martes, 24 de diciembre de 2024

Capítulo 1: Escala de grises


La ciudad de Buenos Aires yacía sumida en la penumbra. Sus calles oscuras y resbalosas eran un espejo imperfecto de la desesperanza que se había apoderado de sus habitantes. Los charcos en el asfalto, iluminados apenas por el débil resplandor de las farolas, parecían ojos llorosos que miraban con impotencia. La lluvia caía sin cesar, como si el cielo, en su infinita tristeza, no pudiera contener el llanto. Las gotas resonaban contra los techos de chapa y las ventanas, una sinfonía incesante que amplificaba el silencio interior de quienes vivían bajo su manto.

Los edificios, que alguna vez habían sido testigos orgullosos de épocas mejores, se alzaban como gigantes cansados en una selva de concreto gris. Las fachadas ennegrecidas por el smog y el abandono parecían susurrar historias de resistencia y derrota. En cada rincón, la decadencia había dejado su huella, y la ciudad entera parecía contener la respiración, como si aguardara un cambio que nunca llegaría.

En medio de este paisaje desolado, Martín llegó a su casa. Su silueta, encorvada bajo el peso de una noche interminable, se dibujaba entre las sombras de la calle. Estaba empapado, con el cabello pegado al rostro y los dedos entumecidos por el frío. La noctaflora que vendía—pequeñas flores secas con un aroma embriagador y propiedades alucinógenas—era su único sustento, pero cada noche en las calles parecía arrancarle un pedazo de alma.

Su hogar era una casona antigua, de paredes descascaradas y techos altos, que compartía con cuatro amigos: Alejandro, Carlos, Elena y Patricio. La casa, a pesar de su desgaste, era un refugio. Una lámpara de aceite, colocada en el centro del salón, proyectaba sombras titilantes en las paredes, llenando el espacio de una calidez que desafiaba la oscuridad exterior. El aroma del incienso quemándose—un intento por disimular el olor rancio de humedad—se mezclaba con el tenue perfume del café recién hecho.

Al entrar, Martín dejó caer su chaqueta empapada con un sonido pesado contra el piso. Se sacudió el cabello y dirigió su mirada cansada hacia sus amigos, quienes estaban reunidos alrededor de la mesa. Sus rostros reflejaban una mezcla de preocupación y alivio al verlo llegar.

—¿Cómo fue la noche? —preguntó Alejandro, con voz grave pero cálida.

Martín sacudió la cabeza, tratando de encontrar palabras que no pudieran romperlo más.

—Difícil. La policía está volviendo a aplicar los edictos, confirmado. Recién vi a un grupo de locas siendo detenidas en un café. También... —se detuvo, suspirando profundamente—, ¿a quién se le ocurre salir vestidos así? Se venden solos.

Sus palabras cayeron como piedras en el ambiente. Una sensación de impotencia se apoderó de la sala. Todos entendían que no era un juicio, sino una muestra de su propio miedo disfrazado de dureza.

Elena tomó la palabra, su voz quebrándose ligeramente. —Es como si hubiéramos retrocedido en el tiempo.

—El tiempo no retrocede —respondió Patricio, enderezándose en su silla—. Aunque sea parecido, no es ni será como antes.

Aquella afirmación quedó flotando en el aire, como un mantra para no perder la esperanza.

Martín esbozó una sonrisa débil. En ese momento, más que palabras, necesitaba algo que lo conectara con la vida: calor, comida, un momento de respiro.

Carlos se levantó de la silla, con el rostro decidido. —Voy a preparar algo para comer. Martín, date un baño caliente, lo necesitas.

El agradecimiento de Martín se dibujó en su mirada. Asintió y, tras recoger su chaqueta mojada, subió las escaleras hacia el baño.

Al llegar, cerró la puerta detrás de él. El silencio del baño era opresivo, amplificado por el eco de las gotas que caían de la canilla. Frente al espejo, Martín se quedó inmóvil, observando su reflejo. El hombre que lo miraba desde el otro lado parecía alguien ajeno: el rostro demacrado, los ojos hundidos, y un moretón oscuro adornando su costado derecho. Se llevó una mano al hematoma y recordó la brutalidad de la golpiza de dos días atrás.

El agua de la ducha se deslizó sobre su piel como un manto reparador, pero no logró lavar la memoria de aquella noche. Cerró los ojos y dejó que el calor le arrancara un suspiro. Afuera, la lluvia seguía cayendo con la misma intensidad, pero por un instante, Martín permitió que el ruido del agua lo aislara del mundo.

Cuando regresó al salón, sus amigos lo esperaban con una comida caliente. El aroma del guiso llenaba el ambiente, envolviéndolos en una sensación de hogar que parecía desafiar la realidad exterior.

—¿Estás bien? —preguntó Alejandro, examinándolo con detenimiento.

—Sí —respondió Martín, esforzándose por sonreír—. Solo necesitaba esto: estar con ustedes.

Entonces, Elena, que había estado mirando su teléfono, soltó una exclamación de alegría.

—¡Chicos! Claudio y Daniel lo lograron. Están a salvo.

El mensaje, como un rayo de esperanza, iluminó la habitación. Era un recordatorio de que, incluso en la noche más oscura, siempre había un camino hacia la luz.

—¡Eso es increíble! —dijo Martín, dejando que una sonrisa sincera se dibujara en su rostro—. Me alegra tanto por ellos.

—Sí, es un milagro —añadió Alejandro, apoyándose en el respaldo de su silla—. Después de todo lo que pasaron…

La conversación se detuvo un momento, dejando que un velo de silencio cubriera la sala. Todos recordaban la odisea que Claudio y Daniel habían enfrentado. La derogación de los matrimonios igualitarios había sido solo el primer golpe en una avalancha de medidas regresivas. Luego, la judicialización de los niños adoptados o nacidos mediante vientres subrogados había terminado por destrozar a muchas familias. Era una cruzada disfrazada de legalidad que convertía la vida de esas personas en un infierno burocrático.

—Imagínense tener que demostrar quién es el padre o la madre biológica —dijo Patricio, cruzando los brazos con frustración—. Es inhumano, humillante, y ni me quiero imaginar el daño que eso les hace a los chicos.

Carlos, que estaba sirviendo una segunda ronda de guiso, levantó la mirada. —Es que el peor castigo es ese: separar a los niños de sus padres. No hay crueldad más grande.

Elena asintió, con los ojos clavados en su taza de té. Las historias de familias huyendo en silencio, con el miedo a ser descubiertas en cualquier momento, eran ya demasiadas. Había conocido a parejas que dormían con las maletas listas, como si su vida se hubiera reducido a una constante fuga.

—Claudio y Daniel están a salvo ahora —dijo Elena finalmente, rompiendo el silencio—. Pero hay muchos más que aún están luchando.

Las palabras se quedaron flotando en el aire, pesadas, como una verdad que no podían ignorar.

—Debemos seguir luchando —dijo Martín, mirando a sus amigos uno por uno—. Por ellos, por nosotros, por nuestra comunidad.

Un murmullo de asentimiento recorrió la mesa. La noticia de Claudio y Daniel era un pequeño rayo de luz en medio de tanta oscuridad, pero todos sabían que la batalla estaba lejos de terminar.

Patricio, siempre el pensador del grupo, se recostó en su silla y miró el techo con una expresión vaga. —No recuerdo cómo llegamos a este punto —dijo, sacudiendo la cabeza—. ¿Fue el descenso de la natalidad? ¿La blenorragia? ¿O fue el pelado evangélico ese? Ni me quiero acordar de su nombre…

Martín soltó una risa amarga. —Amo que le digas “blenorragia”. La ultra gonorrea fue un golpe duro, sí. La gente empezó a tener miedo de todo, pero no antes de que muchos tipos llevaran el bicho a sus casas, por hacer cualquiera. Y los políticos aprovecharon ese miedo para implementar medidas más restrictivas.

Elena, siempre analítica, intervino. —Igual, lo de la natalidad ya estaba en picada desde antes. La ultra gonorrea lo empeoró todo. Yo lo vi de cerca: mujeres infectadas que, cuando lograban vencer la bacteria con los antibióticos adecuados, ya tenían el útero, las trompas o los ovarios irreversiblemente dañados. Y a los tipos tampoco les iba mejor: la epididimitis los dejaba casi siempre estériles. Es como si la enfermedad fuera un pretexto perfecto para justificar el control social.

Alejandro se levantó y comenzó a caminar por la habitación, con las manos en los bolsillos. —Pero fue el resurgimiento de las religiones lo que realmente cambió el juego. En medio de todo ese caos, la gente buscaba respuestas y seguridad. Y ahí estaban ellos, ofreciendo “soluciones”.

Patricio, que se había acercado a la ventana, contempló la lluvia que seguía golpeando contra los cristales. —Y ahora así estamos —dijo, con un suspiro melancólico—. A algunos les llora el nene, otros lloran porque no tienen nenes.

El comentario arrancó una carcajada a Elena, que negó con la cabeza mientras se reía. —¡Qué asco, Patricio!

Martín sonrió, pero la conversación lo devolvió a un recuerdo inquietante. —¿Recuerdan cuando la ultra gonorrea se declaró pandemia global? —preguntó, su voz cargada de ironía—. Parecía que el mundo se iba a detener. Llegaba el viernes y la gente se volvía loca, como si las relaciones solo existieran los fines de semana. Me acuerdo del bar de swingers que fue el primero en sufrir una razzia. La policía allanando con barbijos y guantes, ¡qué ridículos se veían!

Elena rió con amargura. —Lo peor fue cómo usaron ese show mediático para justificar todo lo que vino después.

—Y ahora no queda ni un bar abierto —añadió Alejandro, deteniéndose frente a la chimenea apagada—. Menos un bar gay.

Patricio, todavía junto a la ventana, se volvió hacia los demás con una mirada seria. —¿Y qué hacemos ahora?

El grupo se miró en silencio, como si la pregunta hubiera encendido una chispa de determinación en cada uno de ellos. Afuera, la lluvia seguía cayendo, implacable. Pero en el interior de esa casa, el fuego de la resistencia permanecía vivo.

—Igual eso no impide nada, bien lo sabemos —dijo Patricio, esbozando una sonrisa amarga—. Cada rincón no vigilado se convierte en una tetera en potencia. Claro que hay que tener espíritu aventurero, o muchas ganas, para meterse en esos lugares… porque si no te agarra la gota, te agarra la bota.

Un silencio pesado se instaló en el grupo. Las palabras de Patricio resumían la precaria realidad en la que vivían. Sin embargo, en esa sala, bajo el resguardo de su comunidad, todavía podían encontrar fuerzas para imaginar un futuro diferente.

Carlos rompió la tensión con un suspiro cansado. —¿Por qué no nos tomamos un respiro de esta ciudad? Vendemos un poco más de noctaflora, hacemos un dinero extra y nos vamos de vacaciones.

Elena arqueó una ceja, interesada. —¿Y a dónde podríamos ir?

—¿Qué tal la costa? —sugirió Alejandro.

Patricio negó con la cabeza de inmediato. —La costa está llena de grupos ultra religiosos, lo mismo que los pueblos chicos. Es un campo minado para nosotros.

—¿Y el norte? —preguntó Martín.

Carlos bufó. —El norte está plagado de zonas declaradas “libres de ultra gonorrea”. Ya sabes lo que eso significa: nosotros no somos bienvenidos.

Elena frunció el ceño. —¿Y si pensamos en el extranjero?

Carlos negó lentamente, con una mueca de frustración. —Mi DNI rosa siempre es un problema cuando intento viajar, y peor aún, cuando quiero regresar.

El grupo intercambió miradas nerviosas. Aunque algunos no tenían ese color en sus identificaciones digitales, sabían que el riesgo de ser reclasificados era constante. Los DNI virtuales, con su fondo celeste estándar, podían cambiar a rosa, violeta o verde por una simple decisión administrativa. Rosa para las personas homosexuales, violeta para las personas transgénero, y verde para quienes tenían infecciones de transmisión sexual. Para los desafortunados con dos colores, el estigma era insostenible.

La pantalla que escaneaba el iris en cualquier lugar público no hacía más que amplificar la humillación. Desde el supermercado hasta el aeropuerto, todos podían leer tu vida privada con un vistazo rápido.

—Maldito día en que decidí casarme con otro hombre —dijo Carlos con resentimiento—. El Estado nos tenía identificados, y cuando disolvieron los matrimonios igualitarios, se aseguraron de convertirnos en objetivos.

Martín asintió, caminando lentamente por la habitación. —Esos cambios nos dejaron completamente vulnerables. No solo fue borrar nuestros derechos, sino también asegurarse de que no podamos vivir con normalidad.

—Por eso no podemos trabajar en sitios convencionales —añadió Elena—. Cualquier empleo requiere un escaneo de DNI, y eso nos pone en peligro inmediato.

Patricio suspiró, dejándose caer en un sillón. —Nuestra única salida es la noctaflora. Cultivarla nos da algo de independencia, pero no sé cuánto tiempo más podremos sostener esto.

Alejandro, mirando por la ventana hacia la noche lluviosa, soltó una pregunta al aire. —¿Hasta cuándo podremos vivir así? Escondidos, como sombras.

Elena fue la primera en responder, con firmeza. —No podemos rendirnos. Algún día encontraremos un lugar seguro o una forma de luchar.

Carlos asintió. —Estoy contigo. No vamos a rendirnos. Si nos escondemos, que sea para preparar el próximo paso.

La conversación, aunque esperanzadora, había drenado las energías del grupo. Patricio se estiró y bostezó. —Chicos, es hora de dormir. Mañana será un día largo.

Uno a uno, los demás se levantaron y se dirigieron a sus habitaciones, excepto Martín, que notó a Patricio rezagándose en la sala.

—¿Qué pasa? —preguntó, acercándose a su amigo.

Patricio se encogió de hombros, evitando la mirada de Martín. —Solo pensando.

—Te conozco, Patricio. Algo tramas.

Patricio suspiró, cansado. —No deberías alentar a Carlos y Elena a pelear contra el sistema. Son más frágiles de lo que parecen. Si los empujas demasiado, podrías ponerlos en peligro.

Martín lo miró, sorprendido por su preocupación. —No puedo evitarlo. Me preocupa su seguridad.

Patricio lo observó en silencio antes de señalarle con un gesto el brazo de Martín. —Ya sé del moretón. No tienes que hacerte el fuerte todo el tiempo.

Martín sonrió débilmente mientras Patricio se levantaba, buscando en su bolsa unas hojas de aloe vera y aceite de eucalipto. —Te prepararé un ungüento. No resolverá todo, pero ayudará.

Cuando Patricio regresó, Martín tomó el remedio casero y lo aplicó con cuidado. En un impulso, besó a Patricio en la frente, agradecido.

—Gracias —susurró.

Patricio lo miró con una mezcla de ternura y tristeza. —No hace falta que agradezcas. Solo prométeme que seguirás adelante, pero con cuidado.

La lluvia seguía golpeando las ventanas, un eco constante en la noche oscura. Y aunque las respuestas aún estaban fuera de su alcance, ambos sabían que su fuerza radicaba en mantenerse unidos, pase lo que pase.

—Eres un ángel, Patricio —dijo Martín con una sonrisa cansada, su tono mezcla de gratitud y algo más profundo—. Deberías ser mi novio.

Patricio levantó la vista, sorprendido por la confesión. Por un instante, sus ojos reflejaron ternura, pero también una mezcla de compasión y tristeza.

—Martín —respondió suavemente—, sabes que te quiero mucho, pero no de esa manera. Lo que siento por ti es profundo, pero es amistad. Solo quiero ayudarte a estar bien.

Martín asintió, forzando una sonrisa para disimular la punzada de decepción que sintió en el pecho. —Lo entiendo, Patricio. Y gracias. Por todo.

Patricio sonrió y palmeó el hombro de Martín antes de girarse para dirigirse a su cuarto.

—Descansa —dijo antes de desaparecer por el pasillo.

Martín permaneció de pie un momento, mirando la puerta cerrarse tras su amigo. Aunque la noche estaba llena de incertidumbres y el peso de la realidad seguía oprimiendo sus hombros, sintió una pequeña chispa de alivio. Había algo reconfortante en saber que, a pesar de todo, no estaba solo.

Con un último suspiro, se giró y caminó hacia su propio cuarto. Afuera, la lluvia persistía, como un recordatorio constante de lo que acechaba en el mundo exterior. Pero dentro de esas paredes, en el refugio que habían construido juntos, la amistad y el cuidado mutuo seguían siendo su fuerza más grande.

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