jueves, 28 de marzo de 2019

El obsesivo y el amor.


Elina Wechsler
El obsesivo se defiende encarnizadamente con sus síntomas del dolor, del amor. Sufre de deseos que lo obsesionan y tiene terror a esos mismos deseos.

Enredado en su jaula narcisista, pretende un control total a partir de su Yo; la pretensión ilusoria, forzada e imposible de controlar y manejar los hilos de la escena deseante de su –o de sus– mujeres.
No puede perder a ninguna, porque cualquier pérdida lo remite a la castración, a un desfallecimiento de su imagen narcisista. De allí su carácter anal, retentivo, en relación al objeto. De allí su afán de controlarlo todo, especialmente a su objeto amoroso.

Su pregunta esencial es: ¿Estoy vivo o muerto? En la modalidad activa, las grandes hazañas yoicas, las necesarias demostraciones de potencia sexual con las mujeres, son un intento de sentirse vivo. Dar prueba de que está vivo en la proeza del sexo. En la modalidad pasiva, “el muerto” gana la partida y el enganche a la mujer es sólo burocrático, cuando lo hay. 
Tanto en la histeria como en la obsesión el goce inconsciente en juego es de carácter narcisista. Pero mientras en la histeria se expresa en la alienación al deseo del Otro –la histérica está a merced del deseo del otro para colmar imaginariamente su falta– el obsesivo se retrae, se aísla emocionalmente para defenderse. Padece de su pensamiento. Se acantona en sus rumiaciones. Preso de la idealización de sí mismo, cuando en la vida amorosa debe tomar una decisión, se escabulle, anulando la pérdida y la ganancia.

El obsesivo siempre está psíquicamente en lucha para no ser sometido por el padre o sus representantes: el jefe, el suegro, el colega.
Curiosamente, tal como puntualiza Freud en un pie de página de su texto “Análisis terminable e interminable”, muchos obsesivos terminan siendo sometidos no por hombres sino por sus mujeres.


Como lo importante queda siempre para después, arrastra la sensación penosa de no estar presente en los acontecimientos importantes de su propia vida (el matrimonio, la paternidad) por el aislamiento, la desconexión entre la representación y el afecto, una de sus defensas clave.

Perdido en el laberinto de un tiempo muerto donde lo significativo queda siempre para después, reforzando su fantasía de inmortalidad, vive sometido al régimen de la duda, a la exuberancia retórica, a un mundo cerrado donde no hay lugar, en suma, para las vicisitudes de la dramática amorosa. 
Podemos situar al sujeto obsesivo como aquel que en el tránsito edípico se sintió fuertemente amado por la madre, que tuvo estatuto de objeto privilegiado del deseo materno, y que no ha renunciado a ser ese falo en la escena actualizada con sus partenaires. 

La disyunción amorosa: Tanto la mujer como el hombre neurótico suelen enfrentarse con una impotencia para el goce y/o el amor. Habitualmente (aunque con excepciones), la mujer a la manera histérica, el hombre a la manera obsesiva, tal como nos recuerda Freud en “Inhibición, síntoma y angustia”. 
Siendo en su duda el obsesivo el que llega a caricaturizar la disyunción: o la amo o la deseo, o la madre o la prostituta. 
Aunque para el obsesivo lo erotizado es, por encima de todo, el pensamiento, la escisión del objeto incestuoso lo conduce a un postulado básico, matriz de la separación neurótica entre amor y deseo sexual que circula en un discurso comandado por la duda. 

En “Contribuciones a la psicología del amor” (1910-12), Freud da cuenta de esta bifocalidad del deseo masculino donde la condición amorosa reposa en el clivaje inconsciente del objeto, en tanto el sujeto masculino no está enfrentado al Otro sexo como tal, sino a dos valores del objeto edípico: la mujer sobrestimada y la mujer rebajada, la madre y la prostituta. La tal prostituta freudiana queda en nuestro tiempo reemplazada, en general, por la o las amantes.
En nuestra cultura, la presencia de la amante corrobora esta disociación, motivo de consulta frecuente en hombres divididos entre la mujer legítima, a la que quieren pero no desean, y la amante, objeto de deseo a la que no pueden amar pero tampoco renunciar.
Nada se debe mover, al menor atisbo de que su mujer pueda descontrolarse de su dominio, estará dispuesto a grandes sacrificios para que las cosas vuelvan a su estado inicial. La momificación del deseo del otro es condición de amor: él es el propietario, cueste lo que cueste. 

