Cierta paciente me había comentado acerca de un ritual mágico de adivinación para saber si la pareja lo engañaba y quería saber qué opinaba yo:
Dentro de un círculo de sal, colocar tres fósforos parados, uno al lado del otro. El fósforo central es la persona por la que se pregunta; los fósforos a su lado representan la pareja y el tercero en discordia. Se encienden los tres fósforos. La inclinación del fósforo quemado marcará a dónde apunta el deseo del amado.
Me llama la atención que la que sufre y pregunta sos vos, pero el fósforo central sea ÉL y su deseo —le comento, poniendo en relieve de que lo que se trata es siempre del deseo del Otro.
De todas formas, el procedimiento oracular fue realizado:
Una colega, en la supervisión, me confronta escandalizada por permitir semejante despliegue delirante dentro de mi consultorio. Le contesto con una pregunta, para la que aún no tengo respuesta: ¿No es todo lo relacionado a los celos acaso delirante?
Empecemos por el delirio principal del celoso -y la de los neuróticos-, que es la de creer ciegamente en que algo o alguien es capaz de colmar al Otro en general, al otro en particular y a su pareja en el caso singular. La persona celosa delira, pero ciertamente no es estúpida: sabe que ella no es aquello que la colma. ¿Pero entonces quién? Debe haber alguien capaz de lograrlo.
El rival del celoso es más deseable, todo lo tiene y todo lo puede, pues está creado homoeróticamente a imagen y semejanza de lo que la persona celosa fue, lo que es y lo que le gustaría ser. Hay algo casi lésbico en el relato de la mujer celosa al describir a su contrincante, lo mismo ocurre en el varón.
La persona celosa supone que su pareja es alguien experto en la actuación y el engaño, por lo que adopta la actitud de un detective profesional. El celoso se dedica al arte del espionaje, del hackeo de las redes sociales, transforma la escena de la pareja en una pericia criminal, recogiendo y analizando la evidencia, aunque más no se trate de un cabello. Para el celoso, importan más los detalles que lo obvio de que alguien con un amante cambia grosera y radicalmente de actitud, de aspecto y de costumbres. Nadie puede ocultar un secreto tan grande durante mucho tiempo y menos de la pareja con la que convive. Los casos de infidelidad exitosos son aquellos en donde la pareja es cómplice y se hace la que no se da cuenta, seguramente, porque gana algo a cambio.
El tramposo común, más temprano que tarde tropieza y revela su traición, la mayor parte de las veces, de forma burda y torpe, casi como si pidiera a gritos ser descubierto. La pregunta es si en esta clase de oráculos como los fósforos, ¿Es para saber o para confirmar lo evidente de que tu pareja te está siendo infiel?
Lo peor que puede pasarle al celoso es que el tercero en discordia no exista. En ese caso, ha de construir y hacer consistir a este mítico ser de la forma que sea. Por ejemplo, un pelo hallado en el piso es sinécdoque del encuentro sexual del marido con una despampanante mujer (la dueña del cabello); una mínima tardanza puede transformarse en una clara pista de la escena romántica clandestina con un amante; un mensaje de texto fuera de horario es un obvio fragmento de un amor prohibido. Canta Willie Colon, en Gitana:
Y tengo celos del viento porque acaricia tu piel
De la luna la que miras
Del sol porque te calienta
Yo tengo celos del agua
Y del peinecito que a ti te peina
De la luna la que miras
Del sol porque te calienta
Yo tengo celos del agua
Y del peinecito que a ti te peina
En este último aspecto de hacer consistir al amante a cualquier precio, la persona celosa es insistente. Puede caer en el ridículo miles de veces, no importa, siempre habrá un nuevo indicio que relance la duda (o la certeza) de que esa persona usurpadora existe. Jamás se detiene realmente a pensar qué puede pensar su pareja -o cómo se siente- al acusarla permanentemente de traicionera, cagadora, sucia, etc.
Finalmente, el celoso es un apasionado de la ignorancia. Compró el modelo romántico de las dos media naranjas del siglo XIX y por alguna razón misteriosa se adhiere a él, desconociendo que desde las hetarias griegas, el concubinato chino y las cortesanas, siempre hubo espacio para seguir deseando, sin tener la necesidad de corresponder al ideal de completar a nadie.
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