miércoles, 17 de agosto de 2022

Eso que no puede decirse, no puede callarse

Fuente: Daniel Waisbrot "Eso que no puede decirse, no puede callarse"
Hacía diez años que no tenía noticias de él. Su mudanza a Londres por razones de trabajo había dado un final a su análisis. Habían pasado casi diez años y un día Juan me llamó desde Londres. Su padre había muerto algunos meses atrás y en el momento final le había confesado un secreto largamente guardado. Juan tenía un hermano, 5 años menor, de un matrimonio paralelo que el padre tenía en Montevideo. Juan intentó volver a analizarse en Londres pero no podía hacerlo. Me contó que nunca pudo resolver esa necesidad de tomar unas copas en el sillón como único modo de quedarse dormido. En su análisis habíamos hablado mucho de eso. Sin embargo, en Londres continuó. Cada vez más copas. A partir del impacto de la revelación, volvió a intentarlo, pero otra vez no pudo. “Me di cuenta que hasta que no hable con vos de esto no voy a poder analizarme acá”, me dijo en esa llamada. Lo vi unas cuantas veces en el corto período de ese viaje a Buenos Aires. “Me caen de a mil fichas, eso tenía que hablar con vos, había un montón de cosas que no cerraban y que ahora las entiendo, ¿te acordás que desaparecían cosas, juguetes, libros de mi casa y que no se entendía qué pasaba, si los robaba alguien o qué? ¿Te acordás de que me ponía loco porque desaparecían tomos del LoSeTodo?[1] El se lo llevaba al otro hijo que tuvo con la amante” Pensamientos que iban y venían intentando elaborar, y al mismo tiempo sosteniendo, la convicción que su madre fue la mujer para poner rápidamente a la otra en condición de amante y de esa forma, tranquilizarse con sus categorías conocidas. Aquí no había mujer y amante. Se trataba de dos mujeres en paralelo, en ciudades distintas, ambas sin saber acerca de la otra. Tampoco Juan era el hijo, hijo legal y el otro un bastardo. Los dos eran hijos de matrimonios del padre.

Pero la reconstrucción fue aún más lastimosa. La madre le confesó que ella sabía y que no permitió nunca que él supiera de su hermano. Que fue una condición impuesta por ella al padre para permitirle ver al hijo. El padre trabajaba entre Montevideo y Buenos Aires y así había armado su mundo. Pero un día Marta, la otra mujer, se vino a vivir a Buenos Aires con su embarazo a cuestas y el padre de Juan no pudo sostener el doblete en silenciamiento. Le contó a Lidia, la madre de Juan, que iba a tener otro hijo. Juró que iba a dejarla. Lidia creyó. Pero el hombre vivía con ella tres o cuatro días y con la otra mujer el resto. Mentiras infinitas sostenían lo imposible. Lidia cree todo. Marta, la otra mujer, sabe de Juan pero no de la convivencia con Lidia. Lidia hace como que no sabe nada de nada, a pesar de la infinidad de datos. Juan sospechaba. ¿Por qué le creés a papá que es un mentiroso, dice que viene y no viene nada?, le dijo un buen día a la madre y recibió un cachetazo como toda respuesta. Un buen día, la maestra de Juan llama a los padres. El niño miente todo el tiempo, dice. El niño que nada sabía y todo sospechaba, miente descaradamente, diciendo que su mamá estaba embarazada. “Son cosas que me imagino cuando no me puedo dormir”, decía Juan que de a poco recuerda haber tenido un insomnio pertinaz en la infancia. Quizás el alcohol de hoy día ahogue esas cosas que imaginaba de niño y no lo dejaban dormir. Los tiempos de ese recuerdo del primer grado coinciden con los tiempos del embarazo de la otra mujer, de Marta, la de Montevideo. Juan es una catarata de recuerdos que caen a la conciencia y anudan saberes no sabidos. Al tiempo volvió a Londres y pudo comenzar otro análisis.