De allí la frecuente unión entre el obsesivo y la histérica. Ella, permanentemente insatisfecha, él, esclavizado por satisfacerla.

La mujer obsesiva presenta, tal como el hombre, rumiaciones, inhibiciones, austeridad extrema, rituales, trabajo sin tregua. Como mecanismos: el aislamiento, la baja significación emocional de sus actos, las intensas formaciones reactivas. Lo que está en juego, más que la diferencia sexual y su pregunta, es la pregunta sobre la vida o la muerte. Todo lo que aparece ligado al campo del deseo está ligado a la culpabilidad, de allí la pobreza de la vida amorosa y sexual.

Así como la histérica atribuye el saber al Otro, la mujer obsesiva toma a su cargo tal responsabilidad. El odio tiene por finalidad destruir el deseo y renunciar al objeto. 
Suele faltar el ensueño histérico, el enamoramiento y las preguntas sobre el amor y la pareja, tan presentes en el discurso femenino, que pueden reaparecer como saliendo de un oscuro túnel luego de un tiempo de análisis. “La mujer”, reprimida, verá entonces la luz gracias al amor de transferencia. 

Hamlet y Ofelia, una cupla patológica: Trabajado por Freud en el terreno edípico, el drama de Shakespeare nos convoca como estructura privilegiada para formular la pregunta sobre la pareja del obsesivo. Si Edipo muestra la realización del deseo, Hamlet muestra la dificultad de la conquista de un lugar para el deseo por una mujer.
El príncipe de Dinamarca se siente culpable de no poder vengar a un padre que pide venganza a pesar de no ser inocente. Vacila, duda, está, como todo neurótico, en posición de hijo y, por tanto, entre paréntesis como hombre. 
El atolladero edípico no resuelto se actualiza en el atolladero amoroso. 

Hamlet, paradigma freudiano del héroe neurótico, será retomado en este sentido por Lacan en su seminario “El deseo y su interpretación”. 
Ubicará el punto clave de esta tragedia en el deseo de la madre, una madre entregada ella misma a un deseo prematuro. Se casa con su cuñado inmediatamente, sin tiempo de duelo. Claudio, su tío paterno y nuevo marido de la madre, se perfila, para colmo de la interrogación sobre tal deseo, como infinitamente inferior al padre.

Hamlet se pelea todo el tiempo con el deseo de su madre, subraya Lacan. Se desespera porque el interés materno por su tío Claudio parece inamovible. 
El sometimiento al deseo de la madre produce, sintomáticamente, que no llegue la hora para el propio deseo. No se trata de que Hamlet no quiera ni que no pueda, sino de que no puede querer. De ahí, la postergación; de ahí, la huida del amor.
Ofelia no puede ser tomada como mujer pues hacerlo la convertiría en madre, la que engendra pecadores, la que soporta las calumnias. El cortocircuito imaginario signa el horror sexual a la mujer: 
Hamlet muestra la estructura obsesiva por mantener a distancia la hora del encuentro. Ofelia sólo puede ser retomada como objeto una vez muerta ya que el obsesivo pone el acento sobre el encuentro con tal imposibilidad. El deseo, para el obsesivo, se muestra como imposible, él se las ingenia para producirlo como tal.

