Para llevar al significante más allá de su dimensión lingüística —es decir, para situarlo en su valor lógico y no semántico—, es necesario establecer una doble articulación: primero entre significante y número, luego entre nombre y número.
El nombre propio implica un acto fundador, solidario de un borramiento. Su función no es representar sino designar; opera en el campo de la denotación, más allá de todo efecto de sentido. Su estructura es la de un collage: recorte y ensamblaje sin unidad, que combina lo heterogéneo sin suturarlo del todo.
Tomado así, el nombre propio no puede ser reducido a ninguna clasificación. A diferencia de ésta, la nominación, como operación que lo pone en juego, posee el valor estructurante del corte y del borde. Nominar es, entonces, un modo de inscribir una falta, no de colmarla.
Si llevamos este corte al estatuto de un acto, el nombre propio —su consecuencia— nos reenvía a la figura del artífice del nombre. ¿Qué se pone en juego al nominar? El deseo. Por eso Lacan insiste en que el deseo no puede ser anónimo: el acto de nombrar implica siempre la marca de un sujeto, su estilo, su modo de hacer existir el significante.
A lo largo del trayecto que va de los Seminarios 9 a 12, Lacan recurre con frecuencia a la parresía griega: el decir verdadero. Lo hace para diferenciarla de la nominación. Mientras la parresía se ejerce en el campo del decir, la nominación introduce un nombre en el lugar de lo imposible: primero de decir, finalmente de escribir.
En cierto punto, ambas dimensiones se enlazan. El decir y la escritura se cruzan, y allí se vuelve posible afirmar que nominar es producir una sutura en la historia subjetiva. Pero una sutura paradójica: porque el nombre cierra un borde, al mismo tiempo que el sujeto queda suturado en él.
