Elena se miró en el espejo, ajustando los mechones rebeldes de su cabello oscuro y alisando el cuello de su camisa. Había escogido un atuendo sencillo, pero elegante: un pantalón negro de corte recto y una blusa de lino color marfil. Era su forma de proyectar confianza y discreción, esenciales para moverse en un entorno donde las apariencias contaban más de lo que parecía. Aunque intentaba mostrarse tranquila, el leve temblor de sus manos la delataba. Hoy asistiría al taller literario de Élida, una poeta reconocida tanto por su obra como por su carácter indomable. La emoción se mezclaba con una pizca de ansiedad; este no era un simple evento cultural. Desde que las leyes habían endurecido su garra sobre las libertades individuales, estos encuentros se habían convertido en mucho más que reuniones artísticas: eran refugios camuflados, espacios donde las lesbianas tejían redes de apoyo en un mundo hostil.
Mientras terminaba de alistarse, Martín asomó la cabeza por la puerta entreabierta, con una sonrisa juguetona.
—Dile hola a Élida de mi parte —dijo, arqueando las cejas.
Elena dejó escapar una carcajada corta y seca, acomodándose un aro de plata.
—No creo que eso sea una buena idea —respondió, divertida—. Élida es androfóbica. Lo único que le alegraría sería que me mudara a su casa para trabajar como su enfermera personal.
Martín frunció el ceño, intrigado.
—¿Es tan mala como dicen? —preguntó, cruzando los brazos.
Elena asintió, mientras se ponía una chaqueta ligera.
—Es… compleja —dijo con diplomacia—. Pero es influyente. Una de las pocas personas que nos permite mantener viva nuestra red. Así que sonreiré, fingiré que entiendo su poesía existencialista y jugaré a que me interesa hablar de Proust. Aunque sabemos que este taller es solo una excusa para tortear un poco.
Martín soltó una carcajada sincera.
—Buena suerte en la Colmena —dijo, llamándola con el apodo que Élida misma había dado a su círculo—. Y, por favor, ten cuidado.
Elena asintió y se dirigió hacia la puerta, sus pasos resonando suavemente en el pasillo de la casa de Élida. La noche la esperaba, llena de posibilidades que aún no podía nombrar, pero que sentía vibrar en el aire fresco. Cada respiro le traía una sensación de libertad renovada. Aunque las sombras del mundo en el que vivía se cernían siempre sobre ella, hoy no sentía el peso tan pesado. Esta noche, como todas las noches en que se encontraba en La Colmena, había algo en el aire que la hacía sentir más conectada consigo misma, más dispuesta a enfrentar lo que estaba por venir.
Al salir de la casa, el viento le acarició la piel, y, por un momento, Elena sintió que las calles vacías y oscuras podían ser suyas, llenas de secretos, alianzas y lugares aún por explorar. Estaba lista para descubrirlos, y también para escapar de las tensiones que se acumulaban dentro de ella. Pero su mente no podía dejar de pensar en las mujeres que había dejado atrás en el interior: las "abejas obreras" y las "jóvenes reinas", que siempre tejían sus historias y sus deseos en los rincones de estos encuentros.
Dentro de la casa de Élida, Elena se movía con una mezcla de confianza y sigilo, tan familiarizada con ese espacio como con los paisajes de su propia memoria. Cada rincón, cada conversación, podía ofrecer pistas sobre lo que realmente sucedía detrás de las fachadas brillantes. Sabía que las mujeres que aquí se reunían no solo compartían una pasión por las letras; también tejían alianzas estratégicas. Había lesbianas ricas e influyentes, algunas ya mayores, que habían acumulado fortunas a través de legados y herencias, no solo de las propiedades que les habían pertenecido, sino también de las vidas de otras mujeres que ya no estaban. Eran señoras solitarias que necesitaban compañía, pero también necesitaban ser cuidadas y asistidas, por lo que a menudo recurrían a las más jóvenes.
Elena llamaba a estas mujeres jóvenes "abejas obreras". Eran las que, con su esfuerzo callado y constante, mantenían en funcionamiento el engranaje de la vida cotidiana: las plomeras que arreglaban las cañerías rotas, las carpinteras que restauraban lo que los años habían desgastado, las enfermeras que atendían las necesidades físicas de las ancianas, las empleadas domésticas que cuidaban los detalles minuciosos. Elena se identificaba profundamente con ellas; había sido una de ellas durante años. Su labor silenciosa, pero fundamental, le daba sentido a su vida, aunque no se viera reconocida en el mundo literario ni en el círculo de élite al que ahora intentaba acercarse.