Hamlet se enfrenta por tanto no es sólo con el deseo por su madre (fijación edípica, clave de la lectura de Freud), sino también con el deseo de su madre (clave de la lectura de Lacan). Un deseo de la madre que va más allá de ella misma, más allá de él, y en el que queda alienado. 
Permanece cautivo en el deseo de su madre. A mayor narcisismo, mayor cautiverio. Tal cautiverio detiene la posibilidad de tomar a Ofelia como mujer. 
El confuso lenguaje de Hamlet es el del héroe dominado por las pasiones edípicas extremas, alienado por el mandato superyoico del padre asesinado y el rencor brutal hacia una madre que ha caído abruptamente del lugar de lo sobreestimado a lo rebajado.
No ha habido tiempo para el duelo del padre y el adulterio de Gertrudis no admite misericordia pues ha alterado de un plumazo la distancia hasta allí eficaz del fantasma obsesivo entre la santidad y la sexualidad materna. Gertrudis, por tanto, no admite tampoco misericordia.

Nada más sorpresivo que encontrarse, de frente y sin tapujos, con una madre hasta allí sobreestimada gracias a los emblemas del Rey padre, súbitamente arrojada a una sexualidad que se le aparece como indigna y descarnada. La batalla verbal entre Hamlet y Gertrudis recorre ese rencor semántico.
Hijo celoso de una madre, desde luego, pero seguramente algo más. Hijo confuso ante el descubrimiento de la sexualidad de la madre que el asesinato brutal del padre ha dejado abruptamente al descubierto, sin el tamiz que el honor del matrimonio otorgaba al deseo. Punto de vacilación, derrumbamiento de la consistencia del fantasma obsesivo, aparición del síntoma amoroso.

La feminidad impúdica y degradada recaerá sobre Ofelia, representante de todas las mujeres, y el objeto femenino sólo volverá a dignificarse al precio de la muerte. 
La madre, y con ella, la mujer elegida, quedan entonces transformadas en “las que engendran pecadores”. En el deseo de la madre el objeto de deseo está, para Hamlet, destituido de todo prestigio fálico, desnudo en su realidad obscena: se le presenta entonces como escandalosamente indigno de la menor idealización. Todo aquello que hasta el momento le parecía prueba de belleza y de verdad se convierte en falso. La misma destitución se produce con relación a Ofelia, que despojada de la idealización que le confería el amor, se manifiesta como puro objeto descarnado. Caída del semblante que rodea al objeto amoroso al que se dirige el deseo.
El suceso desencadenante rompe la armonía y conduce de modo irrevocable a la catástrofe. Cuando el fantasma que otorga estabilidad a la realidad psíquica trastabilla, vacila frente a un acontecimiento brutal, harán eclosión síntomas amorosos hasta allí mudos. 

La experiencia clínica indica que puede observarse su eclosión, siendo la problemática del amor un desencadenante habitual. Hamlet nos convoca a indagar tal relación, tan observable en las demandas de análisis. 
El desencadenante para Hamlet consiste en la revelación de que en el Reino de Dinamarca hay algo podrido que concierne al asesinato abominable del padre, quien se transforma en el Ghost superyoico, perseguidor, y a la consiguiente revelación de la falta y del goce materno. Esta coyuntura lo deja perplejo, desestabiliza el fantasma obsesivo y desencadena la patología amorosa. 

Bibliografía
Freud, S. (1908): “Carácter y erotismo anal”. Bs. As. Amorrortu, Vol. IX.1992.
— — (1909): “La novela familiar de los neuróticos”. Bs. As. Amorrortu, Vol. IX. 1992.
— — (1909): “A propósito de un caso de neurosis obsesiva”. Bs. As. Amorrortu, Vol. X. 1992.
— — (1910-1912): “Contribuciones a la psicología del amor” I y II. Bs. As. Amorrortu, Vol. XI. 1992. 
Lacan, J (1953): “El mito individual del neurótico”. En Intervenciones y Textos. 2. Bs. As. Manantial. 1988.
— — (1958-59): “El deseo y su interpretación”. En Lacan oral. Editorial Bóveda. Buenos Aires.
Wechsler, E: Psicoanálisis en la Tragedia. De las tragedias neuróticas al drama universal. Madrid. Biblioteca Nueva. 2000.
— — Arrebatos femeninos, obsesiones masculinas. Clínica psicoanalítica hoy. Buenos Aires. Letra Viva. 2008.
Shakespeare, W: Hamlet, Príncipe de Dinamarca. España. Círculo de lectores. 1970.

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