En Agosto de 1886, próximo a casarse, apremiado por conseguir vivienda, muebles y dinero, Sigmund Freud es convocado por orden del gobierno para la realización de ejercicios militares. La tarea implica, además de la pérdida de tiempo, recibir un magro ingreso e invertir algo en equipamiento.
Se cuenta que de niño había fantaseado con devenir general, orientado por la estrella del cartaginés Aníbal. En 1879 ya había sido llamado al servicio militar, una rutina que le había curado del ideal de los uniformes. Ese año es uno marcado por el aburrimiento, que busca evitar traduciendo o escapando. Su cumpleaños 24 lo pasa bajo arresto, siendo que no se había presentado al servicio. Serán ocho las veces que no se presenta.
La nueva convocatoria no llega en buen momento: se casa en un mes y medio y hay multitud de detalles a resolver. Si para Lacan los hombres van a la guerra para escapar de las mujeres, el camino que querría realizar Freud es sacarse de encima el embrollo militar e ir al encuentro de la amada.
En una carta a su amigo Joseph Breuer cuenta de la experiencia, a la que describe como estar metido en un “sucio aprieto”. El clima de la comunicación es de extrañeza ante lo absurdo que transita.
Las tareas comienzan apenas pasadas las tres de la mañana, para iniciar una alguna larga marcha, de tres o cuatro horas, en dirección a un fingido enfrentamiento, en el que se producen falsas heridas y una simulación de tratamiento o intervención.
La ironía de Freud hace blanco en el modo de vida que impregna todo momento y cada acción. Escribe:
“El servicio, como todas las cosas de aquí, se halla bajo la influencia de la vida militar. Cuando dos o tres generales —no puedo evitarlo, pero siempre me hacen recordar a los loros, ya que los mamíferos no suelen vestirse con tales colores (salvo la parte posterior de algunos monos) — se sientan juntos, todo el ejército de los mozos los rodea y para ellos ya no existe nadie más. Cierta vez, en mi desesperación, tuve que recurrir a la prepotencia. Tomé a uno de los mozos por los faldones de la chaqueta y le grité: “Mira que puedo llegar a ser general algún día, de modo que me vas a traer un vaso de agua”. La cosa tuvo éxito”.
El orden jerárquico, que será analizado por él unos 35 años más adelante, es objeto de burlonas observaciones:
“Un oficial es una criatura desdichada, que envidia a sus colegas, es prepotente con sus subordinados y vive temeroso de sus superiores. Cuanto mayor es su propio rango, más teme a éstos. Me repugna la idea de llevar inscrito en el cuello del uniforme cuánto valgo, como una muestra de mercadería. Pero el sistema tiene, no obstante, ciertas grietas. Hace poco estuvo aquí el Comandante en Jefe, que se dirigía a las piletas de natación procedente de Brunn, y pude comprobar con verdadero asombro, que su traje de baño no tuvieron marcas de distinción (galones de identificación).”
La ironía permite encontrar algún saldo positivo a la experiencia. La vida militar, con su inevitable “debes hacer tal cosa”, es un excelente tratamiento para su “neurastenia”. Indica que en una semana se ha quedado sin síntomas.
Otra que encuentra alguna gratitud al periodo de servicio, es Martha, la novia. Cuando se encuentra con el novio, él se ha vuelto más apuesto: ha bajado unos kilos y su piel ha obtenido un agradable tostado.
La boda se celebra el 13 de Septiembre, a tres días de finalizadas las maniobras impuestas.
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