Pero también estaban las "jóvenes reinas", que aspiraban a ascender más allá de las limitaciones de su clase y su género. Estas mujeres, más jóvenes, tenían la ambición de entrar en el mundo de las artes y la literatura no solo como participantes, sino como figuras destacadas. Con su atractivo físico y su aguda inteligencia, eran expertas en tejer relaciones que les abrieran puertas, en utilizar su encanto y astucia para avanzar en un pequeño pero competitivo círculo social. Elena las observaba con una mezcla de respeto y desconfianza. Aunque envidiaba su facilidad para navegar ese mundo, sabía que, al final, el arte no era solo un juego de oportunidades; la verdadera fuerza de una persona residía en lo que era capaz de crear, más allá de la red de influencias que pudiera construir.
Esa noche, en la sala de Élida, se reconocía a algunas de las mujeres que habían sido parte de su vida. Había una anciana sentada en un sofá de terciopelo, rodeada de jóvenes que la atendían, su voz arrugada como un libro viejo, pero aún llena de anécdotas que las más jóvenes parecían devorar. Otra mujer, más joven, de cabello rubio y recogido en un moño desordenado, estaba en un rincón conversando con una de las "abejas obreras", su rostro iluminado por la luz de una lámpara cercana. Elena sonrió al verlas, reconociendo sus figuras, y sintió, por un momento, que la distancia entre ella y las demás no era tan grande.
Fue entonces cuando Élida se acercó, deslizándose por la sala con esa elegancia fría que siempre la caracterizaba. Sus ojos, fijos y calculadores, parecían leer más allá de las palabras.
—Bienvenida, Elena —dijo Élida, su tono cálido pero distanciado. No había gestos efusivos, solo una frialdad controlada que siempre imponía respeto.
Elena, como siempre, se inclinó con cortesía y besó la mano de Élida, un gesto de respeto que no solo era protocolo, sino también una forma de mostrar su sumisión voluntaria en ese espacio.
—Gracias por invitarme, Élida —dijo con voz clara, intentando parecer más segura de lo que se sentía en realidad—. Estoy emocionada de estar aquí.
Élida la miró detenidamente, como si midiera cada palabra, cada movimiento.
—Veremos qué puedes hacer —respondió, su voz impregnada de una mezcla de curiosidad y desdén. Había algo en su mirada que parecía evaluar y juzgar al mismo tiempo. —¿Tienes algún poema para compartir?
Elena sacó un pequeño papel arrugado de su bolso, dudando por un instante, pero finalmente lo desplegó con decisión. Sabía que no era una gran poeta, pero sentía que este momento le ofrecía una oportunidad de presentarse, de ser parte de algo más grande. Aunque la incomodidad la atenazaba, comenzó a leer en voz alta, el sonido de su voz firme, aunque temblorosa en algunos pasajes.
Cuando terminó, levantó la vista y vio la expresión de Élida: su ceño fruncido, su mirada distante. La desaprobación no se disimulaba.
—Interesante —comentó Élida, su tono plano, como si hubiera leído un texto que la dejaba completamente indiferente—. Aunque creo que podrías mejorar… si no perdieras tanto tiempo cobijando a las locas.
Elena sintió un golpe en el estómago. La forma en que Élida se refería a las gays y a las lesbianas, con ese tono despectivo, la dejó fría. Le costaba ocultar la incomodidad que esa palabra provocaba en ella, y aunque estaba a punto de responder, alguien la interrumpió.
—Elena, ¿puedo hablar contigo un momento? —dijo una voz suave y cálida. Era Romina, una de las asistentes al taller. Elena vio su rostro amable y su gesto decidido, como si supiera lo que había ocurrido.
—Claro, Romina —dijo, aliviada de la interrupción, y siguió a la mujer hacia la cocina.
En la cocina, Romina se volvió hacia ella con una expresión de preocupación.
—Lo siento mucho, Elena —dijo con sinceridad—. No quería que Élida te hiciera sentir mal. Tu poema no era malo.