Entre el secreto necesario y la pasión alienante

La temática del secreto nos convoca. Recorre un arco que atraviesa desde la condición vital en un niño para la creación de pensamientos nuevos, pasando por la convicción subjetiva del derecho a decidir qué habrá o no de comunicarse y generando así el núcleo de toda intimidad, hasta los riesgos de la alienación por el desconocimiento absoluto de trozos de su propia historia imposibles de ser metabolizados, elaborados, inscriptos en una cadena significante que le permita ser, justamente, parte de esa historia.

Sabemos desde Piera Aulagnier, la función del secreto en la estructuración de la vida psíquica. La posibilidad de crear pensamientos que no estén abiertos a la mirada del otro. “El derecho a mantener pensamientos secretos debe ser una conquista del Yo, el resultado de una victoria conseguida en una lucha que opone al deseo de autonomía del niño, la inevitable contradicción del deseo materno a su respecto[2]”.

Pero si el derecho a guardar íntimamente pensamientos secretos forma parte de un pasaje necesario hacia un proceso de autonomía del sujeto, destino que concierne a su propia constitución subjetiva, muy distintas son las cosas cuando ese sujeto es parte de una situación secreta que se constituye siempre en la vincularidad. Lejos de constituir espacio subjetivante, esos secretos atentan contra él. Y los que nos importan hoy son justamente estos secretos. La paradoja consiste en que eso mismo que es condición subjetivante, cuando el sujeto decide sostener en secreto ciertos pensamientos, se transforma en desubjetivante cuando el sujeto es víctima de ese secreto en un plano vincular.

Son bien conocidos los trabajos que desde Freud plantean que “…habremos, pues, de admitir que ninguna generación posee la capacidad de ocultar a la siguiente hechos psíquicos de cierta importancia[3].”

De allí en mas, fueron muchos los autores que indagaron y complejizaron en la teoría psicoanalítica la problemática de la trasmisión psíquica, “término utilizado en psicoanálisis para designar tanto los procesos, las vías y los mecanismos mentales capaces de operar transferencias de organizaciones y contenidos psíquicos entre distintos sujetos y, particularmente, de una generación a otra, como los efectos de dichas transferencias.”[4]

Desde 1959, los estudios de Abraham y Torok[5] sobre aquello que han denominado secreto inconfesable, una injuria narcisista inelaborable, la transmisión del secreto está asociada a lo que estos autores han denominado: “la tópica de la cripta y el fantasma”, donde eso inelaborable se presenta “en las lagunas dejadas en los descendientes por el secreto de los otros.”[6]

Los trabajos de Haydee Faimberg[7] en los años 70 y que denominó telescopage de generaciones sumaron a la complejización conceptual en esta dirección. Se trataba de entender cómo ciertos contenidos podían pasar de una generación a otra sin haber transitado la palabra, la conciencia, algún nivel de comunicación “racional”. En ese sentido, la idea de la autora acerca de la intrusión narcisista, de contenidos presentes pero clivados del yo en lo que denominó identificación alienada, por las cuales el sujeto se identifica con un conjunto representacional extraño a sí, que no le pertenece a él sino a lo rechazado por otro significativo de su historia, iluminó sectores desconocidos del saber.

Así se va generando eso que S. Tisseron[8] planteaba, en relación a que aquello indecible en una primera generación se transforma en un innombrable en la segunda y en un impensable en la tercera. La idea es que aquello que no puede ser nominado por una generación, no puede ser representado verbalmente en las generaciones siguientes imposibilitando el proceso de historización simbolizante.

