenta la oportunidad de recibir una bofetada.
Nos ocuparemos primero de la forma extrema y patológica, de este masoquismo. En el tratamiento analítico nos topamos con pacientes cuyo comportamiento frente a la cura nos fuerza a atribuirles un sentimiento de culpa «inconsciente». Se trata de una de las resistencias más graves y el mayor peligro para el éxito de nuestros propósitos médicos o pedagógicos. La satisfacción de este sentimiento inconsciente de culpa es quizás el rubro más fuerte de la ganancia de la enfermedad el que más contribuye a la resultante de fuerzas que se revuelve contra la curación y no quiere resignar la condición de enfermo. El padecer que la neurosis conlleva es lo que la vuelve valiosa para la tendencia masoquista. Una neurosis que se mostró refractaria a los empeños terapéuticos puede desaparecer si la persona cae en la miseria de un matrimonio desdichado, pierde su fortuna o contrae una grave enfermedad orgánica. En tales casos, una forma de padecer ha sido relevada por otra, y vemos que únicamente interesa poder retener cierto grado de padecimiento.
No es fácil que los pacientes nos crean cuando les señalamos ese sentimiento inconsciente de culpa. No pueden admitir que albergan en su interior mociones de esa clase sin sentirlas para nada. Opino renunciar a la denominación «sentimiento inconciente de culpa», y en cambio hablar de una «necesidad de castigo». No podemos localizar este sentimiento inconciente de culpa según el modelo del sentimiento conciente.
Superyó🡪 función de la conciencia moral, sentimiento de culpa🡪 expresión de una tensión entre el yo y el superyó. El yo reacciona con sentimientos de culpa (angustia de la conciencia moral) ante la percepción de que no está a la altura de los reclamos que le dirige su ideal, su superyó. ¿Cómo ha llegado el superyó a este exigente papel?, y ¿por qué el yo tiene que sentir miedo en caso de haber diferencia con su ideal?
El yo encuentra su función en conciliar entre sí, en reconciliar las exigencias de las tres instancias a las que sirve, también para esto tiene en el superyó el arquetipo a que puede aspirar. Este superyó es el subrogado tanto del ello como del mundo exterior. Su génesis: los primeros objetos de las mociones libidinosas del ello, la pareja parental, fueron introyectados en el yo, a raíz de lo cual el vínculo con ellos fue desexualizado, experimentó un desvío de las metas sexuales directas. Sólo de esta manera se posibilitó la superación del complejo de Edipo. El superyó conservó caracteres esenciales de las personas introyectadas: su poder, su severidad, su inclinación a la vigilancia y el castigo. Es concebible que la severidad resulte acrecentada por la desmezcla de pulsiones que acompaña a esa introducción en el yo. Ahora el superyó, la conciencia moral eficaz dentro de él, puede volverse duro, cruel, despiadado hacia el yo a quien tutela. El imperativo categórico de Kant es la herencia directa del complejo de Edipo.
Pero esas mismas personas que siguen ejerciendo una acción eficaz dentro del superyó, pertenecen además al mundo exterior real. De este fueron tomadas; su poder, tras el que se ocultan todos los influjos del pasado y de la tradición, fue una de las exteriorizaciones más sensibles de la realidad. Merced a esta coincidencia, el superyó, el sustituto del complejo de Edipo, deviene también representante del mundo exterior real y, así, el arquetipo para el querer-alcanzar del yo.
El complejo de Edipo es la fuente de nuestra moral. En el curso del desarrollo infantil, que lleva a la progresiva separación respecto de los progenitores, va retrocediendo la significatividad personal de estos para el superyó. Se anudan después los influjos de maestros, autoridades, modelos que uno mismo escoge y héroes socialmente reconocidos, cuyas personas ya no necesitan ser introyectadas por el yo, que ha devenido más resistente. La figura última de esta serie que empieza con los progenitores es el oscuro poder del destino, que sólo los menos de nosotros podemos concebir impersonalmente.
Volvamos al masoquismo moral. Dijimos que la conducta de las personas aquejadas despierta la impresión de que sufrieran una desmedida inhibición moral y estuvieran bajo el imperio de una conciencia moral particularmente susceptible, aunque no sea conciente nada de esa hipermoral. Pero, si lo estudiamos de más cerca, notamos bien la diferencia que media entre
La condición de inconsciente del masoquismo moral nos pone sobre una pista interesante. Podríamos traducir «sentimiento inconsciente de culpa» por «necesidad de ser castigado por un poder parental». Ahora bien, sabemos que el deseo de ser golpeado por el padre, frecuente en fantasías, está relacionado con otro, el deseo de entrar con él en una vinculación sexual pasiva (femenina), y no es más que la desfiguración regresiva de este último. Si referimos este esclarecimiento al contenido del masoquismo moral, se nos vuelve evidente su secreto sentido. La conciencia moral nació por la superación, la desexualización, del complejo de Edipo; mediante el masoquismo moral, la moral es resexualizada, el complejo de Edipo es reanimado, se abre la vía para una regresión de la moral al complejo de Edipo. Y ello no provoca en beneficio de la moral ni del individuo. Es posible que en el masoquismo naufrague buena parte de la conciencia moral. Por otra parte, este último crea la tentación de un obrar «pecaminoso», que después tiene que ser expiado con los reproches de la conciencia moral sádica o con el castigo del destino, ese gran poder parental. Para provocar el castigo por parte de esta última subrogación de los progenitores, el masoquista se ve obligado a hacer cosas inapropiadas, a trabajar en contra de su propio beneficio, destruir las perspectivas que se le abren en el mundo real y, eventualmente, aniquilar su propia existencia real.
La reversión del sadismo hacía la persona propia ocurre regularmente a raíz de la sofocación cultural de las pulsiones, en virtud de la cual la persona se abstiene de aplicar en su vida buena parte de sus componentes pulsionales destructivos. La destrucción que retorna desde el mundo exterior puede ser acogida por el superyó, y aumentar su sadismo hacia el yo, aun sin mediar aquella mudanza. El sadismo del superyó y el masoquismo del yo se complementan uno al otro y se aúnan para provocar las mismas consecuencias. Sólo así es posible que de la sofocación de las pulsiones resulte un sentimiento de culpa, y que la conciencia moral se vuelva más severa cuanto más se abstenga la persona de agredir a los demás. De un individuo que sabe que suele evitar agresiones culturalmente indeseadas, cabría esperar que por esa razón tuviera buena conciencia y vigilara a su yo con menor desconfianza. Lo habitual es presentar las cosas como si el reclamo ético fuera lo primario y la renuncia de lo pulsional su consecuencia. Pero así queda sin explicar el origen de la eticidad. En realidad, parece ocurrir lo inverso; la primera renuncia de lo pulsional es arrancada por poderes exteriores, y es ella la que crea la eticidad, que se expresa en la conciencia moral y reclama nuevas renuncias de lo pulsional.
Así, el masoquismo moral pasa a ser testimonio de la mezcla de pulsiones. Su peligrosidad se debe a que desciende de la pulsión de muerte, corresponde a aquel sector de ella que se ha sustraído a su vuelta hacia afuera como pulsión de destrucción. Pero como tiene el valor psíquico de un componente erótico, ni aun la autodestrucción de la persona puede producirse sin satisfacción libidinosa.
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