Elena sonrió ligeramente, agradecida por las palabras, aunque sabía que no había mucho de qué alegrarse.
—Gracias, Romina —respondió con suavidad—. Pero creo que Élida tiene razón. No soy una gran escritora, y la verdad, me importa poco. Vine más por el alcohol y la compañía.
Romina se rió, una risa suave que hizo que Elena se sintiera un poco menos sola en ese instante.
—No importa —dijo Romina, dándole una palmadita en el hombro—. Tienes otras cualidades. Y, además, no todos podemos ser grandes escritoras. Lo que importa es que estés aquí, con nosotras.
Elena se sintió agradecida por la amabilidad de Romina, un alivio momentáneo que suavizó el malestar provocado por las palabras de Élida. En ese instante, comprendió que no necesitaba ser una gran escritora ni encajar en los estándares impuestos por la sociedad para encontrar su lugar. Lo que realmente importaba era el apoyo mutuo, la solidaridad, y la aceptación que le ofrecían las mujeres a su alrededor. Esa era la verdadera fuerza de La Colmena: no solo un refugio para las mujeres, sino también una red de apoyo donde los lazos eran más importantes que el reconocimiento individual.
Romina observó a Elena con una expresión preocupada, y cambió de tema, como si sintiera que la conversación necesitaba un giro.
—¿Sabes algo de Patricio? —preguntó, su tono tenso—. Anda desaparecido. No lo he visto en semanas.
Elena se encogió de hombros, tratando de no mostrar demasiado malestar.
—Está bien, Romina —respondió con un suspiro—. Solo está muy ocupado. Se dedica día y noche al cultivo de noctaflora y a otros trabajos para mantener la casa.
Romina frunció el ceño, claramente preocupada por el aislamiento de Patricio.
—¿Y qué fue de Carlos? —preguntó, como si el nombre de Carlos hubiera pesado demasiado en el aire.
Elena asintió, con una tristeza apenas contenida.
—Ay. Desde que lo pintaron de rosa, no ha podido encontrar trabajo. Patricio se siente responsable de mantener a todos.
Romina suspiró con frustración.
—Es terrible lo que está pasando —dijo—. La clasificación es una forma de controlar a la gente.
Elena asintió, comprendiendo perfectamente la crítica social que Romina hacía. Vivían en un mundo donde las etiquetas definían a las personas, donde el destino de muchos dependía de cómo la sociedad los veía, y no de lo que realmente eran o querían ser.
—Y Martín tampoco tiene vida fácil —continuó Elena—. Trabaja en un bar y es profesor de gimnasia para unas señoras. Pero al menos tiene algo de estabilidad, aunque eso de los bares cada vez está peor visto.
Romina frunció el ceño, su expresión reflejando preocupación por la situación de aquellos que, a pesar de sus esfuerzos, estaban siendo empujados al margen de la sociedad.
—¿Y cómo está Carlos? —preguntó, su voz cargada de empatía—. Debe ser difícil para él.
Elena se encogió de hombros, mirando al vacío por un momento.
—Está bien, considerando todo —respondió con sinceridad—. Pero es duro para él. Se siente inútil, como si todo estuviera fuera de su control.
Romina asintió con una tristeza silenciosa, pero la determinación en su mirada seguía intacta.
—Debemos hacer algo para ayudarlos —dijo, con una firmeza que sorprendió a Elena. Era una invitación a la acción, un recordatorio de que la pasividad solo perpetuaba el sufrimiento—. No podemos dejar que la sociedad los aplaste.
Elena sonrió, tocada por la solidaridad de Romina. En ese instante, comprendió que no estaba sola en su lucha, que aún en tiempos difíciles, había quienes luchaban junto a ella, dispuestas a resistir el peso de un mundo que parecía empeñado en quebrarlas.
—Gracias, Romina —dijo, con gratitud—. Significa mucho para nosotros saber que contamos con amigos como tú.
En ese momento, la puerta de la cocina se abrió y Élida apareció, su rostro marcado por la fatiga y el dolor que no lograba disimular. La tensión que siempre flotaba en el aire entre ella y Elena era palpable, pero algo en la expresión de Élida esta vez hizo que Elena la mirara con más atención. Era como si un velo de vulnerabilidad la rodeara, algo que raramente se dejaba ver.
