El paciente del caso, a quien llamaremos Andrés, ofrece un buen ejemplo de la observación de Lacan de que nada hay más parecido a un neurótico que un pre-psicótico. Sólo la constatación de ciertos fenómenos que llamamos elementales en sus “crisis” permite suponer una estructura psicótica. Sabemos de la importancia del diagnóstico presuntivo, habida cuenta de que en él se apoya el analista para dirigirse o no al punto donde podrá comprometerse un análisis o desencadenarse un episodio psicótico.[2]
Es porque las operaciones del analista se inscriben en la dimensión del Otro que la suposición diagnóstica ocupa un lugar en la posibilidad de sostener una clínica bajo transferencia. “No vamos a hacer lo que reprochamos a los demás, o sea: elidirnos del texto de la experiencia a la que interrogamos” (LACAN, 12-12-1962), nos recuerda Lacan. Cabe estimarlo para situar el nivel en que el analista aborda la psicosis. “El delirio” – nos dice en el seminario dedicado a ellas – puede ser considerado como una perturbación de la relación con el otro, y está ligado entonces a un mecanismo transferencial” (LACAN, 1955-1956, 441).
Andrés describe el comienzo de sus crisis en términos de “aceleración del pensamiento”, que se acompaña de la dolorosa sensación de que todo puede estallar. De la catástrofe sólo su hijo sobreviviría, pensamiento que se alterna con el de tener “superpoderes” y haber sido elegido por potencias extranjeras para cumplir una misión de espionaje. Éstas se conectan con su casa a través de los relojes, el televisor y todos los aparatos eléctricos, por medio de los cuáles transmiten mensajes. “Todo muy extraño pero veraz”, afirma textualmente. Se adentra así, progresivamente, en lo que llama “el delirio grande”. Entonces ya no es más “El Rey” – dice – sino “Dios”, a la vez que su pensamiento se extiende al infinito en claridad y plenitud. En esta fase tiene la certeza de que todo lo que los demás hacen tiene relación con él.
Al polo megalomaníaco y autoreferente del “delirio grande”, durante el cual las relaciones con los otros son de una “extrema intensidad”, según sus palabras, se contrapone, en las fases de estabilidad, el estado que él define como de “incapacidad social”. No habla con nadie – informa – debido a que carece de temas de conversación. “Los demás, acostumbrados a mi silencio” – dice – “no me hablan ni me miran a los ojos”. Sin embargo, considera estar mejor de ese modo y ocuparse con más eficacia de su trabajo. Hacen contraste la actitud agresiva y avasallante de la fase delirante, con el aislamiento, dócil y complaciente, que muestra en la otra.
Estabilizado, la compañía despierta en Andrés ansiedad. Estar con los demás toma el cariz de una presión que se vuelve insoportable a establecer diálogos para los cuales se encuentra incapacitado. Toda demanda, más allá de sus contenidos, se torna para él pura conminación insoslayable y perentoria a comunicarse, a hablar o contestar. Andrés fracasa en responder a un Otro del que no registra sino la masividad de una demanda reducida a pura imposición.
En estas fases de aislamiento y silencio, al contrario de lo que manifiesta sucederle en las crisis, toma cuerpo en él una vivencia de insignificancia y de no ser tenido en cuenta. Las palabras, provengan de sí o del otro, resultan insuficientes para dar cauce al lazo social, estando en función de intimación, no de sentido abierto a las resignificaciones del discurso. Andrés siente que no puede hacerse presente para el prójimo salvo de un modo disruptivo, ansioso, persecutorio y – agreguemos – esencialmente sordo puesto que el ejercicio de la palabra es para él desenfreno, falta de medida y de regulación.
Sabemos que la no operación del significante de la Ley barrando el goce del Otro deja al sujeto sin recursos para responder a su invocación más que acatando los términos de una ley caprichosa y sin razón. Son de interés las descripciones del padre, ya muerto, al que Andrés presenta siempre como despótico, obcecado y violento. Entre ellas, dos referencias pintan su figura. Recuerda Andrés que siendo pequeño, viendo el pene de su padre dormido a través de la ropa entreabierta, se acerca y lo besa. El padre se despierta y le pega enfurecido con una cuerda. Este padre impulsivo, que había pasado la segunda guerra en diferentes frentes, hizo, según Andrés, “su propia guerra dentro de la guerra”. “En mi última crisis” – relata – “descubrí que lo quería”.