Sin embargo fue René Kaës, (que teorizó al respecto durante los años 80) quien generó un movimiento nuevo acerca de la problemática de la trasmisión, al retomar como cuestión, no solo aquello que forma parte de un secreto que atraviesa las generaciones, sino a los efectos de esos secretos aún entre contemporáneos. Al respecto dice Mirta Segoviano[9]: “Se interesó, como Freud lo había hecho, tanto por la transmisión que se opera entre las generaciones como por la que tiene lugar entre los contemporáneos. Distinguió dos modalidades de la transmisión: por una parte, aquélla en la que hay una transformación de lo transmitido, y por lo tanto el sujeto receptor encuentra a la vez que crea lo que recibe en un terreno que es transicional, y por otra parte, aquélla donde lo transmitido no es objeto de transformación y la transmisión resulta entonces traumática. Es siguiendo esta última modalidad que se producen las patologías de la transmisión”.

Así, la idea de Kaes[10] es que aquéllo que es objeto de trasmisión, en sus diferentes vertientes -transicional o traumática-, impondrá a los sujetos una exigencia de trabajo psíquico para hacerle un lugar a dicha trasmisión. Al diferenciar entre transmisión transpsíquica e intersubjetiva, plantea que no es lo mismo aquello que se transmite entre los sujetos que lo que se transmite a través de ellos.

Entre nosotros, J. Puget sostiene que: “Algunas familias quedan estructuradas en torno a secretos grupales que deben conservarse definitivamente silenciados. La consigna tácita es que sus miembros nunca deben referirse a lo que saben y menos aún a pensarlo o decirlo todos juntos. Fantásticamente se evita así la desintegración familiar que se produciría al difundirse algún hecho penoso o vergonzoso”[11]

Me resulta interesante esta línea de pensamiento, ya que piensa al secreto como una producción vincular. Desde esta perspectiva, un miembro de ese vínculo queda excluido por otro, de un saber que les pertenece a ambos.

Dice al respecto, Miriam Soler[12]: “La función inconsciente del secreto remite a evitar el dolor psíquico inherente a develar actos que conllevan la ruptura de ideales personales, familiares o grupales, y que podrían acarrear la afectación o la pérdida de la pertenencia a nivel familiar, social o grupal. “Se conforma así una modalidad vincular, caracterizada por la exclusión de unos, los que “saben”, de aquellos que “no saben”. El grupo queda así escindido en una organización dualista y opuesta. Esa modalidad vincular puede llevar a la producción de diversas alteraciones en el funcionamiento familiar”.

Históricamente distinguimos tres espacios en que la vida humana pareciera fluir, espacios organizados en torno a tres características diferenciales. Lo íntimo, girando alrededor de la opacidad, lo público, más del lado de la trasparencia y en una zona de fronteras blandas, con poca consistencia, lo privado, organizado alrededor de cierta discreción. El secreto rompe con esa lógica: la intimidad es poder, la transparencia catástrofe, la discreción peligro. Lo mejor será absolutizar el silencio.

Pero como de todas formas, eso que no puede decirse tampoco puede callarse, una clínica que trabaje con los secretos familiares, deberá preguntarse por los tiempos de elucidación y develamiento de aquéllo que ha sido objeto de dicho secreto. No hay al respecto respuesta univoca y allí se abre la difícil articulación entre intimidad y secreto. Se tratara de generar las condiciones para que su develamiento sea metabolizable.

“Se observa -dirá Miriam Soler- que una vez que el secreto se ha hecho explícito, la fuerza que se adscribía al contenido se desvanece: “lo secreto” deja de serlo y simplemente “cae” de tal manera que un secreto puede ser válido en un tiempo preciso, y con el paso del tiempo pierde vigencia”[13]

El saber no sabido

Mis recuerdos del análisis de Juan no tardaron en aparecer al calor de la intensidad emocional del reencuentro. Me impresionó la hipótesis de que aquellos contenidos secreteados habrían impedido a Juan volver a analizarse en Londres, y que fuera necesaria una nueva vuelta transferencial conmigo para ponerlos en circulación significante. El síntoma “alcohol-insomnio” insistía y se multiplicaba en los últimos tramos del análisis en Buenos Aires. Pensé en aquel momento en algo relacionado, al final recurrí, quizás tontamente, a las categorías conocidas, tranquilizadoras y elaboré interpretaciones ligadas a la reacción terapéutica negativa, al recrudecimiento de algunos síntomas al final del análisis como modalidades de la resistencia, en fin, nuestro arsenal conceptual ya-sabido. No sirvió de mucho. No imaginé que ese análisis iba a tener otro desenlace.

