Lacan juega con frecuencia con la cercanía entre errar y error, y no lo hace por gusto literario sino porque allí se juega algo decisivo: la falla no es accidente, sino estructura. Ayer aparecía la pregunta por cómo demostrar ese error —esa falla de escritura— y Lacan no duda en darle un nombre sorprendente: lapsus.
La resonancia con Freud es evidente, pero la distancia también:
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Para Freud, el lapsus acontece en el discurso, es un desvío que revela un deseo inconsciente.
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Para Lacan, en cambio, el lapsus se desplaza a la estructura, al modo de enlazar lo real, lo simbólico y lo imaginario.
El lapsus, en este sentido, no es un error fallido: es un error logrado, la demostración de que “no hay relación sexual”, escrita como un fallo del anudamiento. Se trata de mostrar ahí donde el nudo… no ajusta.
Para poder leer ese punto —los cruces, enganches, fallas y calces entre las tres consistencias— es necesario el aplanamiento del nudo. La bidimensionalidad no es un mero recurso visual: es una condición para la lectura. Pero este paso al plano tiene una historia en Lacan: ya estaba en el estadio del espejo, donde la imagen del cuerpo se constituye justamente como un aplanamiento especular.
Aquí, sin embargo, la operación es distinta. El imaginario del espejo no equivale al imaginario del nudo. La cuerda introduce volumen, torsión, agujeros. Y con eso, introduce al cuerpo: su lugar en el espacio, su consistencia, su vértigo.
Un cuerpo es algo que debe hacerse existir; y al entrar en el espacio euclidiano queda sometido a simetrías que lo hacen confundirse con su imagen reflejada. De allí la necesidad de buscar superficies uniláteras —como la banda de Möebius— donde el volumen se deja pensar de otro modo: superficies que, al enfrentarlas al espejo, revelan su torsión esencial, transformándose en otra cosa.
El nudo, así, no sólo escribe un error: escribe que la estructura misma “yerra”, y que en ese yerro se juega la posibilidad de pensar el cuerpo, el goce y el real.
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