—Elena, necesito hablar contigo —dijo, su voz más baja y urgente de lo habitual. La mirada de Élida, generalmente tan fría y calculadora, estaba ahora teñida de una angustia contenida.— Estoy encontrando difícil moverme y hacer cosas cotidianas. He pensado que podrías vivir conmigo, como habíamos hablado antes.
Elena se sintió incómoda, la propuesta de Élida la tomó por sorpresa, y no sabía cómo responder. Sabía que no podía aceptar la oferta en ese momento, no con todo lo que estaba ocurriendo en su vida.
—Élida, lo siento —dijo, mirando a la escritora con respeto, pero también con una sensación de incomodidad. La amistad que intentaban construir estaba llena de contradicciones—. Actualmente estoy muy abocada a ayudar a Carlos. Estamos trabajando para que le saquen el DNI rosa y necesitamos que los vean juntos.
Élida frunció el ceño, y su mirada se oscureció con un rastro de desaprobación.
—Carlos es agente de su propio infortunio —dijo, como si las palabras salieran sin pensar, cargadas de un juicio implacable—. Son hombres, Elena, y actúan impulsivamente, sin pensar. Después lloran por las consecuencias.
Elena sintió una ola de molestia y desdén ante el comentario de Élida. Sabía que, en su visión, los hombres siempre eran responsables de sus propios males, pero no podía aceptar que generalizara de esa manera. Cada vez más, la distancia entre su visión del mundo y la de Élida parecía volverse insostenible.
—No todos los hombres son iguales, Élida —respondió, con firmeza—. Y Carlos no es el problema. El problema es el sistema que los oprime. El sistema que los convierte en chivos expiatorios, en los culpables de todos los males.
Élida sacudió la cabeza, como si se sintiera incapaz de comprender lo que Elena le decía.
—Todos los varones, heteros y gays, han cavado su propia fosa —dijo, con una dureza en su voz que dejaba claro que no aceptaría otro punto de vista—. De ahí la ultra gonorrea, los divorcios escandalosos, las razzias y el malestar. Realmente no entiendo qué tanto les costaba usar preservativos, siendo que había avisos por todos lados. Pero bueno, la testosterona les puede más. No puedes ignorar la realidad, Elena.
Las palabras de Élida calaron hondo en Elena, pero esta vez, ya no tenía ganas de defender su posición. Sabía que este tipo de conversaciones solo la desgastaban, solo la alejaban más de una persona que, en teoría, debería ser aliada. La realidad era mucho más compleja que las generalizaciones, y ella lo sabía demasiado bien. Pero, a pesar de todo, no podía evitar sentir que la amistad de Élida ya estaba marcada por una grieta que difícilmente podría cerrar.
Elena sintió un nudo de frustración en el pecho ante la falta de empatía de Élida hacia Carlos y los demás. Esa incapacidad de Élida para entender sus luchas cotidianas parecía emanar no solo de su carácter endurecido por los años, sino también de una arrogancia cultivada en el privilegio. Pero aún así, Elena intentó mantener la compostura.
—No puedo aceptar tu proposición en este momento, Élida —dijo, con una mezcla de cortesía y firmeza—. Pero gracias por pensar en mí.
Élida asintió, aunque su expresión reflejaba más desaprobación que comprensión.
—Entiendo —respondió, aunque sus ojos fríos revelaban lo contrario—. Pero espero que reconsideres pronto. No puedes seguir protegiendo a Carlos para siempre.
Cuando la conversación terminó, Elena se quedó con una sensación de angustia que no podía ignorar. Élida, con su buena reputación forjada en un matrimonio con otro escritor y una viudez de más de tres décadas, era una figura influyente en la sociedad. Si alguien podía ayudar a Carlos, sería ella. Pero su personalidad demandante, su forma de hablar cargada de juicios, y su incapacidad para aceptar puntos de vista diferentes complicaban cualquier posible alianza.
Por otro lado, Élida ofrecía un espacio que había sido invaluable para Elena. En su casa había encontrado oportunidades para socializar, divertirse y, de vez en cuando, explorar nuevas relaciones. Ese terreno neutral, aunque dominado por el fuerte carácter de Élida, era un oasis en una sociedad que constantemente ponía a prueba a Elena.
