Por Enrique Millán
Anselmo y Lotario, se llamaban. Y eran amigos del alma. Se les conocía por ese amor que se tenían. Siempre se les veía juntos. Anselmo gustaba más de las lides amorosas y Lotario de la caza. Y cada uno de ellos seguía al otro en sus inclinaciones. Anselmo se enamoró de Camila quien, como sucedía con todas las mujeres que habitaban el libro en que esta historia se cuenta, era muy hermosa; quizás, la más hermosa del lugar. Luego de las negociaciones pertinentes, en parte llevadas a cabo por Lotario, se realizó la boda. Éste mantuvo una conducta muy cautelosa respecto de las visitas realizadas a la casa de los recién casados para no afectar el honor de la dama. Sin embargo Anselmo reaccionó frente a dicha conducta rogándole que continuase con sus costumbres anteriores y poco tiempo después sorprendió a su amigo con una insólita confesión y aún, con una rara propuesta. Dijo estar agradecido por la suerte que había tenido en su vida, por los padres que le habían tocado, por gozar de su amistad y por la hermosa mujer que había desposado. Pero que había algo que le causaba “angustia” (así está escrito en el texto original). Dijo que sabía de la honestidad y de la fidelidad de Camila, pero que resultaba fácil para cualquier mujer cumplir con esos deberes y sostener esas virtudes recluida en su casa y cuidada de todo peligro y que la única forma de saber ciertamente de su carácter en estos temas consistía en tener la prueba fehaciente de que se había rehusado a aceptar las propuestas de otro hombre. Y la única manera de saberlo era que dicho hombre diera cuenta de sus intentos y del rechazo y que nadie mejor que el amigo íntimo para prestarse a montar una ficción para realizar una prueba semejante.
Sospecho, a esta altura, que el lector sabrá ya que se trata de una historia incluida por Don Miguel de Cervantes Saavedra en el libro en el que relata las aventuras del ingenioso caballero Don Quijote de Mancha, al que tanto le debe el psicoanálisis, puesto que, varios siglos después, un joven de habla alemana aprendió la lengua castellana para poder leerlo en el original. ¿Qué otra cosa podía hacer que inventar el psicoanálisis luego de leer tanto estrambote y desconcierto?
Por el escaso lugar que permite esta publicación no continuaré relatando la historia de estos amigos que llega a situaciones interesantísimas. Sugiero, más bien, su lectura no sin recordar que el tema de los celos y la bisexualidad, es tomado en otras historias contadas en dicho libro. Agrego también que no solo en este tema el libro debe haber abierto la cabeza del joven sino también en lo que se refiere a la teoría de la causa, del pensamiento, del amor y de la muerte, todos en franca subversión con la razón cartesiana.
Almudena Grandes, en su novela Castillos de cartón, nos recuerda -citando a Lorca- que “el dos no ha sido nunca un número, porque es una angustia y su sombra”, para agregar que el tres es un número impar, que es un número aparte, que es un número par y finalmente que tampoco es un número.
Habiendo inventado el psicoanálisis y algunos años después (1922) Freud reúne sus conclusiones sobre los celos en un artículo. Siguiendo la tendencia clasificatoria decimonónica, encuentra tres tipos de celos.
Un primer tipo al que llama “normal” se caracteriza por “la tristeza y el dolor por el objeto erótico que se cree perdido”, por la “ofensa narcisista”, por “los sentimientos hostiles contra el rival preferido” y por una autocrítica que “quiere hacer responsable al propio yo de la pérdida amorosa”. Agrega luego, utilizando la versión masculina –pero no tendríamos ningún inconveniente en afirmar que ocurre también en las mujeres– “la pérdida del hombre inconscientemente amado, y el odio contra la mujer considerada como rival”.
Un segundo tipo al que llama de celos “proyectados” nacen en ambos géneros de las propias infidelidades o del “impulso” a cometerlas. Es interesante observar cómo Freud ubica una cierta solución a estos temas en parejas, que permiten ciertos juegos seductores con terceros que dan curso a la fantasía pero con la idea de que la excitación surgida de dicha escena se satisfaga dentro de la pareja. Obviamente este tipo de juegos supone una cierta capacidad metafórica en los participantes y una posición respecto de la capacidad de incurrir en cierta ficción. Algunas personas excesivamente amantes de la verdad literal, no creen para nada en estos artilugios y mucho menos en que todo termina en una satisfacción dentro de la fidelidad.
Estos casos nos permiten pasar al tercer tipo de celos, los francamente delirantes que son exclusivamente homosexuales. Forman parte de la paranoia celotípica. Como siempre la paranoia pone en evidencia una verdad que es también verdad para la neurosis, pero con un pasaje de la versión acerca de la verdad, de la metáfora a la certeza. Los celos son siempre homosexuales.
En “Análisis terminable e interminable” Freud plantea que “Algo que los dos sexos tienen en común ha sido forzado, por la diferencia entre los sexos, a expresarse de distinta manera”. Como suelo decir, aunque no demasiado seguido, cualquier corazón lacaniano se llenaría de alegría. Puesto que hay “algo” que los dos sexos tienen en común. Estamos cerca de la expresión que sostiene que hay un solo sexo. Freud no dice qué es ese “algo” que tienen en común, pero es posible pensar ese “algo” como el objeto a. O, más bien, decir que el objeto a nos resuelve el problema de saber qué es ese “algo”. O también, que podemos nombrar ese “algo” con la letra a. La sexualidad entonces está referida a algo que es lo mismo para ambos géneros.