Juan no sabía por qué no podía analizarse allí con otro analista. La idea se hizo clara al morir el padre. Faltaba algo, alguna pieza del rompecabezas. Había un secreto familiar de cuyo silenciamiento ambos padres fueron cómplices. Juan estaba contento en esas sesiones que tuvimos, como aliviado, en el sentido que decíamos antes con Miriam Soler, el secreto al ser develado, muchas veces “cae” como si en realidad, su contenido no hubiera sido tan importante como la condena a quedar silenciado. A Juan hasta le pareció interesante esto de tener “un hermano a los cincuenta”. Le costó más entender lo del doble casamiento, dejar de pensar a su hermano como hijo bastardo de una relación ilegítima. El necesario reparto de la herencia confirmó la paridad fraterna. No se siguieron viendo después de algún tiempo, “no tenemos nada en común, ni a mi viejo compartimos”, decía con cierta pena. Lo revelador fue la emergencia del recuerdo de la mentira sobre la madre embarazada y la dificultad para dormir, recuerdo ahogado al calor de un cachetazo. Juan entendió que de eso no podría hablar nunca más y no fui yo quien hiciera la interpretación acerca de la relación entre este recuerdo y su síntoma, sino su propio recorrido. Hoy día se que Juan puede dormir sin tomar, aunque su alcoholismo insiste en otros momentos del día.

Me resultó interesante esta situación clínica porque podemos asistir al armado de un secreto in statu nascendi, como se trasmite en este caso entre los sujetos y no aún a través de ellos. Seguramente esto hubiera sucedido si aquello que fue un indecible en la generación de los padres de Juan y que se transformó en innombrable para él, hubiera devenido impensable en la generación siguiente de haber quedado silenciado. Juan tuvo que retomar el trabajo de pensar en su vínculo con el padre. “…a veces mi viejo me parece un turro, como me ocultó eso… y otras… hasta me parece que me hizo un último regalo al poder contarme…”.
Bibliografía

[1] LoSeTodo era una enciclopedia de 12 tomos publicada en Buenos Aires en los años 60
[2] Piera Aulagnier “El derecho al secreto, condición para poder pensar”, en “El sentido perdido”, Ed. Trieb, 1980
[3]Freud, S. “Tótem y Tabu”. (1912) Obras Completas Tomo XIII. Amorrortu Editores. 1979
[4]Mirta Segoviano “Trasmisión psiquica. Escuela francesa” en Psicoanálisis & Intersubjetividad. Nº 3 en www.intersubjetividad.com.ar
[5] Abraham, N. y Torok, M. (1978) La corteza y el núcleo. Buenos Aires: Amorrortu, 2005.
[6] Alicia Yerba “Transmisión entre generaciones. Los secretos y los duelos ancestrales” en www.apdeba.org/publicaciones/2002/01-02/(link is external)
[7] Haydee Faimberg. “El telescopage de generaciones”. Amorrortu Editores 2005
[8] S. Tisseron. Las imágenes psíquicas entre generaciones. 1995. En El psiquismo ante la prueba de las generaciones. Amorrortu editores.
[9] Ibid. Este trabajo constituye una notable investigación sobre el tema de la trasmisión
[10] Rene Kaës. “ Transmisión de la vida psíquica entre generaciones”. El sujeto de la herencia. Amorrortu Editores. 1996
[11] Janine Puget y Leonardo Wender “Los secretos y el secretar” en revista Psicoanálisis ApdeBA. Vol. II
[12]Myriam Alarcón de Soler “Secretos, vínculo y contratransferencia” Presentado en el Congreso de la Federación Psicoanalítica de America Latina Septiembre 23 AL 25 de 2010 Bogotá – Colombia
[13] Idem op.cit.

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