Sin embargo, la presión de Élida y las demandas del entorno comenzaban a pesarle. Se sentía atrapada, como si su lealtad hacia Carlos y su gratitud hacia Élida estuvieran en constante conflicto.
De regreso a casa, aún absorta en sus pensamientos, Elena se encontró con Patricio en el jardín. Estaba sin remera, cubierto de tierra y rodeado por montones de composta que revolvía con entusiasmo.
—Hola —dijo él, levantando la mirada con una sonrisa amplia—. ¿Cómo te fue en la reunión?
Elena se dejó caer en un banco cercano, soltando un largo suspiro.
—Un desastre. Ninguna chonga que valiera la pena —dijo, con un tono que mezclaba frustración y humor—. Élida me preguntó qué estaba haciendo viviendo con ustedes y luego soltó un comentario horrible sobre Carlos.
Patricio arqueó una ceja, divertido.
—¿Qué dijo ahora?
Elena negó con la cabeza, como si todavía estuviera procesándolo.
—Dijo que Carlos era agente de su propio infortunio. Me costó un rato entender qué quería decir.
Patricio rió entre dientes mientras se limpiaba las manos en un trapo sucio.
—Con el auge de la inteligencia artificial, me sorprende que aún existan escritoras. Parece que todas esas reuniones literarias son solo una excusa para tortear en paz.
Elena soltó una carcajada.
—Supongo que es mejor que las teteras a las que van ustedes —bromeó—. Pero no dejo de sentirme fuera de lugar. Vos vieras el manejo que tienen algunas con la palabra. Yo siento que tengo la prosa de un eructo.
Patricio dejó la composta por un momento y se sentó junto a ella.
—No te preocupes tanto. Si te pone nerviosa, llevá un poema generado por inteligencia artificial la próxima vez —sugirió con una sonrisa pícara—. A ver qué pasa.
Elena lo miró con sorpresa.
—¿Un poema generado por IA? ¿En serio crees que funcionaría?
Patricio asintió con entusiasmo.
—Claro que sí. Estos algoritmos pueden escribir cosas hermosas. Élida no sabrá distinguirlo de un poema escrito por un humano.
Elena no pudo evitar sonreír.
—Bueno, es una idea interesante. Pero si me descubren...
—¿Y qué? —respondió Patricio, encogiéndose de hombros—. Todo el mundo finge algo en esos círculos. Además, siempre podés decir que es un experimento literario. ¿Qué mejor manera de impresionar a una escritora vieja y estirada?
Patricio la llevó frente a su computadora y comenzó a teclear con rapidez.
—Mirá, aquí está. Este es el poema que va a dejar a Élida boquiabierta.
Elena leyó las líneas en la pantalla. Las palabras eran profundas y evocadoras, como si hubieran sido escritas por alguien que entendía la belleza y el dolor de la existencia.
—Esto es increíble —susurró Elena, maravillada—. ¿Cómo hizo la IA algo tan... humano?
Patricio se encogió de hombros, sonriendo con satisfacción.
—La IA puede ser sorprendente, pero hay cosas que no puede reemplazar.
Elena lo miró, intrigada.
—¿Como qué?
—La ternura de Elena —dijo Patricio, guiñándole un ojo—. Las noctaflora.
Elena soltó una risa sincera.
—Y Martín, ¿qué? ¿Dónde lo dejamos? —preguntó, todavía divertida.
Patricio se rió también.
—Incluso necesitamos simios como Martín para que nos enseñen a jugar a la pelota —bromeó.
Ambos rieron juntos, dejando atrás por un momento el peso de sus preocupaciones.
—En este nuevo mundo, hay cosas que no se pueden reemplazar —dijo Patricio, volviéndose más serio—. La amistad, el amor, la ternura. Eso es lo que nos hace humanos.
Elena asintió, sintiendo una conexión más profunda con él.
—Gracias, Patricio. Me hiciste ver las cosas de otra manera.
—Para eso estamos —respondió él, con una sonrisa cálida—. Ahora vamos a impresionar a Élida con este poema.
Con esa determinación renovada, Elena comenzó a ver la situación desde otra perspectiva. Tal vez no necesitaba ser la mejor escritora, pero sí podía encontrar nuevas formas de enfrentarse al mundo y defender a quienes amaba.
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