Por Lucas Vazquez Topssian
La Declaración Universal de Derechos Humanos del 1948 trajo la posibilidad de que la dignidad tuviera reconocimiento jurídico, muy probablemente en respuesta a los eventos ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial. El primer artículo ya menciona que «todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». Desde entonces, diversos ordenamientos jurídicos la han incluído. Desde este punto de vista, la dignidad remite al respeto, a la autonomía, a la libertad y al reconocimiento de la condición humana.
Me preguntaba por la dignidad para el psicoanálisis. En cierta conferencia, escuché que el tema no había sido lo suficientemente tratado y ciertamente podríamos dar cuenta de que no se trata de los temas más populares. En un artículo de Violeta Paolini "La dignidad en psicoanálisis", la autora, cita a Antoni Vicensquien la ubica como aquello respecto de lo que cada ser humano se mantiene a distancia. En el caso de la clínica, ella dice:
Arenas se pregunta “¿No será necesario situar la dignidad del parletre más bien en su sinthome? Si algo caracteriza al sujeto y desde el comienzo mismo de la experiencia analítica, la posición del sujeto en lo tocante al estilo de sus lazos sintomáticos es precisamente su indignidad. Situar la dignidad del parletre en su sinthome podría constituir, un vector principal para la cura y un principio ético para el análisis… una ética que basada en el respeto por el modo singular de gozar, centrada en la responsabilidad absoluta del sujeto, y balizada por la dignidad”.En la cura psicoanalítica se trata de "saber hacer" con lo incurable que habita en cada uno. Elevar al síntoma incurable a la dignidad de un estilo de vida.
Propone que el final de análisis, en términos de dinidad, tiene que ver con una nueva disposición del goce, de poder hacer algo diferente con esa satisfacción que implica el síntoma: saber hacer con el sinthome.
Sabemos que el neurótico hace un Otro de cualquier cosa, dedicándose a completarlo aún a consta de su propio sufrimiento... y de su dignidad. De esto hay tanto material escrito, que no creo poder aportar nada nuevo. No obstante, me preguntaba por aquellas situaciones en donde la dignidad humana está seriamente comprometida por causas externas al sujeto. Pensaba, volviendo al caso de la Segunda Guerra Mundial, en el caso extremo de los prisioneros de los campos de concentración. En el texto "El valor de la palabra", Ana María Careaga dice:
En los campos de concentración la palabra quedaba perdida. Al respecto dice Primo Levi en Los hundidos y los salvados, “... llovían los golpes y estaba claro que se trataba de una variante del mismo lenguaje: el uso de la palabra para comunicar el pensamiento, ese mecanismo necesario y suficiente para que el hombre sea hombre, había caído en desuso. Era una señal: para aquéllos no éramos ya hombres; con nosotros, como con las mulas o vacas, no existía una diferencia sustancial entre el grito y el puñetazo” (...) “Esto de sentirse seres a quienes no se hablaba tenía efectos rápidos y devastadores”. Uno de ellos, afirma el autor, era no poder dirigir la palabra.En el escenario de los juicios la palabra adquiere entonces una dimensión reparatoria que restituye al sujeto su condición de tal. Se trata de restituir al sujeto en su posición subjetiva. De ser humano reducido a objeto del otro, a puro deshecho, despojado de su dignidad de persona en el campo de concentración, en el ámbito de la justicia se restituye también la posibilidad de la palabra y con ella la dimensión subjetiva que necesariamente ésta conlleva.
Son dos párrafos que nos hablan una dignidad perdida y luego reparada en el sentido jurídico. Pero entonces, ¿Es la dignidad algo que el otro le quita o le restaura al sujeto así sin más, en su totalidad? Evidentemente, no podemos negar la presencia de este otro necesario para despojar -o restaurar- la dignidad de un sujeto. Pensar a un sujeto resignado incapaz de respuesta nos trae un problema clínico. ¿Será que no siempre, entonces, se es capaz de tomar distancia?