En el lugar de objeto del imperativo y de la invasión de goce de un Otro sin ley, Andrés refiere ser “absolutamente incurable”, ser “nada”. Ello parece demarcar el único ámbito donde él puede reconocerse, allí percibe la densidad que le parece ser más propia, en esa sumisión radical al Otro como Otro de goce. Si en eso reside el sentido de delirar, se entiende que el psicótico ame a su delirio como a sí mismo, como observaba Freud.
Hay que entender la forclusión del significante de la Ley como la falta de significante en el punto donde uno sería necesario para responder por el deseo del Otro (LACAN, 1957, 244). Así, el sujeto queda a merced de la identificación, “cualquiera que sea, por la cual el sujeto ha asumido el deseo de la madre” (Idem., 251), como señala Lacan en “Una cuestión preliminar…”.
El efecto de la falta de regulación en el Otro es que el sujeto no puede situarse en términos de significación fálica, dando lugar a lo que Lacan, a propósito de Schreber, refiere como “un desorden provocado en la juntura más íntima del sentimiento de la vida del sujeto” (Idem, 244).
En esta perspectiva, ¿cómo pensar las fases de estabilidad? El aislamieno y el silencio encubren, “protegen” – podemos decir – el agujero en la significación fálica en el que se sitúa la cuestión de su ser. Es en relación a ello que parece encontrar un lugar el analista, al modo en que lo señala Colette Soler: como garante del orden de su mundo. El vacío o insignificancia fundamental en que Andrés se percibe sería guardado, protegido, por el analista. Aquello que en las crisis es vacío abierto, exposición indefensa al goce del Otro, en el aislamiento es vacío cerrado. El tratamiento, que se desarrolla predominantemente en silencio, es secreto resguardado por el analista.
Destacamos que en las sesiones se evita, en cualquier intervención, que Andrés se encuentre en posición de tener que responder. Es claro que en este caso hablar se asocia al desencadenamiento. Las crisis se anticipan siempre, informa su mujer, por una mayor comunicabilidad. “De los frenos que fallan” – recuerda él – pasa a “sensaciones que son mayores que los mayores orgasmos”. En las crisis el goce inunda la palabra.
Freud descubre en el campo de las neurosis que el ejercicio de la palabra tiene la función de regular un goce de otro modo insoportable. Pero Andrés no se muestra inclinado a hablar. Ese callar, sin embargo, no es del orden de un “nada para decir”, y debe correlacionarse al goce del desencadenamiento al que pone un límite. Si lo que se satisface en su callar es del orden de la pulsión (mudo), ello no obsta para que su silencio sea al mismo tiempo significante. Hay que decir que no informa, pero es significante del sujeto en la medida en que él allí se parapeta frente a la inundación de goce.
No parece encontrarse aquí el analista con condiciones que hagan posible el despliegue del mediodecir de la verdad, tampoco espera Andrés del tratamiento la obtención de algún saber. Cabe recordar que, en “Respuesta al comentario de Jean Hyppolite…”, Lacan señala que “las correlaciones del fenómeno nos enseñarán más para lo que nos interesa que el relato que lo somete a las condiciones de transmisibilidad del discurso” (LACAN, 1954, 50).
“Me cuesta mucho hablar. Estuve tres meses pensando antes de decidirme hoy a hacerlo” – manifiesta Andrés en una sesión. En otra ocasión expresa textualmente: “El silencio me hace bien, muchas veces vengo con temor a tener una crisis y me voy más tranquilo. Incluso no estoy de acuerdo en empeñarme en hablar, porque no tengo cosas para decir… por otra parte aprendí a confiar más en mis propias fuerzas… quizás lo mío no sea tan grave”. Aquí se revela una labor silenciosa pero activa, trabajo sin embargo infructuoso en la medida en que no da con el significante que permita el deslizamiento ded la palabra en el lazo social. De todos modos, hay en su callar la presencia de un pensamiento en el lugar de un goce perdido, y la función de un límite en la medida en que hablar precipita un goce excesivo en el pensamiento.
Así, en el silencio de Andrés parece producirse un anudamiento en el que el sujeto es de algún modo preservado en tanto que barrado. Tal vez la expansividad de las crisis y la concentración del aislamiento y el silencio se sucedan según una patoritmia a la que no serían ajenas las vicisitudes transferenciales. “La transferencia es ocasión del desencadenamiento”, nos recuerda Miller (MILLER, 1979, 142).
