Hay dos traumas universales: la sexualidad y la muerte. Luego, están los traumas singulares de cada quien. Freud descubre que la sexualidad tiene una dimensión traumática puesto que hay algo de ella no puede ser elaborado con palabras, Lacan dice que ante ella el ser hablante balbucea, y además la vida en sociedad exige un nivel alto de su represión.
Por otro lado, la muerte, ya sea por causas naturales o violentas, también nos enfrenta a la finitud y al dolor y también carecemos de palabras para simbolizarla del todo.
Todos los seres humanos, en tanto que mortales y sexuados, nos vemos tocados por estas dos dimensiones vitales. Nadie se escapa a ellas y las lleva lo mejor que puede.
Ya a nivel individual cada persona tiene sus propias experiencias, de las que pueden nacer complejos y traumas propios, normalmente vinculados en sus relaciones con los demás, sobre todo con sus figuras primarias de apego aunque también con sus primeras amistades en los procesos de escolarización.
Nuestra moratalidad, la ajena, pero sobre todo la propia, es una afrenta al narcisismo. La toma de consciencia de nuestra mortalidad es de por sí un hecho traumático.
El niño, cuando descubre que sus seres queridos se mueren y que además correrá con el mismo destino, lo vive como una verdadera ofensa ante su narcisismo infantil y por eso se debe tener cierto cuidado cuando se le comunica esta verdad.
Ya de adultos, cuando se nos muere alguien preciado, no podemos creer que alguien tan importante para nosotres pueda esfumarse para siempre.
A la realidad de la biología y de un cosmos al que le somos indiferentes y que nos demuestra a diario nuestra insignificancia , le oponemos creencias religiosas y un sentido existencial del que carece.
Nuestra finitud nos duele. Cada uno inventa sus anestésicos, y además, hay que respetar el de los demás.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario