jueves, 30 de octubre de 2025

Nombrar como acto: del significante al borde

Para llevar al significante más allá de su dimensión lingüística —es decir, para situarlo en su valor lógico y no semántico—, es necesario establecer una doble articulación: primero entre significante y número, luego entre nombre y número.

El nombre propio implica un acto fundador, solidario de un borramiento. Su función no es representar sino designar; opera en el campo de la denotación, más allá de todo efecto de sentido. Su estructura es la de un collage: recorte y ensamblaje sin unidad, que combina lo heterogéneo sin suturarlo del todo.

Tomado así, el nombre propio no puede ser reducido a ninguna clasificación. A diferencia de ésta, la nominación, como operación que lo pone en juego, posee el valor estructurante del corte y del borde. Nominar es, entonces, un modo de inscribir una falta, no de colmarla.

Si llevamos este corte al estatuto de un acto, el nombre propio —su consecuencia— nos reenvía a la figura del artífice del nombre. ¿Qué se pone en juego al nominar? El deseo. Por eso Lacan insiste en que el deseo no puede ser anónimo: el acto de nombrar implica siempre la marca de un sujeto, su estilo, su modo de hacer existir el significante.

A lo largo del trayecto que va de los Seminarios 9 a 12, Lacan recurre con frecuencia a la parresía griega: el decir verdadero. Lo hace para diferenciarla de la nominación. Mientras la parresía se ejerce en el campo del decir, la nominación introduce un nombre en el lugar de lo imposible: primero de decir, finalmente de escribir.

En cierto punto, ambas dimensiones se enlazan. El decir y la escritura se cruzan, y allí se vuelve posible afirmar que nominar es producir una sutura en la historia subjetiva. Pero una sutura paradójica: porque el nombre cierra un borde, al mismo tiempo que el sujeto queda suturado en él.

miércoles, 29 de octubre de 2025

El número, el corte y el borde: la lógica de lo irreductible

Esa opacidad, índice de lo irreductible, se aborda en Lacan por la lógica del número. En ella se pone en juego lo indiscernible, y la identificación primaria en Freud da testimonio de ello: se sitúa antes del Uno como unidad, anterior a toda ilusión de consistencia. Ese Uno imaginario, el del I(A), alimenta la esperanza de una garantía, pero no hace más que velar la falta estructural.

Una referencia matemática que suele acompañar este campo, aunque no siempre se explicite, es la diagonal de Cantor. Este método permite designar el lugar de aquello que no puede ser contado en la serie, lo no enumerable. Así, el lugar del sujeto sólo puede ser pensado desde la lógica del número y su génesis formal, en la medida en que ésta introduce un vaciamiento semántico radical. Sin embargo, esta lógica exige —inevitablemente— una vuelta por la topología, porque no hay sujeto sin cuerpo, ni número sin superficie donde inscribirse.

¿De dónde surge el número? Del corte. Es su consecuencia, su precipitado. Y no es menor que en el Seminario 12 Lacan vuelva, llegado a este punto, al problema dejado abierto en el Seminario 4: el del agente de la castración. ¿Qué es ese Padre real? Este interrogante queda suspendido hasta que se produzca el desplazamiento del Padre, del lugar del S2 al del S1, movimiento que redefine la función misma de la causa.

Si se trata de corte, se trata de borde. Y en este punto se vuelve pertinente la pregunta por el valor de la nominación. Porque la nominación —lejos de nombrar un objeto ya dado— es una operación que produce un borde, un modo de bordeado que introduce algo “en lo real”. No se trata de designar una sustancia, sino de inscribir un límite. Así, el nombre funciona como esa etiqueta que, al marcar el vacío, lo hace consistir.

Entre el 0 y el +1: la sutura del sujeto y la castración del Otro

En más de una ocasión hemos subrayado la importancia de tender un puente entre los Seminarios 9 y 12. Entre ambos se sostiene un mismo hilo de trabajo: formalizar la castración del Otro y, al mismo tiempo, repensar la relación del sujeto con la serie.

Mencionaba acá la apoyatura en las condiciones fregeanas del inicio, a las que debe necesariamente asociarse el problema del sucesor, sin el cual no hay serie posible. El sucesor se engendra cuando el 0 se cuenta como 1, operación que introduce el +1 como función estructurante.

Trasladar esto al campo del sujeto implica plantear que sólo puede contarse en el Otro a partir de ese +1 que lo barra. En este punto se abre una diferencia con los desarrollos de los Seminarios 5 y 6, donde predominaba la lógica del –1. La tensión entre ambos Unos —el que resta y el que añade— delimita la distancia entre lo que puede contarse y lo que permanece no enumerable.

De este modo se establece una hiancia con valor causal, cuya formalización lleva a Lacan a reformular la operación de sutura: el modo en que el sujeto se enlaza a la cadena significante. Esta lectura, que se apoya en la identificación freudiana pero la desplaza, subraya que tal identificación carece de todo estatuto psicológico. No es un proceso de reconocimiento, sino una operación de incorporación que afecta al cuerpo y lo inscribe en la serie.

La incorporación, sin embargo, se define por su opacidad, rasgo que la separa de la claridad de la conciencia y, al mismo tiempo, permite situar en ella algo irreductible. El problema, entonces, es desde dónde pensar esa opacidad. El camino que Lacan abre es el que va del 0 al 1: allí se juegan el inicio lógico, la dimensión de lo no enumerable y la inconsistencia constitutiva de la verdad.

Número, nombre y la sutura del inicio

Acá mencionábamos cierta novedad en la posibilidad de pensar el inicio desde la topología. Pero esa perspectiva, en Lacan, se entrelaza necesariamente con su abordaje lógico. Abordar las condiciones del inicio desde Frege —es decir, desde la función del número— permite situar lo real del significante: ese significante desligado de cualquier efecto de significación, pura marca operatoria. Desde este campo se vuelve posible ubicar la función del sujeto en la serie numérica.

No es casual, entonces, que Lacan se interrogue por el estatuto del nombre propio. El problema del inicio lógico de la serie —tal como Frege lo concibe— excluye toda referencia a la psicología del sujeto y abre un espacio formal donde éste sólo puede inscribirse como efecto. De allí la relevancia que esta apoyatura lógica adquiere para Lacan: le permite extraer al sujeto de la experiencia empírica, preservando su estatuto como función de falta.

Frege introduce aquí un detalle decisivo: el sujeto nunca se confunde con el número. A diferencia de las concepciones empiristas, que tienden a homogeneizarlos, Frege mantiene una separación tajante. El número no unifica, sino que nomina la diferencia. Esta distinción es crucial, porque impide convertir al sujeto en el término que cerraría la serie y, en consecuencia, imposibilita toda completud clasificatoria.

Desde esta perspectiva, el número como unidad no colectiviza: designa lo singular como tal. Tal operación permite formalizar la subversión del sujeto lacaniano y, al mismo tiempo, afecta la consistencia del Otro como conjunto. Allí donde el conjunto se desgarra, donde la serie no cierra, interviene el nombre propio como punto de sutura: aquello que enlaza al sujeto con la cadena significante precisamente en el lugar donde no hay garantía de un todo.

Sutura y exterioridad: el campo freudiano como superficie abierta

En el Seminario 12, una ponencia de Jacques-Alain Miller retoma y desarrolla buena parte del trabajo que Lacan venía desplegando desde La identificación. Publicada luego bajo el título de La sutura, esa intervención se inscribe en una doble vertiente —lógica y topológica— que converge en el intento de precisar la estructura del sujeto y la lógica propia del significante.

El término sutura venía ya trenzándose en la enseñanza de Lacan en relación con la identificación. Desde la lógica, el problema remite a la distinción entre un abordaje lingüístico del significante —centrado en la producción de sentido— y su abordaje psicoanalítico, orientado por la falta y el sujeto dividido que ella implica. Delimitar una lógica del significante exige confrontar tres posiciones: la del lógico, la del filósofo y la del psicoanalista. Cada una responde de manera distinta al modo en que el vacío —el cero, el lugar de la falta— se articula con el campo del saber.

Desde la topología, en cambio, la cuestión se desplaza hacia la estructura misma del campo analítico. Lacan venía trabajando sobre las superficies uniláteras —como la banda de Möbius o la botella de Klein— para pensar un espacio que no puede cerrarse sin perder su función. En esa clave, su propia posición tras la excomunión adquiere un valor estructural: no como un hecho institucional, sino como una exterioridad necesaria, análoga a la del Sócrates de los diálogos platónicos, que impide que el campo freudiano se clausure sobre sí mismo.

Esta exterioridad funda la posibilidad de lo a-cósmico, es decir, de un espacio que no deriva de una totalidad previa, sino que se inaugura a partir de una falta de consistencia. En ese borde —el de lo que ex-siste al campo— se juega tanto la sutura lógica del sujeto como la apertura topológica del psicoanálisis.

martes, 28 de octubre de 2025

Leemos “Planes para una fuga al Carmelo”

 “Planes para una fuga al Carmelo” es uno de los cuentos más inquietantes y lúcidos de Bioy Casares —una distopía suave, sin estridencias, donde la ironía reemplaza al dramatismo—.

El protagonista es Lucio Bordenave, un hombre joven, de clase media acomodada, que lleva una vida gris y sin rumbo claro. Su existencia transcurre entre amistades banales, pequeños enredos sentimentales y una sensación constante de vacío. Todo cambia cuando conoce a Clara Orlowska, una mujer misteriosa que parece encarnar un ideal de belleza y libertad que él anhela.

Lucio se obsesiona con ella y empieza a fantasear con escapar juntos a un lugar remoto —el “Carmelo”—, que simboliza un refugio espiritual, una fuga del mundo ordinario y sus miserias morales. Sin embargo, a medida que la trama avanza, se revela que ese plan es tan ilusorio como los sueños románticos que lo inspiran.

El protagonista se enreda en una serie de engaños, traiciones y decepciones, donde lo real y lo imaginario se confunden. Su “fuga al Carmelo” termina siendo más bien una huida interior, una tentativa fallida de alcanzar una forma de pureza o trascendencia en un mundo donde todo es apariencia.

La muerte y los eufemismos terapéuticos

Bajo el tono casi doméstico del relato, Bioy articula un universo totalitario que disfraza la muerte con eufemismos terapéuticos.
El profesor Hernández, figura del pensamiento crítico, queda atrapado en un sistema que ha reemplazado a Dios y a la política por la Medicina como nueva religión de control.
La “visita del médico” es metáfora del exterminio higienista: la eliminación de la vejez, de la enfermedad, del límite mismo de la vida.
En ese mundo “joven” y saludable, el amor entre Hernández y Valeria —tan cotidiano, casi trivial— funciona como último resto de humanidad, aquello que aún se resiste a ser racionalizado.
El Carmelo, en la otra orilla, se vuelve entonces el lugar mítico de los que no mueren, pero tampoco rejuvenecen: los “viejos que no acaban de morir”.
La fuga hacia allí no es una salvación sino otra forma del exilio, un pasaje de frontera que recuerda a las fugas de los perseguidos políticos, pero ahora en nombre de la salud.
Como en los mejores textos de Bioy, el cuento parece anticipar algo de nuestro presente: la medicalización de la vida, la obsesión por la juventud, el imperativo de la productividad y el control de los cuerpos.

Temas principales

La imposibilidad del ideal amoroso: el amor aparece como motor de la fuga, pero también como la trampa que atrapa al protagonista en la decepción.

La falsedad y el autoengaño: los personajes actúan como si vivieran en un teatro, movidos por vanidad o deseo de reconocimiento.

El desencanto moderno: Bioy explora la pérdida de sentido en la vida urbana, el tedio, la falta de autenticidad.

La fuga como utopía: el “Carmelo” no es sólo un lugar, sino una metáfora de la salvación imposible; la necesidad de creer que existe un sitio donde se pueda empezar de nuevo.

El cero, la marca y la topología del cuerpo

La exigencia de la inscripción del cero porta la impronta de una falta estructural: el hueco necesario para el advenimiento del sujeto. Esa falta no se agota en el intervalo entre S₁ y S₂, sino que, como innumerable, se sitúa entre 0 y 1: allí donde la serie simbólica aún no ha comenzado y, sin embargo, algo insiste en su posibilidad.

Desde la perspectiva topológica, la identificación implica la instalación de un punto focal —una marca sobre la superficie, punto de reversión en la demanda que se aloja en el nivel de la enunciación. No se trata de una relación recíproca, sino reversible: la marca del Otro sobre el cuerpo del sujeto, pero también el lugar donde éste puede hacer pie.

Este punto, análogo a una cicatriz o una costura, funciona como un anudamiento que remeda al significante faltante. No separa un adentro de un afuera, y justamente por eso inscribe una imposibilidad. Desde allí, Lacan abre un abordaje inédito del cuerpo: el cuerpo como superficie cortada, delimitada por un borde. Cada corte modifica la superficie, y para pensar esta mutación se sirve de figuras como la banda de Möbius, el toro o la botella de Klein.

Se trata de situar coordenadas que permitan incidir clínicamente sobre un cuerpo que excede el marco especular. Un cuerpo de bordes, empalmes y suturas; un cuerpo pulsional donde el goce se distribuye según una economía política regulada por el discurso.

Desde esta perspectiva, la significancia cambia de registro: ya no remite al sentido, sino a la marca. La incidencia del Otro sobre el niño no puede reducirse a la significación del llanto: comporta una impronta corporal, una inscripción que antecede a toda palabra.