El valor simbólico que Lacan le atribuye a la comunicación es innegable, pero debe entenderse en sus propios términos: alejado de la noción de un simple intercambio recíproco basado en un código compartido.
Para Lacan, la comunicación no se reduce a la transmisión de sentido, sino que expresa la asimetría fundamental entre el sujeto y el Otro. No se trata de significado, sino de acto. En este sentido, la comunicación implica un mensaje—una inscripción—que inevitablemente conlleva una respuesta. Pero, ¿qué es realmente una respuesta? Aquí entra en juego el acuse de recibo: el reconocimiento de que el mensaje ha llegado a destino. Sin embargo, Lacan no precisa quién es el que toma constancia de este mensaje.
Este acuse de recibo es el núcleo de la comunicación, pues introduce la función del Otro, el receptor, cuya existencia es indispensable para que el mensaje cobre sentido. En este punto, el signo debe entenderse en función de lo que representa para el Otro con respecto al niño.
Es importante aclarar esto porque, para Lacan, el significante prevalece sobre el signo en la constitución del sujeto. Este privilegio del significante estructura su análisis de la sexuación y su reinterpretación del complejo de Edipo a través de la metáfora paterna.
Lo que se pone en juego en este proceso es una normativización sexual, que no responde a ninguna esencia natural, sino a una operación significante. Así, la comunicación no solo se manifiesta en el discurso, sino que sus efectos deben rastrearse también en el cuerpo, confirmando su naturaleza de acto.
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