Andrés manifiesta estar en pleno desacuerdo con su tratamiento, pero cumple cuidadosamente con todas sus condiciones. En el concepto de su familia, es la garantía misma de su estabilidad. Si la presencia del analista es oferta de escucha, aquí lo es en el sentido más radical: escucha del imposible de decir que es el agujero mismo en el saber al que Andrés se encuentra esencialmente ligado. Más allá del reconocimiento, su adhesión al tratamiento nos recuerda la observación de Colette Soler cuando perfila las funciones diferentes del amor en neurosis y psicosis: “mientras en la primera apunta a corregir la ausencia de relación sexual, en la segunda apunta a evitar la inminencia de una relación mortífera” (SOLER y otros, 1988, 212).
Andrés me increpa en tono violento: “analizarse sin hablar es lo mismo que hacerse un análisis de sangre sin sacarse sangre”. La razonabilidad de su argumento parece acabalgarse en un fantasma de aniquilamiento, por el cual en cada escena se juega la destrucción o el apaciguamiento del otro. Sólo el silencio o respuestas demoradas logran tranquilizarlo, precisamente ahí donde un neurótico exigiría una interpretación no sólo justa sino veloz. “Más que confianza en usted” – dice – “siento seguridad”. El callar del analista no le es de modo alguno persecutorio, por el contrario, es silencio de la voz del superyó.
La apreciación del carácter particularmente destructivo del significante en las psicosis interesa al sostén del tratamiento mismo. En una posición de resguardo frente al goce, el analista bordea la posibilidad de encarnar su pura pérdida. El psicótico puede oscilar en la transferencia entre lo que parece pasivo acatamiento y, por otro lado, la persecución terrorífica y la inmersión en el goce. Que el analista pueda sostenerse en este filo hace a la posibilidad misma de continuidad del tratamiento.
El “sinthome” de Joyce, en función de límite o asidero, no recae en la intersección entre lo imaginario y lo simbólico sino entre lo simbólico y lo real. En un terreno donde el el lazo discursivo resulta en déficit, el tratamiento, ese significante, incluso como concatenación ritual de actos, inscribe en la vida de Andrés una regulación del goce. La intervención en la intersección entre lo real y lo simbólico, donde también podrían incluirse los controles médicos y las indicaciones farmacológicas, atañe a un orden de escritura que no podría concebirse como una prótesis imaginaria. Veamos por qué.
Recordemos que lo imaginario en el hombre está sometido al carácter primordial del significante. “El significante manda. El significante es ante todo imperativo” (LACAN, 1972-1973, 43), destaca Lacan. Eso, que el significante mande, es condición de escritura, y muy precisamente en cuanto a que “lo escrito no es para ser comprendido” (Idem., 46).
La experiencia del psicoanalista con la psicosis no puede dilucidarse con los recursos de una psicología del yo porque no se trata de interpretaciones inadaptadas a realidad alguna, sino de una radical sumisión a las condiciones del significante. En Joyce, nos indica Lacan, “el significante viene a rellenar como picadillo al significado” (Idem, 49).
Si la función del significante, al margen de significados, toma pleno vuelo en la psicosis, se cierra la posibilidad de restituir realidad alguna alimentándola con sentido. En las neurosis, la función del narcisismo del ideal hace posible el extravío del sujeto en identificaciones imaginarias amparadas por palabras eventualmente seductoras del analista. Pero Andrés no es seducible, a la vez que es dominable. Sin embargo, que sea dominable no quiere decir que sea maleable. No lo es porque la posibilidad misma de ese dominio reside en que el significante se impone como tal, no como significación.
El S1 es, elementalmente, la pura presencia del Otro como cuerpo, lugar del significante. Que el psicótico se dirija al analista, aun bajo la forma del mero retorno a sesión, asume en primera instancia el sentido de volverse hacia ese Otro que esencialmente no es otra cosa que el significante que originariamente lo funda. El S1, significante amo en su función de primer sello, representa esta sujeción primordial al Otro, previa a lo que el sujeto pueda venir a significar. Es en relación a este S1 que cabe situar primeramente la presencia del analista para el psicótico, incluso bajo la forma de una constancia a la que él puede recurrir en cualquier momento.