O sea que puede pensarse en una sexualidad oral, o bien anal, o escópica o invocante. Se puede armar un fantasma desde allí y tener una vida sexual desde cada una de las formas del objeto a y de sus puntos de angustia. Se puede armar tensión sexual y coitos, desde estas cuatro formas: angustia porque el partenaire no tenga lo que el sujeto desea, ansiedad por el momento de corte, se puede caer como un resto despreciable de la escena, o administrar y retener semen, orgasmos, caricias, palabras de amor, o ansiedad por caer en el escotoma más abismal en que se puede caer por la caída de unos párpados, o hacer transitar la sexualidad por la presencia del olvido, el otro puede olvidar; y también se puede vivir la erótica del llamado y la respuesta, o el deseo del gemido. “Amor de mis amores… en vano espero tu palabra escrita” de Lorca. Todo eso se puede, entre los puntos de angustia y la causa del deseo.
Pero el problema aparece cuando entra en escena el pene. Aquí la cosa no es igual. En principio debemos decir que no a todo el mundo le sucede. Es un punto en el que diferimos con Freud, pareciera que plantea esta problemática como universal en la neurosis, lo mismo ocurre con Lacan. Y, a pesar de sus optimismos universalizantes, no ocurre con todos los neuróticos que el pene tenga un lugar relevante en su sexualidad. Muchas veces es casi un instrumento necesario secundariamente para lograr otros objetivos descriptos en el párrafo anterior. En una cultura anal resulta dominante una sexualidad centrada en los pequeños objetos, en el consumo, en la acumulación, en la riqueza, etc.
La problemática del pene vela y devela al objeto a que aparece fugazmente en la detumescencia, por ejemplo, o cuando se deja chupar… En fin, la lista es larga.
Volviendo a Freud, ese algo que tienen en común los dos sexos se divide en dos posiciones, se puede querer tenerlo o se puede temer perderlo. Sin embargo en el artículo citado no define la angustia de castración de esa manera sino que la define como “la lucha contra la actitud pasiva o femenina frente a otro varón”. La “aspiración a la masculinidad” es sintónica con el yo, mientras que la actitud pasiva ante otro hombre es enérgicamente reprimida. No define a la masculinidad como algo en sí, sino como una aspiración. Por eso se entiende la necesidad de la parada masculina, es necesaria para que nadie note la posición pasiva ante otro hombre. Dámaso Alonso decía de Quevedo que era tan hombre, tan hombre, que le iba muy mal con las mujeres.
Ahora bien, supongamos que un hombre se vincula al cuerpo de una mujer y goza en él, y que este encuentro tenga el efecto de velar su actitud pasiva ante otro hombre. Aunque Freud diga “actitud pasiva” en general, en materia de complicaciones clínicas, debemos subrayar que se trata de una actitud hacia otro pene, más allá del ocasional portador. Así, el cuerpo de la mujer remite necesariamente a otros penes. Los pasados, los actuales posibles, los imaginados, los soñados, etc.
El cuerpo de la mujer es una alforja en cuyo interior el hombre encuentra un pene. Revisar el Seminario de la Angustia al respecto.
El destino final de esta posición termina en la fantasía de ver a su mujer teniendo relaciones con otro hombre. Por un lado, por la vía identificatoria, satisface su relación y su curiosidad con el otro hombre y por otro, por la vía proyectiva, ve en su mujer a una puta que goza del pene en sí, no tanto del portador, se ofrece a todos, no es una madre.
Algo estrictamente simétrico ocurre con las mujeres. Si entre su cuerpo y el de otra mujer introduce el cuerpo de un hombre, este cuerpo deberá tener “odor femina”, así como el pene, restos de efluvios vaginales. Y requerirá del hombre esa mirada algo donjuanesca que sabe, como un buen catador, identificar a una mujer. También en este caso por la vía identificatoria, logrará estar con una mujer portando un pene y, por la vía proyectiva ver a ese Don Juan a quien poco le importa con qué mujer satisface sus deseos.
En los dos géneros se escucha la pregunta acerca de qué sienten una mujer o un hombre en el momento del coito, cualquiera sea el sexo del curioso y más allá de Schreber.
Ahora bien, en todos los casos debemos decir que las cosas no son simples, porque todos estos temas suelen estar profundamente reprimidos. Y como la represión es siempre fallida, en sus desgarros escuchamos el sufrimiento de los celos. Aparece en la búsqueda apasionada de restos del cuerpo de la otra persona en el cuerpo del partenaire, de sus ropas, en esas búsquedas olfativas en las ropas interiores, en las eyaculaciones precoces que se producen justo en el momento en que la mujer comienza a gemir y que más cerca se siente la pregunta por su goce, en la pérdida o en la interrupción del orgasmo; en fin, en una semiología de todos conocida de profundo dolor.
Podemos aspirar a la pacificación de la relación con el otro pene o con la otra mujer, ya que no a sacarlos de la escena puesto que sin ellos la sexualidad no tendría sentido en estos sujetos. El coito fantaseado con el padre o con algún sustituto determinará un estilo sexual, no es lo mismo un padre donador que un padre violatorio. Se le pide un pene, luego ideales y significantes y finalmente en la exogamia se trata de dejarse tomar por el saber. Se trata de dejarse sodomizar, cosa que ya sabían los griegos. Lo mismo ocurre con las mujeres en las que la pacificación supone reparar una caricia faltante, o superar una distancia congelada.
Esta pacificación podrá tener distintos destinos, en la fantasía, en la realidad, en el amor. Pero un destino fatal si el analista no pasó por estos temas en su análisis. Estas suciedades freudianas no son un mero antecedente del objeto a, como se pretende cuando se lo quiere pasteurizar.
Quedan fuera de este texto los celos infantiles, de latencia, de características orales o anales.
Fuente: Imago Agenda Nº 187 | diciembre 2014
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