El sintagma “el concepto es el tiempo de la cosa”, extraído de la lectura hegeliana mediada por Kojève, introduce una temporalidad específica para el objeto, una temporalidad que lo separa de la caducidad inherente a la cosa natural. En este desplazamiento se juega una diferencia decisiva: ya no se trata de la cosa sometida a la lógica de lo perecedero, sino de un objeto cuya duración está sostenida por el concepto.
De allí se desprende la distinción entre la cosa y el objeto. El objeto no es un dato previo ni natural, sino algo que se engendra a partir del concepto mismo. Esta diferencia resulta crucial para la práctica analítica, en la medida en que permite precisar que el objeto con el cual el sujeto entra en relación pertenece al campo del símbolo y carece, por tanto, de un soporte natural. El objeto analítico no es encontrado, sino producido.
En este sentido, el objeto es algo que se nombra. Sin embargo, afirmar esto no implica desconocer que hay, en el objeto, un resto que escapa a la simbolización: ese punto irreductible que Lacan formalizará como el objeto a, su real. Pero el momento que aquí se destaca es aquel en el que el acto de nombrar desplaza la interrogación hacia el estatuto mismo del nombre, cuestión que ocupará a Lacan de manera insistente a lo largo de su enseñanza.
¿Qué es un nombre? La pregunta no conduce a una concepción según la cual lo simbólico se limitaría a designar algo dado de antemano. Por el contrario, el nombre no recubre lo real: lo funda. Nombrar es producir, forjar, acuñar; incluso —en un sentido fuerte— amonedar. El nombre introduce una consistencia que no existía previamente.
Esta concepción del nombre se articula con la idea de una creación ex nihilo que atraviesa el planteo lacaniano desde sus comienzos. Nombrar es inaugurar lo propiamente humano: el deseo, la demanda, un objeto ya simbolizado. En este recorrido, el pasaje del objeto al nombre conduce necesariamente al campo de la ley.
La experiencia humana requiere la operación de la ley, inicialmente pensada a partir de la ley de alianza, en tanto instancia que prescribe tanto posibilidades como prohibiciones. Esta ley se caracteriza por ser, a la vez, imperativa en sus formas e inconsciente en su estructura. Su carácter imperativo remite a la actividad del significante; su inconsciencia la sitúa del lado de la enunciación, más próxima al texto que a lo explícitamente articulado.
Pensada de este modo, la relación del sujeto con la ley no es de conocimiento directo ni de adhesión consciente: el sujeto accede a su sujeción a la ley a través de sus efectos. Es en esa captación indirecta, retroactiva, donde se anudan el nombre, el objeto y la temporalidad simbólica que estructura la experiencia analítica.