Por Darío Sztainszrajber
Filósofo
El vínculo del ser humano con la muerte es ontológico. Esto significa que no es algo exterior, algo de lo que podríamos prescindir y seguir siendo humanos. La muerte nos constituye. La estructura de nuestra existencia está dispuesta por el hecho ineluctable de la finitud, y que para colmo responde a un promedio medio de ciclo cumplido: nadie sabe exactamente cuándo va a morir, pero sabemos más o menos en qué tiempo. O como sostiene Heidegger, nuestra propia muerte esa la vez inminente (podríamos morimos ya, ahora) y sin embargo cuando la pensamos, la concebimos siempre demasiado lejana (siempre creernos que falta mucho para morirse). O cómo se pregunta provocativamente Derrida, "¿es posible mi muerte?", ya que en realidad, justo al morir todo deja de ser posible...
Lo extraño es que sabiendo que nacemos para morir, sin embargo no hacemos otra cosa que intentar trascender este hecho. Y sin embargó, hay una incomodidad de base, un sinsentido originario que tiñe todos nuestros actos: hagamos lo que hagamos igual nos vamos a morir y por eso huimos hacia la cotidianeidad para olvidar y sosegarnos. Tal vez gran parte de la cultura humana se explique en esta ambigüedad: así como buscamos negar la muerte, también buscamos sobrepasarnos a nosotros mismos.
Unamuno sostiene que la angustia primaria del ser humano se produce por la tensión entre una razón que por un lado entiende que la vida es finita y por otro lado el deseo de que la misma continúe infinitamente. Y ese deseo se ha vuelto motor del desarrollo de todos los intentos por exceder nuestros propios límites. Así, cada novedad tecnológica, cada transformación simbólica, cada revolución axiológica, cada nueva narrativa sobre el sentido de la vida, ¿no aspiran en última instancia a la inmortalidad?
Ahora bien, no es lo mismo la muerte, que siempre es de otro; que el propio morir, algo imposible de tener experiencia: Los cementerios y sus rituales son un modo de vinculamos con la muerte del otro, que es la única experiencia posible a tener con la muerte. En todo caso, uno supone que también va a ser enterrado, honrado y recordado (u olvidado). Los cementerios nos recuerdan tanto nuestra proveniencia como nuestro destino, y por eso generan la misma sensación ambigua de respeto y angustia.
Pero también los cementerios son hijos de su tiempo. La tecnología posibilita hoy convivir con imágenes y voces, que hacen de la experiencia de la ausencia una presencia. Es interesante analizar el impacto de omnipresencia de la muerte y la reconversión tanto del duelo como de la función activa de una memoria que ya no imagina sino reproduce. En realidad, en línea con el direccionamiento tecnológico futuro, tanto la robótica como la donación irán modificando de raíz no solo nuestra relación con la muerte del otro sino con nuestro propio morir. Hasta que algún día se resuelva definitivamente la cuestión de la muerte: seguro que algún día dejaremos de morir, pero en ese mismo acto, dejaremos de ser humanos.Y mutaremos. Una vez más...
Fuente: Diario Clarín, 23/01/2017
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