Tomemos el caso de Primo Levi, de quien tenemos sus valiosos textos, que tienen valor de testimonio. Primo Levi fue deportado a Auschwitz en 1944 y su libro contiene los detalles atroces de su experiencia en aquel campo de exterminio. En su libro "Si esto es un hombre", hay un fragmento que nos permite pensar, incluso en estos casos, en la dignidad.
Tengo que confesarlo: después de una única semana en prisión noto que el instinto de la limpieza ha desaparecido en mí. Voy dando vueltas bamboleándome por los lavabos y aquí está Steinlauf, mi amigo de casi cincuenta años, a torso desnudo, restregándose el cuello y la espalda con escaso fruto (no tiene jabón) pero con extrema energía. Steinlauf me ve y me saluda, y sin ambages me pregunta con severidad por qué no me lavo. ¿Por qué voy a lavarme? ¿Voy a estar mejor de lo que estoy? ¿Voy a gustarle más a alguien? ¿Voy a vivir un día, una hora más? Incluso viviré menos, porque lavarse es un trabajo, un desperdicio de energía y calor. ¿No sabe Steinlauf que después de media hora cargando sacos de carbón habrá desaparecido cualquier diferencia entre él y yo? Cuanto más lo pienso más me parece que lavarse la cara en nuestra situación es un acto insulso, y hasta frívolo: una costumbre mecánica, o peor, una lúgubre repetición de un rito extinguido. Vamos a morir todos, estamos a punto de morir: si me sobran diez minutos entre diana y el trabajo quiero dedicarlos a otra cosa, a encerrarme en mí mismo, a echar cuentas o tal vez a mirar el reloj y a pensar que puede que lo esté viendo por última vez; o también a dejarme vivir, a darme el lujo de un ocio minúsculo.
Pero Steinlauf me hace callar. Ha terminado de lavarse, ahora se está secando con la chaqueta de tela que antes tenía enroscada entre las piernas y que luego va a ponerse, y sin interrumpir la operación me da una lección en toda regla.
He olvidado hoy, y lo siento, sus palabras directas y claras, […] Pero éste era el sentido, que no he olvidado después ni olvidé entonces: que precisamente porque el Lager es una gran máquina para convertirnos en animales, nosotros no debemos convertirnos en animales; que aun en este sitio se puede sobrevivir, y por ello se debe querer sobrevivir, para contarlo, para dar testimonio; y que para vivir es importante esforzarse por salvar al menos el esqueleto, la armazón, la forma de la civilización. Que somos esclavos, sin ningún derecho, expuestos a cualquier ataque, abocados a una muerte segura, pero que nos ha quedado una facultad y debemos defenderla con todo nuestro vigor porque es la última: la facultad de negar nuestro consentimiento. Debemos, por consiguiente, lavarnos la cara sin jabón, en el agua sucia, y secarnos con la chaqueta. Debemos dar betún a los zapatos no porque lo diga el reglamento sino por dignidad y por limpieza. Debemos andar derechos, sin arrastrar los zuecos, no ya en acatamiento de la disciplina prusiana sino para seguir vivos, para no empezar a morir.
Esta es la dignidad que a los psicoanalistas nos atañe, además que la planteada jurídicamente. Steinlauf propone que incluso en esa situación se puede hacer algo, aunque finalmente sea "la facultad de negar nuestro consentimiento". Es interesante la intervención de Steinlauf hacia Primo Levi, que de alguna manera conmueve su resignación.
A propósito de la resignación, Luis Hornstein dijo que se trata de una situación demasiado confortable para que se desee abandonarla y demasiado triste para quedarse ahí. "Andar […] sin arrastrar los zuecos […] para no empezar a morir", es algo que nos enseña el caso y que también hay que poder habilitarse a decir en el consultorio, sobre todo en las situaciones que no parecen tener salida, como el caso de los duelos u otras situaciones de sufrimiento. No se trata de encontrar la calma, ni la felicidad, ni una salida maníaca, sino de recuperar un poco de dignidad.
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