El tratamiento opera entonces como signifícante y, en tanto tal, representa la sujeción misma al Otro, pero ello sólo funciona en la medida en que el analista pueda jugar su papel sin confundirse con él. Pensado en función de significante amo (S1), el analista ante el psicótico sólo podría encontrarse dividido. Que él no se identifique, en tanto sujeto, con el S1, sostendría ya no sólo la especificidad de la experiencia sino la posibilidad misma de su realización.
La sujeción de Andrés al tratamiento, que se mantiene incluso más allá de sus propias objeciones, no puede explicarse como acatamiento a la voluntad del analista. No tomándose por el amo, puede hacer valer en ese lugar una opinión o una indicación. Andrés acepta el tratamiento, pero no porque le sea ordenado por el analista. Es el significante el que manda, pero aquí en la medida en que “no dice”. Por eso la posición del analista no puede, en esencia, ser pedagógica o ejemplar. Andrés se somete al significante amo, pero si el Otro presentifica para él la pura voluntad de imposición reacciona con la precipitación en el goce. Similarmente, las crisis constituyen también algo que se impone.
Al mismo tiempo, no es posible una postura propiamente “laisser-faire”. En la medida en que la asunción del tratamiento no fue producto de una cabal decisión propia, fue en cierto modo imposición. En estos parámetros puede pensarse un punto crucial en que la experiencia con psicóticos ofrece la posibilidad de un despliegue ya sea erotómano ya sea paranoico. El analista arriesga encarnar al padre terrible o gozador: entre la adoración y el asesinato. Recordemos el beso de Andrés al pene del padre en la escena infantil, que lo sitúa en el lugar de objeto para el goce paterno. Es en esa serie donde se inscriben también la violación que padece de un tío y experiencias de homosexualidad pasiva y activa en la adolescencia. Este Otro gozador y perverso que Andrés encuentra como su destino jalona las coordenadas transferenciales de la posición del analista.
Para concluir, destaquemos que la estructura de la experiencia con la psicosis sitúa a quien la conduce en un lugar de autoridad, no de mando, que sólo puede sostenerse en la medida en que el analista, si algo sabe, es que el S1 está vacío. Tal vez el psicótico, al concederle autoridad, lo haga en la medida precisa en que aquél no corre, ni le pide correr, a rellenar el agujero de su propio ser.
Raúl Courel.
Notas:
[1] Versión con correciones del texto presentado en el IX Congreso Internacional de Investigaciones y Práctica Profesional en Psicología, XXIV Jornadas de Investigación y XIII Encuentro de Investigadores en Psicología del MERCOSUR, 29 de noviembre al 2 diciembre de 2017, Facultad de Psicología, Universidad de Buenos Aires.
[2]Este texto fue escrito en 1989 y estuvo extraviado hasta la actualidad (2017), ya no damos tal importancia al diagnóstico presuntivo, por el contrario, sostenemos que desatiende innecesariamente al sujeto significándolo en términos psicopatológicos y complica la escucha propiamente psicoanalítica.
Bibliografía.
1. LACAN, J. (1954) “Respuesta al comentario de Jean Hyppolite sobre la ‘verneinung’ de Freud. En Escritos II, México, Siglo XXI Ed., 1978, 142-159.
2. LACAN, J. (1955-1956) El Seminario, Libro III, Las psicosis, Buenos Aires, Ed. Paidós, 1985.
3. LACAN, J. (1957) “De una cuestión preliminar a todo tratamiento posible de la psicosis”. En Escritos II, México, Siglo XXI Ed., 1978, 217-268.
4. LACAN, J. (1962) El Seminario, Libro X, La angustia, s/d, 12 de diciembre de 1962.
5. LACAN, J. (1972-1973) El Seminario, Libro XX, Aun, Barcelona-Buenos Aires, Ed. Paidós, 1981.
6. MILLER, J-A. (1979) “Suplemento topológico a Una cuestión preliminar…”. En Miller, J-A., Matemas I, Buenos Aires, Ed. Manantial, 1987, 135-154.
7. SOLER, C. Y OTROS. (1988) “Estructura y función de los fenómenos erotomaníacos de la psicosis”. En Clínica Diferencial de las Psicosis. Relatos presentados al 5º Encuentro Internacional del Campo Freudiano, Buenos Aires, M.T.de Alvear 1887, 1988, 206-216.
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